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Sería, también, Juan Pablo.

Por P – Montse

Sería, también, Juan Pablo, apostilló uno de los clientes del bar, mientras otro apostaba por que seguiría la saga de los Píos, a lo que otro dijo que imposible, que ninguno se atrevería a llevar el número trece, que era el qué le correspondería llevar si optara por ese último nombre.

Él volvió a desconectar,  retornó a lo que le estaba reconcomiendo. Se debatía entre un montón de sentimientos, la deontología profesional no había figurado en su diccionario personal, sin embargo ahora era distinto.

Primero tenía que hablar con su socio y explicarle el problema, porque no había sido capaz de decirle al cliente que no podían encargarse del asunto. Simplemente tomó todos los datos y le dijo que en veinticuatro horas le contestarían. El medio escogido había sido un e-mail al que le deberían enviar el presupuesto y las condiciones.

Entre todas las agencias de detectives, había llegado a la suya. Era una jugada sucia del destino. Quizá no, tal vez era la llamada de atención que necesitaba para dejar de una vez los juegos a los que se prestaba constantemente y que le hacían recorrer el filo de la navaja, ida y vuelta, una y otra vez. Nunca se había cortado pero esta vez iba a correr la sangre. Más aún, en esta ocasión habría cola para descuartizarle.

Apuró la copa de coñac, que le ardió mientras bajaba por su garganta. La llegada al estómago fue como la traca final y notó un pinchazo como anticipándole que la debacle se cernía sobre él. No acostumbraba a tomar bebida alguna antes de la hora de comer, sin embargo hoy necesitaba un refuerzo que presumió encontraría en la bebida.

Se acercó a la barra, pagó su consumición para volver a la oficina. Tenía que enfrentarse a la realidad. Ya llevaba casi tres horas de retraso.

En el momento que salía a la calle, se oyó un rugido que provenía de la televisión. El Papa se asomaba al balcón para saludar a los fieles que le aclamaban.JuanPabloII_16-Oct-1978

El se paró para ver el momento. Efectivamente se iba a llamar Juan Pablo, Juan Pablo II, y empezó su mensaje diciendo: “No tengáis miedo”.

Aquello le dejó petrificado, parecía que iba dirigido exclusivamente a él, y salió como alma que lleva al diablo por la puerta. Tardó nada y menos en llegar a la oficina y comprobar que su socio había llegado hacía unos minutos.

Se encaminó a su despacho, cogió la documentación y entró en el de José Luis y,  mientras le daba los buenos días, le espetó:

– El marido de mi última amante, nos ha encargado que averigüemos quién es el hijo de puta con quién le pone los cuernos su  mujer. He quedado en darle el presupuesto del asunto en 24 horas. Quiere fotos, quiere datos, quiere domicilios, quiere nombres y apellidos, en fin, el lote completo. Es más, ha dicho que si consigue hundirle, tendremos una bonificación especial.

La cafetera de cristal restalló contra el suelo, como si fuera el látigo de un domador. José Luis le miraba con la cara desencajada. Sujetaba fuertemente la taza con la mano derecha y la izquierda la mantenía en vilo mientras, sin pestañear, no le quitaba la vista a Ángel.  Éste lo había dicho todo de corrido, como si le fuera la vida en ello, y, a la vista del color que se le iba poniendo a su socio en la cara, aquello iba tomando visos de realidad. El cliente no le iba a hundir, lo iba a hacer su socio, pero en un bloque de cemento de cualquier construcción a las afueras de Madrid, al más puro estilo mafia de los años 20.

– Ángel, qué coño me estás contando, por favor, qué coño me estás contando que no tengo la cafenitrina para el corazón y esto es para eso y para llamar al SAMUR. Dime que lo que me has contado es la última estúpida broma que se te ha ocurrido. Dime que tu retorcida y torticera cabeza, ha urdido esta extraña historia para que cambiemos de cafetera y que lleve este traje al tinte –mientras hablaba su tez se iba amoratando peligrosamente- pero dime algo, joder!!!!!!!! bramó José Luis.

En ese momento, asomó la cabeza Gloria, la secretaria, que asustada por los gritos y el estruendo, quiso saber si podía ayudar, pero un berrido de José Luis la ahuyentó, mientras Ángel la hacía un guiño para no asustarla. Aunque estaba claro que andaba en busca de aliados para su causa. Los iba a necesitar.

La escena era tragicómica. José Luis se había arremangado los pantalones, empapados de salpicaduras de café, rodeado de cristales, mientras Ángel hacía una pajarita de papel, cómodamente sentado en uno de los confidentes del despacho.

