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Voy a contarles algo…

Dieciocho de marzo de 1993 son las 16:00 h (aprox.) en la ciudad de Sevilla, cuatro chicos de entre 15 y 16 años se reúnen como cualquier otro día para pasar la tarde juntos, entre risas y juegos, entre amigos. Jose, Pedro, Miguel Ángel y Benjamín podrían ser cuatro chicos cualquiera porque en esa época y por estas tierras la gente se reunía en la calle, no había móviles y si no salías a la calle nadie te llamaba, nadie se acordaba de ti. El día se había despertado gris y frió, el tiempo amenazaba lluvia desde por la mañana temprano, bueno, mas que lluvia tempestad y mirando hacia arriba el cielo gris tornaba a rojizo con el paso de las horas, daba la sensación que en breve este se caería sobre ellos. Así las cosas, el chico llamado Jose ofreció bajar a su “cuartillo”, una habitación medianita que tenia cada propietario en los sótanos del edificio, una habitación siniestra en una planta baja deshabitada por completo, y allí buscar algún entretenimiento. Fue comentar eso y escucharse un trueno como nunca antes habían escuchado, primero un estruendo brutal y después un flash inmenso, tanto como el cielo de Sevilla, y en medio un rayo directo desde…. quizás desde el infierno. No dio tiempo a caer la primera gota y los cuatro amigos ya marchaban, porque la tarde empezaba a ponerse fea, Miguel Ángel tomo la iniciativa y nadie tuvo mejor idea- Joder eso ha tenido que caer cerca, vamos abajo-. Una vez en el habitáculo todos se preguntaron a que demonios iban a jugar allí, tres o cuatro metros cuadrados libres y alrededor estanterías con libros viejos de su padre, un astrónomo famoso en el barrio pero con mala reputación en su casa, que desapareció en extrañas circunstancias o mejor dicho nadie supo nunca las circunstancias.

–Ya se a que podemos jugar tío, mira lo que tenía mi padre  aquí – dijo José para intentar pasar la tarde, sin mas.

– Eso es una güija “killo” déjate de rollo que eso es chungo, pudo decir Pedro perfectamente.

– ¿Chungo?, eso no vale para nada yo me rio de eso y de todos ustedes si jugáis a eso, exclamo Benjamín.  

– ¡Venga! pues entonces vamos a jugar y nos reímos, sentencio Miguel Ángel.

Y así fue, los cuatro chicos de rodillas en una habitación con suelo de…. bueno sin suelo, de rodillas en cemento puro, y húmedo, muy húmedo, tanto como el ambiente, casi irrespirable, algo así como el calabozo tetrico de una pelicula terrorifica de serie B . Cada dedo en un vaso, ¿allí había un vaso?, si señores allí había un vaso, inexplicable pero ya saben que la realidad supera siempre a la ficción je je. Primera pregunta. Jose toma la palabra y pregunta…. “¿Papa estas entre nosotros?”. Corazones paralizados, todos habían escuchado hablar de ese rollo pero la situación era totalmente propicia para que sucediera algo malo, muy malo. El vaso se movió y se situó encima de la casilla que contenía en su interior como respuesta “SI”, ya se les podía pinchar y no notaban nada, fríos como el hielo y al borde de gritar un “vasta”, pero nadie se atrevió. Siguieron así unos veinte minutos pero fue una vida entera para ellos, más preguntas y más respuestas, alguna no tenía sentido pero la mayoría tenían un sentido aterrador. Y ya imagínense, cada uno preguntando aquello que creía que podía ser definitivo para saber de verdad si había alguien más allí y alguien que por desgracia no era terrenal. Pero todo se trunco cuando……

– ¡Al carajo con tu padre!, Benjamín le pego un manotazo al tablero y el vaso salio despedido como si hubiera estado cargándose con energía cinética todo ese tiempo, para chocar contra la puerta de la habitación.

Todos sintieron que algo iba mal, que aquello no se había terminado de una manera normal y que ninguno estaba seguro allí. De repente suena la puerta de arriba, la que permite acceder a la planta baja por medio de unas escaleras, se abre y se cierra seguidamente. Los cuatro a la vez abren la puerta del zulo y se dirigen por un pasillo, sin ventanas, solo puertas, un corredor de la muerte, hacia las escaleras sin dirigirse la palabra, en el silencio más absoluto.

