por Xinax
Tendría yo unos cinco o seis años, cuando una vecina de mis padres, me regaló una imagen minúscula de la Virgen de Lourdes. Era de plástico blanco, sin más decoración, y tan pequeña como el dedo meñique de la mano de una niña. Un día, la buena señora me llamó, por el patio de luces, y me pidió que subiera a su casa, y entonces, como si me estuviera entregando un diamante de 200 kilates, puso la figurita en mis manos.
A mí esas cosas de religión, de santos y de mártires, como que ni fú ni fa, así que le di las gracias desencantada, pensando que mejor podría haberme regalado otra cosa, y cuando bajé a mi casa, relegué el detalle encima de mi mesita de noche, junto a un montón de trastos que siempre acumulaba, sin ton ni son.
Esa noche, me desvelé, y me di el susto de mi vida al ver la extraña luz blanco-verdosa, que emanaba misteriosamente de la figura. Me pareció algo mágico, inexplicable, fabuloso. La figurita se quedó siempre al lado de la lámpara, ocupando un espacio privilegiado, y día tras día, yo tenía la impresión que la intensidad de la luz variaba según las cosas fueran a ir bien o mal. Así que se convirtió en mi amuleto, mi placebo. La llevé encima en los graves y difíciles momentos: exámenes, visitas a médicos, la operación de anginas, la casi operación de apendicitis, en esas tensas salidas al cine con el primer niño, sin la pandilla, etc.
Fue un chasco descubrir que su luminosidad tenía que ver con el hecho de que estaba fabricada de un plástico fosforescente, y que su intensidad nada tenía que ver con mi buena o mala estrella, si no con la cantidad de luz que le hubiese dado directamente al plástico. Pero pese a ello, aún la conservo, después de cuarenta años. La pobre figurita está rota y ya no brilla. Pero cada vez que la encuentro, en el fondo del cajón, recupera por unos instantes, el efecto que tenía en mí de pequeña: tener algo fantástico, que me contagiaba por contacto, su brillo.