– Empieza desde el principio y despacio que no he tomado café, te lo advierto por si estás espeso y no te has dado cuenta.

– Ya te lo he dicho todo. Ha venido Jaime Carpena. Me ha dicho que tiene sospechas, más que fundadas, que su mujer le pone los cuernos con un desgraciado hijo de puta. Quiere todo el “pack” completo, y que si le damos datos completos del hijo de puta, o sea yo, habrá bonificación porque piensa hundirle. Le he pedido una foto de su mujer, y es Inés, la tía que me estoy tirando desde hace veinte días. He quedado con él en mandarle por e-mail el presupuesto y las condiciones si aceptamos el caso. Fin de la historia.

– Bien, pues escríbele a su e-mail y dile que acepto el caso, que el hijo de puta es mi socio, al que ha tenido el placer de ver esta misma mañana, porque conocerle no le conoce nadie, ni él mismo. Que ponga dinero en billetes de curso legal encima de la mesa como para que me limpien la moqueta de las manchas, sin especificar de qué tipo, y que le doy, yo personalmente, la cabeza, o la parte del cuerpo que prefiera, y luego que le hunda en el pantano que se le antoje. Como si prefiere llevarte a dormir el sueño eterno al Mar de Arafura, en las antípodas.

– Joder, José Luis, no te pongas cabrón. Hablemos en serio.

José Luis no daba crédito a lo que oía, así que miró fijamente a Ángel. Con una parsimonia que aterró a José Luis, le quitó la pajarita de papel de las manos. Sacó un encendedor y lentamente la quemó hasta que quedó reducida a cenizas en el cenicero que había sobre su mesa.pajarita de papel

Ángel, eso eres tú desde ahora, cenizas, sólo cenizas.

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Yo pienso en vos estés en donde estés

–«Sos mi amanecer, sos mi lluvia en medio de la sed, sos el aire que me hace volar, yo pienso en vos estés en donde estés«…– leyó el Mocho, tras lo que se llevó a la boca el cortado en vaso que un rato antes le había traído Abel, el eterno y escuálido mozo del bar Asgard.

–Yo le sacaría el segundo «en«– dijo Quicho.

El Mocho se detuvo en la lectura de la carta y miró el papel de arriba a abajo, como si no entendiera.

–No entiendo– dijo.

Quicho hizo un gesto de impaciencia y tomó la hoja. Le señaló las palabras como si el Mocho fuera un pibe de seis años.

–Última frase escrita. Primer «en«, segundo «en«. «Pienso en vos, estés en«… ¿Ves? Es redundante.– Y soltó la hoja delante del Mocho. Éste se alisó los rulos pelirrojos. Leyó la corrección en voz más baja.

–«… el aire que me hace volar, yo pienso en vos estés donde estés…«

El Mocho enfatizó con la voz la palabra «donde» y siguió alisándose los rulos pelirrojos como si hubese algo que aún no le cerraba.

–Hay algo que todavía no me cierra– dijo. Quicho encendió un Marlboro. El bar se iba poniendo del color del vino tinto a medida que el sol desaparecía detrás de los edificios. Abel iba y venía con los pedidos; se escuchaban ruidos a pocillos y cubiertos; el televisor encendido en uno de los extremos del bar sumaba su batifondo a las esporádicas risas y las cargadas entre Abel y Álvarez, el encargado del bar, por el resultado del partido del domingo.

–¿Qué no te cierra, Mochito?– Quicho puso, coincidentemente con una bocanada de humo, su clásica cara de Humphrey Bogart, con el ojo izquierdo entrecerrado.

–No sé, me parece que le sigue sobrando algo.

–A ver, repetime.

–Bueno, te leo desde el principio…

–Dale.

El Mocho carraspeó antes de comenzar.

–«Entre todos los pensamientos que pueden florecer en mí, el mejor es el tuyo. Entre todas las playas donde puedo caminar, la que tiene tu arena es ésa donde dejaré escrito tu nombre para siempre. Entre las melodías que podría elegir para celebrarte, la de tu voz será mi himno. Sos mi amanecer, sos mi lluvia en medio de la sed, sos el aire que me hace volar, yo pienso en vos estés donde estés«…

Quicho hizo chasquear los dedos.

–¡Ya está! El problema es «yo«.

El Mocho esbozó una media sonrisa sobradora.

–Dirás «soy yo«, Quicho. ¿Cómo «es yo«? «Yo Mocho, tú Quicho, nosotros estar en bar«– lo gastó.

–No, pelotudo. Me refiero al deíctico.

–Dale, hermano. En castellano.