Jose iba el primero y de repente se detiene justo delante del primer escalón….

– ¡“Killo” esto no puede ser!, yo no puedo dejarle el marrón este a mi madre aquí esperarse un momento. A nadie le gusto la idea evidentemente pero el chico tenía razón.

 – ¡Y que coño quieres que hagamos, cojones!, dijo cualquiera de los tres.

– Os voy a decir lo que vamos a hacer, voy a por la güija y la voy a traer aquí, ¿veis ese extintor de esa pared?, pues tendrá un numero de serie seguro, vamos a ver si de verdad dejamos alguien aquí o no. Y como no, otra vez como en las películas también apareció un bolígrafo para apuntar el numero que supuestamente iba a contestar…. alguien.

 Bueno, lo de aquella habitación ustedes saben aquello del poder de la mente y todas esas cosas, que yo me las creo a pies juntillas, pero que cada un piense lo que quiera. En cada pregunta al menos uno sabia la respuesta y conscientemente o inconscientemente podía moverla o ayudar a moverla, nunca iban a estar seguros. Pero lo que había propuesto Jose era lo bastante definitivo para que tragaran saliva los cuatro a la vez y asintieran con la cabeza. Jose marcho por el tablón diabólico y lo trajo de nuevo antes ellos junto con el vaso, ese horrible recuerdo volvía ante sus ojos. Se arrodillaron y Jose tomo la palabra.

– Papa, si estas aquí, muéstranos por favor el número de serie de ese extintor.

El vaso se movió bruscamente hacia el 0, después hacia el 1, cada vez mas rápido, prácticamente no daba tiempo ni a apuntarlo, tenían que acordarse entre todos del que había dicho antes, al fin se detuvo y todos se quedaron en silencio mirando el numero, como memorizando, eran muchos números, pero ¿quién iba a comprobarlo?. Decidieron ir todos juntos y fue darle la vuelta al extintor y ……bueno el final pensaba contároslo la siguiente semana que venia muy bien al tema, pero la verdad solo pensar tener en la cabeza ese recuerdo una semana miedo me da.

Imagínense, una pegatina mas grande de lo esperado les sorprendió con un numero exactamente igual que al que habían escrito, patadas en el culo y codazos en la cara para subir el primero por la escalera, no eran personas eran fieras subiendo por una montaña. Y claro como no, la puerta tenia truco y no se abría, hasta que consiguio llegar Jose hasta ella y ….una vez fuera, bueno.. un sol esplendido recibio a los cuatro chavales que incredulos miraban el cielo azul, y una vez mas sin hablarse.

Para terminar dejar claro, por si alguien no se había dado cuenta, que este relato se parece en algo más a una película, de los cuatro chicos tres nombres son reales pero Pedro, ese chico en realidad no se llamaba así….Y desde entonces os puedo jurar algo, yo no creo en dráculas ni hombres lobo ni nada por el estilo, pero en que hay algo mas ahí fuera… eso es seguro.

 

Lino

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Esto es consecuencia de mis actos

por V – Aguaya – Activo

– Sí, Yusi, la misma lagartija de siempre… ¿por qué no se va a vivir a otro poste, eh? -le preguntó Ricardo a su hermana haciendo pucheros como si fuera un bebé.

– Ay, mi herma, ¿y a tí qué te importa el bicho ese? La pobre, la vas a botar de su casa y después no tendrá para donde ir. ¿Te gustaría que te botaran de la tuya? -Yusimí se estaba pasando de rosca burlándose del hermano que se había puesto frío como la pata de un muerto-. A ver, mi herma, a ver, para darte el masaje ese…

Mientras, en la azotea todo caminaba a pedir de boca para Lucy. No así para Carlos. La atrevida muchacha fue al grano sin pensarlo mucho pero él… a él empezaron a temblarle las piernas ante aquel cuerpazo que casi se le echaba encima.

– ¿Y eso de Bolero de dónde viene? -preguntó Lucy a la vez que se le acercaba «demasiado».