–¡Ay, ay, ay!– dijo Quicho, agitando las manos en gesto escandalizado. –¡Mucha facultad, mucha psicología, mucho seminario de Jacques Lacan, macho, pero todavía no aprendiste qué es un deíctico!

–Y… no… Pero para eso te tengo a vos, que estudiás Letras.

–El pronombre «yo«, Mochín. No me vas a decir que no sabés lo que son los pronombres.

El Mocho hizo un exagerado (e irónico) gesto de haber comprendido.

–¡Aaaaah, los pronombres! ¡Pero hubiéramos empezado por ahí!

Quicho hizo caso omiso a la ironía.

–Bueno, el «yo» final está de más. Sacalo y fijate cómo queda.

El Mocho tomó la birome e hizo un par de correcciones. Las tachaduras y palabras sobreescritas se acumulaban en la hoja como una extraña e indescifrable madeja de trazos, como una lucha de arañas.

–«Sos mi amanecer, sos mi lluvia en medio de la sed, sos el aire que me hace volar, pienso en vos estés donde… estés«…– leyó, e hizo una última corrección en el «estés«. Se quedó unos instantes pensativo, mordisqueando en capuchón de la birome, y exclamó:

–¡Por fin! Ahora sí, che. Ma’ sí, yo se la doy así. ¿Vos creés que le va a gustar?

–Esa mina sólo desea que le demuestres interés, Mochito– aseveró Quicho, con voz de experto.

–¿Te parece? No sé… porque a mí me da la sensación de que mucha bola no me da.

Quicho se inclinó hacia el Mocho.

–Las minas, y a ver si nos entendemos, Mochito querido, son hábiles. Su estrategia es la astucia y son expertas en hacerse las boludas cuando quieren. Pero a esa mina la observé: está con vos, haceme caso. Yo, Gustavo «Quicho» Gómez, te garantizo que esa mina está con vos y vas a ver que en un mes (dos, a lo sumo) te la cogés.

–Pero Quicho, si ni me mira cuando le hablo… ¿y por qué para vos todo tiene que terminar en coger? Yo no sé si quiero coger con ella…

Quicho sonrió y le robó al Mocho un sorbo del cortado, que ya estaba frío.

–Mirá, Mochito, cuando vos aceptes que cualquier relación hombre – mujer está basada en la pulsión, la libido, el deseo, aunque sea en estado larvario y potencial, vas a poder afrontar mejor tus estudios de psicología.– Y adoptó un bromista tono paternal.–Repetí conmigo: «en las entrepiernas del hombre y la mujer se esconde la fuerza que mueve al mundo»…

El Mocho se sonrojó un poco y chasqueó la lengua, mirando por la ventana.

–Dejame de joder, Quicho, estoy hablando en serio… yo estoy enamorado de Clarita, ¿entendés?

–¡Y por eso te lo digo, hermano! Escuchame: si vos no consumás en una buena cogida toda esa carga apolínea y melosa que tenés y que ya me tiene hinchado las pelotas, la mina se va a hinchar las pelotas más que yo y se va a encamar con… con… ¡con Abel, mirá lo que te digo!

La risa del Mocho era transparente, contagiosa. Ambos rieron. Imaginaban la escena (Clara cogiendo con el escuálido Abel, a punto de romperse por la mitad dada la fogosidad por la que aquella era casi famosa) y no podían evitar reír más. Los años noventa recién despuntaban, había un montón de cosas que aún no habían sucedido en la Argentina, Carlos Menem no llevaba un año en la presidencia y ellos, aún, eran en algún punto ingenuos todavía.

–Está bien, sólo necesito tiempo…

Quicho lo interrumpió, señalándolo con dos dedos entre los que sostenía el Marlboro.

–Sí, pero no dejes que el tiempo conspire contra la temperatura de su deseo, Mochín. Estás en el momento justo, te lo digo yo. ¿O vos te creés que el otro día fue casualidad que se apareciera por acá? ¿A quién saludó primero? ¿Qué gestito te hizo con los ojos cuando se iba, tres minutos después? Dale, Mocho, vos no ves las cosas porque no querés…

–Bueno, qué sé yo… no me pareció nada fuera de lo común… y esa caidita de ojos la hace cada tanto.

–Sí, a vos, pero ¿viste que se la haga a alguien más?

El Mocho quedó pensativo.

–Bueno, pará, me estás haciendo ilusionar…

–Te la tenés que coger o se va a ir. Mucho tiempo más no se va a bancar esperándote.

–¿De veras creés que me está esperando?

Quicho apagó enérgicamente el pucho sobre el cenicero y le extendió la mano.

–¿Qué apostamos?

El Mocho dudó unos instantes.

–… ¿un tostado de jamón y queso…?

–Andá a cagar– exclamó Quicho, y llamó a Abel con un gesto de pedir la cuenta. –Me tengo que ir, Mochito, Selva me espera.

–Quicho, antes de irte, ¿cómo era esa frase de ese poema que le escribiste a Selva, que a mí tanto me gustó?

Quicho entrecerró los ojos, en gesto de hacer memoria. Recitó:

–«Dame una duda, una miseria, necesito humanizarte, no te resisto tan etérea…»

–Qué hijo de puta… — dijo el Mocho, casi entre dientes. Abel llegó acomodando sillas, le cobró a Quicho y, con el mentón, le hizo un gesto de consulta al Mocho.

–Traeme otro cortado en vaso, Abelito.

Quicho se iba. Al escuchar el pedido se volvió y le dijo a Abel, señalándolo al Mocho:

–No le pongas mucha «leche», que éste ya tiene de sobra.

El Mocho se levantó de la silla y correteó a Quicho entre las mesas hasta la puerta. Le pegó una cariñosa trompada en el brazo. Se abrazaron, y luego Quicho se fue. Abel, desde lejos, pensó que bien podrían haber sido hermanos esos dos.

El Mocho se sentó y comenzó a releer el poema para Clara. No había llegado a la mitad cuando se dispersó, recordando la frase del poema de Quicho.

–Qué hijo de puta– dijo, con admiración. Ojalá yo pudiera escribir así.

Glosario para no rioplatenses

Cortado en vaso: café con un chorro de leche (puede ser fría o caliente, según los gustos) servida en vaso de vidrio en algunos bares de la ciudad de Buenos Aires.

Mina: mujer.

Pibe: niño.

Cargada: broma, chanza.

Gastar: hacer bromas a otro.

Coger: hacer el amor.

Tener leche: estar sin hacer el amor durante demasiado tiempo.

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Un enorme sudafricano, y uno muy bien dotado

–¿Sabés lo que te hace falta a vos, pelotudo? ¡Un enorme sudafricano, y uno muy bien dotado!

Clarita quizás nunca había sido –valga la redundancia– tan clara.

–Bueno, bueno, bueno. Si vamos a empezar con agresiones me voy– dijo el gordo Chelo.

–Hacé lo que quieras– le espetó Clarita, que a esa altura echaba chispas por sus ojos celestes, chiquitos y vivaces.

El Mocho intervino con intenciones de contemporizar.

–Creo que Clara no puede soportar en vos el prejuicio que tenés contra negros y homosexuales. Si pudieras al menos contemplar que ni los negros son una raza inferior, como vos decís, ni los homosexuales son una aberración de la naturaleza…

En lugar de contestar, el gordo Chelo hizo señas al escuálido Abel, el eterno mozo del bar Asgard que seguía la discusión desde hacía unos minutos acodado en el mostrador. Abel y Álvarez, el encargado, gustaban de seguir las discusiones –que generalmente se suscitaban entre cualquiera de los integrantes del grupo de amigos y el gordo Chelo– como quien sigue un partido de tenis desde la tribuna.

Abel, como era su costumbre, se acercó acomodando sillas.

–¿Señor…?– le dijo a Chelo.

–Traeme un tostado de jamón y queso, Abelito. Ah, y ponele una rodaja de tomate.

Abel sonrió.

–Creí que ibas a pedirlo con una «feta» de tomate–.

La mirada de Chelo cambió. El gordo era famoso por su impulsividad; era capaz de agarrarse a las trompadas por una boludez si su interlocutor —a su juicio– se pasaba de la raya. La respuesta de Abel era un gaste por algo sucedido el día anterior y formaba parte de su sorda antipatía ante la soberbia petulante de Chelo, quien a su vez no perdía oportunidad para marcar ciertas diferencias socioculturales con el delgadísimo mozo.

El Mocho, sentado al lado del gordo Chelo, pensó por un momento que tendría que frenarlo. Pero no hizo falta.

–Mirá, nene, vos mejor limitate a hacer tu laburo y no te quieras pasar de listo que no tenés con qué. Andá, traeme el tostado –y se interrumpió de pronto, mirando al Mocho y a Clarita– ¿ustedes van a pedir algo?

Clara habló sin quitar la mirada de Chelo, sentado frente a ella.

–Traeme una Sprite Light, necesito refrescarme.

Chelo interrogó al Mocho arqueando las cejas.

–No, yo nada por ahora, gracias.

–Un tostado y una Sprite Light para la dama. Ah, traeme un cortado también.– ordenó Chelo.