– Bueno… es que… a mí… mmmmme dicen así -por fin respondió Carlos muy cerquita de Lucy. Ella se dió cuenta muy rápido que lo tenía a tiro de pistola y que él se dejaría hacer, o dicho de otra forma, que lo había cogido por sorpresa y que le había ganado la primera gran batalla. No es que Lucy se le echara así arriba a todo el mundo sino que, siendo Carlos el buen tipazo que era, o que aparentaba, no daban otros deseos. Y él se veía tan buenón… que eso había que aprovecharlo bien y con tino.

– Cántame un bolerito, chico, pero que sea lindo, fíjate.

Carlos demoró unos segundos y comprobó que toda esa tembladera de piernas que tenía era consecuencia de sus actos. Si fuera sólo un poquito más atrevido… Al fin emitió sonido:

– Bésame, bésame muuuucho… -hizo una pausa y paró de cantar-. Dame un beso, anda.

– Uno solo no, varios si quieres, pero ven, ven a la Iglesia de enfrente. Yo conozco al que cuida en la puerta y siempre está dormido, así que podremos entrar sin que se dé cuenta.

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Lucy se separó de Carlos, lo haló de un brazo y casi lo arrastró hasta la tapa del hueco de la escalera. Ya allí los dos le apretó una nalga y le dijo:

– Yo bajo primero y allí te espero. No me hagas esperar tanto, fíjate, que conozco un lugarcito que nos va a venir muy bien -y soltó lo que agarraba.

– ¿Y cómo entro? ¿Y si el tipo se despierta? -fue lo que se le ocurrió preguntar a Carlos.

– Espera entonces un ratico, que seguro se duerme enseguida otra vez -le dijo ella, abrió la tapa de la escalera y comenzó a bajar.

Carlos se dijo: «No me vayas a hacer quedar mal justo ahora, mi yerro. Tranquilo, tranquilo que el dulce viene en un rato«.

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¿Qué he hecho, Dios mío, para merecer esto?

Mientras Ricardo estiraba sin proponérselo su presencia en el baño de la casa, incapaz de regular ni la duración ni la cantidad de sus necesidades fisiológicas, su hermana Yusimí y la nueva amiguita de estudios seguían conversando pero ya Ricardo no podía oir sobre qué. Su inoportuno organismo había escogido un muy mal momento para desahogarse.

– ¿Qué he hecho, Dios mío, para merecer esto? -se lamentaba una y otra vez, sentado en la taza azul.

Lucy, resuelta en su decisión de acercársele a Carlos de cualquier manera, miraba más hacia donde estaba él parado que hacia las libretas de Física que tenía delante. De pronto le susurró a su amiga Yusimí al oído:

– Yusi, deja la Física ésta y haz algo para hablar con el amigo de tu hermano, anda.

– Pero, ¿te gustó Bolero? -se sorprendió la interpelada.

– ¿Boleeeero? ¿Y así le pusieron a esa belleza masculina?

– No, chica… así le dice mi hermano. Él canta esas cosas de viejos, ¿sabes? Tiene una voz bonita, eso es verdad.

– Anda, Yusi, inventa algo para que venga a hablar con nosotras.

Yusimí se levantó de su silla, fue hasta la puerta de la calle, donde aún estaba Carlos recostado mirando hacia el destartalado carro del vecino, y le dijo en tono de orden:

– Oye, nos hace falta tu ayuda allá arriba. Aguántanos la escalera de caracol para no caernos. Fíjate, no la vayas a soltar, ¡mira que yo le tengo miedo! Es que queremos recoger la ropa que está tendida en la azotea.

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Yusimí le dió la espalda a Carlos y le hizo señas a Lucy para que la siguiera, esperó a que éste llegara a la baranda de herrumbres, situada a mitad del pasillo, y le puso las manos donde debía aguantar. Carlos se aferró a los fríos metales con las dos manos. Primero subió Yusimí la escalera oxidada, lentamente, y Lucy siguió detrás, sin acomodarse ni aguantar para nada la saya corta que llevaba ese día, roja como el deseo, intensa como la lujuria. Carlos se quedó sin habla. Bueno, hacía rato que no pronunciaba una sílaba pero con la escena que tenía ante sus ojos se le escondió más la lengua. Y pensó: «Ay, niña, pero qué buena tú estás».

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Si todo está a mi favor, todo saldrá bien

Cuando Ricardo saltó el muro de concreto para regresar a la casa de su cuñado, no imaginaba que dejaría a su amigo Carlos en verdaderos apuros después de abrirle la puerta a Lucy sin saber que era ella quien tocaba la puerta minutos antes. De haberlo intuido no se hubiera ido tan rápido, pues conocía cuánto Carlos sufría por esa mujer y lo cuidadoso que era él con sus cosas antes de invitar a alguien a su casa. No es que Carlos tuviera cualidades especiales para hacer parecer a sus despintadas paredes las mejores y más pulcras del barrio, sino que vivía al garete y organizaba cuidadosamente un poco su nido antes de que fuera visitado por otra persona, más si era del sexo opuesto. «Cosas de viejo», le decía Ricardo, pero lo cierto es que, conociendo a Lucy, hasta él mismo era capaz de tenderle una alfombra roja con diamantes incrustados para que ella caminara por encima cual reina. Y no por gusto.

Carlos y Ricardo se conocían desde niños. Hicieron la escuela juntos, la secundaria y el pre universitario. A Carlos siempre le gustaron más las letras. A Ricardo, las ciencias. O dicho de otra manera, las mejores notas de ambos eran inversamente proporcionales: Si Carlos salía muy bien en una prueba de Literatura, entonces Ricardo estaba a punto de suspenderla y viceversa, Ricardo memorizaba con una facilidad espantosa fórmulas enteras de Química o de Matemáticas y Carlos nunca pudo llevarse muy bien con los números y el pensamiento abstracto. Esas diferencias fueron las causantes de la separación de los dos amigos cuando empezaron en la Universidad. En carreras diferentes en dos extremos opuestos de la ciudad, comenzaron a verse esporádicamente y la relación de amistad no llegó a enfriarse pero sí a ser mucho menos apasionada, pues ya no tenían el mismo tiempo ni las ganas de visitarse como antes.

En materia de amores tuvieron también sus diferencias, precisamente a causa de Lucy. O por Lucy, mejor dicho. Ella era amiga de la hermana de Ricardo, unos 15 años menor que él, pero físicamente era una mujer con todas las de la ley. El error fatal fue que Lucy los conociera a ambos el mismo día, uno en que estudiaba ella con Yusimí, la hermana de Ricardo, para una prueba de Física de la escuela. Ricardo se frotó las manos cuando la vió y se dijo para sus adentros «Si todo está a mi favor, todo saldrá bien. A esa hembra me la tengo que llevar yo en el jamo». Pero no, la hembra se vino a fijar en Carlos, que ni le había prestado casi atención cuando ambos entraron por la puerta comentando lo desbaratado que estaba el cacharro americano viejo del vecino y maquinando cómo convencerlo para que se lo vendiera a ellos y poder así ganarse unos pesos transportando turistas anonadados.

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Carlos hablaba y gesticulaba como un poseído, saboreando la idea de tener su propio carro, pero Ricardo le trataba de hacer ver que con los números no hay fallo posible: o tienes el dinero para comprarlo o no lo tienes y ellos más mataperros no podían ser. En la discusión de si pedir prestado o inventar alguna otra cosa para hacerse del dinero entraron a la casa donde estudiaban Lucy y Yusimí, perdiendo Ricardo el habla de pronto pero sin dejar de apurarse para ir al baño a orinar, pues ya lo necesitaba. Carlos volvió a la puerta de la casa para seguir mirando el carro americano de lejos y así quedó Lucy enamorada de él y del brazo tan varonil que apoyaba en el marco de la puerta.

Ricardo maduraba en el baño la idea de cómo acercarse a la amiga de su hermana y Lucy ponía a la Física en un segundo plano y pensaba algo como «Si todo está a mi favor, todo saldrá bien. Ese macho es mío«.

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Las desgracias me persiguen

– Falta algo, Mary, y cuando falta algo entonces falta todo, porque amor no hay, no hay gozo pleno, no hay entrega total cuando falta algo. Pero soy bruta, no sé lo que es… No sé lo que le falta a Carlos -le confió Lucy a su eterna amiga con la que siempre iba a desahogarse cuando de amores se trataba.

– Sí sabes, Lucy. No te gusta y ya. Punto.