–¿Lo vas a comer o se lo vas a dejar al Mocho, como ayer?– se desquitó Abel.

El Mocho cerró los ojos e hizo un gesto como diciendo «ay…«. Chelo volvió a mirar al mozo con expresión oscura. Sin embargo, aún resonaban las palabras del Mocho del día anterior, cuando le contó del hijo que Abel había perdido más de dos décadas antes y del fallido intento de suicidio de su mujer; su invalidez a causa de eso. Y se apiadó. Hizo un gesto como de espantar moscas.

–Andá, querido, mejor andá.

Abel dio media vuelta, y Clara volvió a la carga.

–Un día de éstos te va a escupir el tostado antes de traerlo…

–Que yo no me entere porque lo dejo sin laburo al pelotudo éste. Se cree un langa y es un forro.

–Volviendo al punto –dijo Clarita– no entiendo por qué sos tan facho. Con vos no se salva nadie. Los únicos que quedan en pie son los de piel blanca, con estudios, que vivan en las zonas acomodadas de la ciudad de Buenos Aires y si tienen ojos claros mejor. Debe ser por eso que te dignás a discutir conmigo, porque tengo ojos claros.

–No es así. No es así. Si fuera tan así yo no estaría viniendo regularmente a un bar que queda en Floresta cuando yo vivo en Belgrano. Sólo opino que si las clases dirigentes en el mundo han sido generalmente de raza blanca, por algo debe ser.

–¡Pero otra vez! –estalló Clarita– ¡Hace diez minutos te dije que vos tomás por causa lo que es una mera consecuencia y no querés verlo!  ¿Te das cuenta que es imposible discutir con vos? ¡Gordo, no podés ser tan cerrado! ¡Que los blancos predominen en los sectores que manejan el mundo tiene que ver con cómo es la configuración del capitalismo transnacional y de los valores culturales que difunde por todos los medios a su alcance, que no son pocos! ¡No se trata de algo genético!

El gordo Chelo no se dió por vencido.

–Mmmm, no sé, no sé. Demasiadas coincidencias. Lo que ví en Sudáfrica el mes pasado, por ejemplo, es atraso, miseria y muy poca voluntad por parte de esas clases negras que vos tanto defendés por progresar, por crecer, por demostrar que quieren superarse. Lo único que quieren es zafar, que las cosas les vengan de arriba. No tienen cultura de superación personal, no tienen espíritu emprendedor, por eso fueron colonia siempre. ¿O vos creés que es casualidad que la mayoría de los países africanos fueron colonia de alguna potencia? ¿O vos creés que es casual que los tomaron de esclavos?

Clarita se agarraba la cabeza, moviéndola en un gesto como si dijese «no puedo creerlo». El Mocho simplemente miraba. Ella no aguantó más.

–¿Y vos no vas a decir nada? ¿Vas a asistir en silencio a esta rémora de fascismo e intolerancia que tenés sentado al lado tuyo?

El Mocho carraspeó para aclarar la garganta.

–Yo creo que el gordo se aferra a sus creencias porque de esa manera construye un mundo más seguro, donde no hay lugar para los grises, donde todo es blanco o negro, correcto o incorrecto, amigo o enemigo, malo o bueno –Chelo hizo un gesto de restarle importancia a lo que escuchaba. El Mocho siguió. –De ese modo puede desplegar su subjetividad más eficientemente de acuerdo con sus valores y su visión del mundo. Lacan creía que de esa forma se produce…

Clara no lo dejó seguir.

–Andá a cagar, Mocho. ¡Lo que quiero es que sientes posición, que tomés partido! ¿Podés dejarte de joder un poco con la psicología? No estamos en tu consultorio ahora, che, esto es un bar y estamos discutiendo entre amigos!

El Mocho se sintió arrinconado.

–Bueno, no te pongas así, che… Evidentemente la segregación, la intolerancia y el racismo son padres de muchos de los males de la humanidad; creo que en las sociedades democráticas de hoy estaría bien…

Clara estalló otra vez.

–¿¡Ves!? ¿Ves por qué es como yo digo? ¡Ustedes los psicólogos son incapaces de comprometerse con una ideología, maldita sea, la puta profesión que tienen les impide tomar partido abiertamente por algo o por alguien! ¡Todo lo relativizan! ¡Te estoy pidiendo que opines sobre lo que dice este aparato, no que me hables de su estructura psicológica ni de las sociedades democráticas occidentales!

El Mocho pareció por un instante desorientado.