– Pero es que el gallego que me dejó por el gordo no era un Antonio Banderas ni nada que se le pareciera y sin embargo me atraía, Mary. Es más, ese derroche de zetas y eses al hablar me dejaban bobita… Ay, qué lindo, qué lindo que te hablen con zetas… Suena tan… no sé, tan… tan español, vaya.

– Lucy, habrase visto, ¿pero ahora me vas a decir que te enamoraste del gallego por la lengua?

Lucy suspiró y siguió balancéandose en el sillón veige del portal de la casa de Mary, intentando responder para sí la pregunta de su amiga. En eso pasó por la calle un viejo autobús repleto de gente, loma arriba, vomitando humos negros y dejando en todo el barrio un ruido ensordecedor de vetustos motores de quitar y botar para siempre. Lucy se levantó para despedirse de su amiga y ya en la rejita del pequeño jardín, donde solía ser la despedida más larga que la visita toda, le dijo:

– Las desgracias me persiguen, Mary. El hombre que se derrite a mis pies no es el que me mueve el alma y la vida siento que se me escapa alocada sin mirar atrás. Se me va, o la dejo ir… Yo quiero irme con ella, mi amiga. Quiero irme, no aguanto más. ¿Qué hago, Mary, qué hago?

– Mira, véte a casa de Carlos y sáquense la espina esa que tienen atravesada. Es más, viólalo, chica, o dale amor hasta que llores. Y después dile que esa es tu despedida, que sabes lo que sufre cuando te ve y que no te gusta que espere por ti cuando ya tú elegiste otro camino. ¿Qué va a pasar que ya no conozcan? Ustedes estuvieron juntos un tiempo y ya se conocen de memoria la geografía de sus lunares. Si no sabes bien cuál es el algo ese que tú dices, pues ve y averígualo de una vez.

Las amigas se dieron un beso y Lucy se alejó camino a su casa. Vivía cerca de allí. No estaba muy convencida de que la solución de Mary fuera la que terminara de una vez con sus penas de amores. Siguió cavilando unos metros más pero la interrumpieron los golosos chiflidos de unos hombres que conversaban alegres en una esquina. Uno de ellos gritó, entre risas de sus amigos:

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– ¡Maaaaaami! El sol es mejor que ni salga más: yo con tu luz me conformo!

Eso, «eso» era lo que le faltaba al bueno de Carlos, su sentido del humor y saber sacarle la sonrisa con coqueterías de macho en celo.

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Que sirva de enlace o señuelo

– Carlos, ¡Carlos! Te estoy hablando y no me haces caso… -repitió Lucy por tercera vez-. Pero muchacho, ¿tú estás sordo o qué? ¡Que te pongas la camisa a ver si te sirve!

– ¿Qué? ¿Qué camisa? -Carlos se había olvidado de que estaba con Lucy en una mal surtida tienda, de las prohibidas, y de que una de las empleadas había salido y regresado con varias camisas para proponérselas. Prefería camisas de color entero y aquellas más tonos cromáticos no podían tener, pero no estaba como para ponerse a escoger. Si Lucy finalmente le iba a comprar una, eso era cosa de ella y, las que estaban frente a él, tampoco estaban como para botarlas-. No, no, deja la probadera. Esa misma, Lucy, esa misma. Yo sé que me queda bien -y se alejó hacia la puerta, molesto con las secreciones en su pantalón, a las que también había olvidado.

Lucy intercambió algunas palabras con las vendedoras y sacó el monedero de la cartera. Temió que no tuviesen cambio para un billete de a 100 pero se equivocó: las negociantes estaban apertrechadas. Una de ellas se despidió minutos más tarde con esperanzas de asegurar una visita futura de sus nuevos clientes:

– Bueno, ya ustedes saben dónde me tienen. Cualquier cosa que quieran, de cualquier tipo, fíjense, no duden en pasar por aquí. Yo busco a alquien que sirva de enlace o señuelo y me pongo en contacto enseguida con mis proveedores. Lo que ustedes necesiten lo van a encontrar segurito segurito.

Las mujeres se despidieron y Lucy salió de la tienda para reunirse con Carlos, que ya estaba en la acera. Y se despidió también de él.