–Pero es que… bueno, está bien, no, no estoy ni puedo estar de acuerdo con vos, Chelo –dijo esto mirando alternadamente al gordo y a Clarita– creo que no son buenas las conductas segregacionistas, en el mundo han hecho mal, y en definitiva esconden un profundo miedo ante aquellas cosas nuestras que el otro, con sus diferencias, nos está marcando: creo que en definitiva la no aceptación del otro es miedo hacia esas cosas que no aceptamos de nosotros mismos y miedo hacia eso en el otro que no podemos comprender, quizás exista un mecanismo como de…

La llegada de Abel con el pedido lo interrumpió. Clara aprovechó y continuó con tono sarcástico.

–Muy interesante lo que dice, doctor, pero me pregunto si su discurso no estará escondiendo un grave temor a decir sin ambages ni medias tintas las cosas que realmente piensa… ¿No será que en el fondo sos medio facho, como él? Sería de no creer, ¿no? Descendiente de judíos y facho al mismo tiempo…

–¡Upa! –dijo Abel, mientras descargaba de la bandeja los pedidos.

–Ah, bueno… –exclamó el gordo Chelo– perdoname pero me parece que te fuiste un poquito a la mierda. ¿Ves por qué te digo que los zurdos en el fondo son igual que los fachos? ¿Tenías que meterte con la religión?

Abel se retiró estratégicamente. Clara se llevó una mano al pecho.

–Ay, pará, pará que me infarto acá mismo… ¿El facho defendiendo a un miembro de la comunidad judía? ¿Pero qué le pasa al mundo, qué pasa con los argentinos? Mirá, gordo, ese discursito de que los extremos se tocan, que la extrema izquierda es igual que la extrema derecha, sólo sirve para legitimar a los tibios, de los que la clase media y la burguesía nacional está llena, infestada. Y ya que hablamos de religión, vos que sos tan católico deberías saber que a los tibios los vomita Dios…

–¿Y a vos quién te dijo que no sos tibia?

El Mocho habló con un tono de voz diferente, su mirada era dura; se notaba a la legua que el comentario de Clara lo había tocado hondo.

–Mirá, Mochito, no me corrás por derecha, vos sabés mi historia familiar así que…

El Mocho la interrumpió, devolviéndole la gentileza.

–Por eso mismo, Clarita. Se trata de tu familia, no de vos. Vos lo que hacés es agitar las banderas que ensangrentaron otros, creyendo que sos muy revolucionaria por eso. Pero vos ni estuviste en la pesada, ni estuviste chupada, ni te metieron picana, ni un carajo. Vos sos, para decirlo en tus términos, una pequeñoburguesa universitaria con ideologías de izquierda y, encima, desactualizada, porque ni siquiera te das cuenta de cómo cambió el mundo ni sabés describir el concepto de globalización. Tratá de levantar la cabeza del agujero, hace 30 años que se fueron los 70 y vos ya estás grande para ser zurda, y más aún universitaria.

Se produjo un silencio espeso, sólo roto por los sonidos metálicos del bar. Clara se puso colorada y sus ojos se humedecieron.

–Eso ya no hacía falta. Te fuiste al carajo, Mocho –dijo, con la voz quebrada.

Agarró su cartera, se levantó y se fue. La Sprite Light quedó sin tocar, frente al vaso. El Mocho suspiró, advirtiendo que, seguramente, se había pasado de la raya.

Chelo tomó la botella de Sprite y la miró con interés.

–¿Querés un poco? –le dijo. El Mocho le hizo señas de que no, y miró por la ventana. Pudo ver a Clara, de espaldas, alejándose mientras cruzaba la calle. Llevaba una mano sobre la boca y miraba al suelo.

–Qué bárbara esta mina, ¿no? Te digo que si coge igual que como defiende las ideas, debe ser una bestia. ¿De verdad no querés? –insistió, amagando a servirle un poco de gaseosa.

El Mocho volvió la cabeza y lo miró fijo.

–No, gracias, Chelo. No quiero.

El gordo encogió los hombros y se sirvió, mientras le daba un goloso tarascón al tostado de jamón y queso.


Glosario para no rioplatenses

Gaste: broma.

Laburo: trabajo.

Langa: galán, al revés. Alguien avispado, inteligente, de buen porte, atractivo.

Forro: insulto. Hace referencia a los condones.

Facho: Fascista. Se le dice a alguien intolerante, poco democrático, prejuicioso y autoritario en extremo.

Zafar: hacer las cosas según la ley del mínimo esfuerzo y el máximo beneficio.

Zurdo: persona con ideología de izquierda; comunista.

La pesada: la lucha armada en la década de los ’70 en la Argentina.

Chupado: Detenido desaparecido durante la última dictadura militar argentina.

Picana: método de tortura utilizando electricidad.

Mina: mujer.

Coger: hacer el amor.

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Quiero mi polvo !!!!

– ¡Pues búscatelo tú! -le contesté- y si no, ya sabes, a jalear.

 

Estábamos los dos en la barra del bar dónde nos veíamos siempre. Unos vermús, el aperitivo y un poco de charla sobre fútbol y mujeres habían consolidado una relación que nació hace años, al coincidir los dos en la misma empresa. Nuestros caminos, con el tiempo, habían seguido trayectorias distintas, pero nos seguíamos viendo con regularidad.

 

– ¿Jalear?

– Sí hombre, jalear, animar: “Hale manita, hale manita…”

– Eres imbécil. Tengo un problema y tú te lo tomas a coña marinera.

– ¿Problema? ¿Qué problema?

– ¡Que hace meses que no follo! Ni ligo, ni nada de nada. Las tías no me hacen ni caso.

 

Manolo se quedó mirando fijamente a Joaquín. Enfrente tenía un hombre casi de cuarenta años, bien parecido, medianamente alto, con facciones suaves como de niño, rubio, ojos azules y una figura normal. No se mataba en el gimnasio pero tampoco tenía huellas de ser practicante del levantamiento de vidrio en barra fija.

 

         Joaquín, no lo entiendo. ¿Que no ligas? Pero si tampoco es tan difícil…

         Eso será para ti. Tú con esa pinta de chulo, ganando pasta y con lo cabronazo que eres, te las llevas de calle. Yo, en cambio…

         ¿En cambio, qué? Tú eres normal, hasta guapo diría yo, y no me entiendas mariconadas ¿eh? ¿Por qué no vas a ligar?

         Porque no sé, tío, porque no sé. Siempre acabo siendo un gran amigo de la tía que me quiero tirar. Pero yo no quiero ser su amigo, joder, ¡quiero follar con ella! Tú no las haces ni puto caso, las puteas, y las tienes embobadas. Sin embargo, yo hablo con ellas, me intereso por su vida, por sus preocupaciones, me desvivo por quedar bien y me terminan contando lo que les duelen los ovarios cuando les viene la regla ¡No te jode!

         No sé, será que usas una técnica equivocada…

         ¿Técnica? ¿Hay técnicas? No me fastidies. Cada mujer es un mundo, es un ser individual, distinto de las demás, diferente a todas, con unos valores, experiencias que la hacen ser única…

         ¿…Y?

         ¡Coño, pues que no puede haber “técnicas” para ligar! Cada una responderá a unos estímulos diferentes, a unos resortes, como consecuencia de sus inquietudes y deseos…

         Joer, Joaquín –le interrumpí- Pero tú, ¿quieres follar o escribir un tratado de psicología?

         ¡Vete a la mierda!

         Es que te complicas mucho. Vamos a ver. Si tú ves a Charlize Theron ¿qué es lo primero que se te ocurrecharlize_theron1_300_4003?

         Que está buenísima.

         ¿Y que más?

         Bueno… sí, que me apetecería tirármela…

         Correcto. Sin embargo, es una gran actriz, ganadora de un Oscar y nominada a otro, bailarina de ballet, modelo… Además, con una historia truculenta pues nació en la República de Sudáfrica en pleno apartheid, vivió todos los momentos convulsos de su país en esos años y además, a los 16, presenció el asesinato de su padre a manos de su madre, provocado por los continuos ataques y amenazas de muerte que éste le hacia a ella. Sin embargo, con esa historia detrás, a ti solo se te ocurre follártela. ¿Por qué?

         No sé, es algo animal, es puro instinto. Es verla en la pantalla y ¡¡ufffff!!

         Ya. Pues algo de ese “uuffff” debe de ser lo que a ti te falta. Si lo que quieres es simplemente follar con una tía, déjate de rollos y ve a lo que vas.

         ¿En plan de bailas o follamos?

         Mira que eres animal, tronco. Las cosas no se preguntan, simplemente surgen.

         Vale. OK. Pero sigo sin entenderlo. No soy un atleta pero no estoy gordo. Soy un tío sensible, inteligente, buen conversador, que me preocupo por conocerlas…

         Oye Joaquín. ¿Tú vives solo, no?

         Si ya lo sabes cabrón. ¿Cuántas veces no me has pedido el piso para ir con tu ligue de turno sin que se entere tu parienta? Claro que sí.

         Y ¿qué tal te desenvuelves como “amo de casa”?

         Perfectamente. Al principio tenía una asistenta pero no hacían nada así que ahora, organizándome bien, lo hago yo todo.

         O sea: limpias, lavas, cocinas, friegas, planchas…

–    Y quito el polvo, doblo la ropa, arreglo averías, sí, ¿y?

         Y tres cosas clave: ¿sacas la basura, haces la cama y bajas la tapa del “water”?

         Hombre claro… ¿quién lo va a hacer si no?

         Pues macho, tengo la solución.

         ¿…?

         Joder, cásate. Ligar no ligas, pero como pongas un anuncio diciendo lo que sabes hacer, vas a tener cola en la puerta de tu piso para casarse contigo.

         Serás cabrón.

         ¡Piénsalo! Es tu solución.

         Ja, ja, ja. Al menos así follaría.

         Que te lo has creído. Así ya no tendrías que salir a ligar y gastarte las pelas invitando en discotecas. Pero ¿follar? Como mucho, los sábados cuando tocase. O es que no has oído el refrán de “follas menos que un casado

Próximo turno: N- Sonvak – Activo

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¿A dónde iríamos cuándo Marte también fuese historia?

Nos había informado de que  iba a cerrar. Definitivamente. Desde hace años, tantos que ya no me acordaba de cuántos, cada día, cada tarde, nos juntábamos allí todos, al menos los siete que quedábamos, y charlábamos, echábamos una partida, tomábamos unos chatos y sobre todo, nos hacíamos compañía antes de volver a la soledad de cada uno.

El Marciano nos miró con algo de tristeza. Por más que nos insistiera desde siempre que su nombre era Marcelino y que el bar se llamaba así por él y por su mujer, Teresa, la retranca popular lo había transformado en la sucursal del plantea rojo y a sus dueños, en los Marcianos. Y ahora, había decidido que ya no aguantaba más. Hacía tiempo que se podía haber jubilado, pero como él decía ¿Dónde iba a estar mejor que allí, con sus amigos? Su mujer, como las de todos nosotros, había fallecido en aquel terrible accidente de autocar, durante una excursión de la parroquia. Desde aquel día la desgracia nos unió, nos dio una cohesión y el Marte se convirtió en nuestra iglesia, en nuestro hogar, en el lugar dónde más presentes estaban y el único sitio en el que podíamos hablar de ellas como las sentíamos: allí, junto a nosotros,  sonriendo con el último chiste verde, protestando del trabajo y de los niños y de la poca ayuda, haciendo milagros con el exiguo jornal, faenando en casa siempre incansable, siempre consoladora… Sin embargo ahora, lejos ya los hijos, cansado, y con esta crisis encima… cerraba. El local, entrañable para nosotros, se había quedado viejo a los ojos de esos encorbatados de las nuevas oficinas de la zona, que preferían desayunar y comer en alguno de esos locales que las multinacionales habían abierto por doquier en el antiguo barrio.

Y el Marciano, el querido Marcelino, que a pesar de tener ese cartelito de “hoy no se fía, mañana todo el día” y el consabido garrote “quitapenas”, siempre te invitaba a un café o te apuntaba una comida cuando veía que el final de mes se te había adelantado en un par de semanas, había dicho basta. Se había cansado intentando aguantar un poco más, esperando tiempos mejores que para algunos nunca llegan.

¿A dónde iríamos ahora? ¿Dónde iban a querer a un grupo de jubilados que sviejos4e reunían alrededor de un par de cafés y dos chatos de vino, a ver el partido en la cadena que tocase, a comentar las noticias del día o a encontrar soluciones a todos los problemas del mundo? Es cierto teníamos los sitios esos del ayuntamiento en los que se reúnen los viejos. Pero nosotros no lo éramos. Sólo estábamos jubilados. Además, no podíamos dejar que nos trataran como a niños de teta diciendo lo que podíamos o no podíamos hacer, beber, gritar o maldecir. Era nuestra vida. En casa, al volver, sólo nos esperaba la soledad. Después de tanto tiempo todavía quedaban las ausencias. Habían pasado diez años y ellas seguían presentes cada día en nuestras conversaciones, en nuestros recuerdos, en aquellos momentos en común que habíamos compartido. Y nuestro consuelo era la compañía mutua, la amistad cimentada en horas, en años de sujetar una lágrima o evocar un recuerdo y salir del momento soltando un exabrupto, dando un golpe en la mesa al soltar el pito doble o cantar las veinte en copas. Ellos comprendían. Todos comprendíamos. ¿A dónde iríamos cuándo Marte, nuestro Marte, también fuese historia? Con él se cerraba igualmente nuestra historia. Quizá sólo era un viejo bar.

P – Montserratita – Activo

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