– Carlos, me voy para mi casa. Otro día nos vemos… No me pongas esa cara… Ay, chico, es que estoy cansada y quiero dormir algo -y con la misma le dió un beso en la mejilla derecha y le puso en las manos una bolsa con la camisa que acababa de comprar-. Yo voy por tu casa.

Carlos vió alejarse a Lucy, perplejo, y prefirió darse la vuelta para no verla desaparecer otra vez. Otra vez. Pensó unos segundos y decidió caminar rumbo al Malecón. Unos doscientos metros más adelante cruzó la ancha calle que separaba a la serpentina de concreto de la injusta ciudad. Se sentó en el muro y se reconoció en las insistentes aguas, perdidas de amor por una roca que no se inmutaba ni al ser acariciada.

Malecón

Se quedó un rato escrutando el horizonte. Ante la belleza del paisaje iba a tararear un bolero pero fue una sentencia lo que le salío de los labios: Lucy, tu indiferencia me recuerda que hay un día en que vamos a ser enterrados.

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Por donde paseo como un extraño árbol

Cuando Carlos salió del bar esquivando a los curiosos que esperaban por el programa musical de cada viernes, ni se percató de que llevaba a Lucy como las madres llevaban a sus hijos a la escuela cuando se les hacía tarde para el trabajo: de la mano y corriendo. Tan desesperado estaba por estar a solas con ella, con esa mujer que le alborotaba los deseos de copular aunque fuera a la sombra del farol del parque de enfrente, que fue Lucy quien tuvo que ponerle freno cuando no habían caminado ni veinte metros.

– Carlos, espérate, que aquí mismo te voy a comprar tu camisa -le dijo cuando pasaron por la tienda prohibida de la esquina-. Y dale suave, que al paso que me llevas tendré que comprarme también unas zapatillas deportivas para no perder un tacón en el próximo bache de la acera.

– Disculpa, Lucy, ni cuenta me di… es que ya quería salir del gentío aquel. Pero no, no te molestes, no me hace falta ninguna camisa nueva si, total, ni salgo ya…

– No me vengas con esas ahora, Carlos, deja la pena y el orgullo y entra, o tendré que halarte yo a ti por el brazo.

Lucy no tuvo que insistir mucho, ni Carlos tampoco. Ella tomó la iniciativa, entraron a la tienda en dólares que sólo conocían de la vidriera hacia afuera y le pidió una camisa a la dependienta que se arreglaba las uñas detrás del mostrador. Otra, a su lado, leía un libro y no tenía intenciones de dejarlo. Lucy, ante la falta de experiencia, no mencionó ni la talla ni el color de la prenda de vestir que buscaba, pero ni hizo falta: con una simple mirada a las ropas en exhibición concluyó que los modelos de camisas se resumían en un único ejemplar que colgaba de un perchero verde claro.

– Esa no, mi vida, esa no está en venta porque es la última que queda y algo tenemos que poner ahí -le aclaró la interpelada bajando el tono de la voz- pero si están interesados les traigo unas que tengo aquí al doblar, en casa de una amiguita, para que escojan. Son de muy buena calidad, de la mismísima Francia y, además, a un precio más asequible. Pero que quede entre nosotros, eso no lo hago con todo el que entra a esta tienda.

Lucy se encogió de hombros y respondió con un tímido «Bueno», arrastrando la e. Fue entonces que la otra empleada dejó el libro sobre el mostrador, con el título Por donde paseo como un extraño árbol hacia arriba, sin marcar siquiera la página por la que iba y, después de intercambiar señas con su colega, salió disparada de la tienda en busca de las misteriosas camisas.

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Lucy leyó la carátula del libro con curiosidad y se preguntó si no sería ella el personaje perfecto para aquel título, tan atada a las costumbres, a tantas de ellas, a su pasado, a lo que debía y tenía que hacer para no perder la esperanza de irse del país del que cada día quería saber menos… Y Carlos, Carlos pensaba en qué inventar para meterse con Lucy en el probador y desnudarla allí mismo, penetrarla, jugar con sus senos y hacerle el amor, como los conejos si era necesario, fugaz, relámpago, pero hacerlo, que ya no aguantaba más las ganas por tantos años escondidas.

En eso llegó la lectora ausente con una bolsa de nylon en la mano y caminó hacia donde estaba la supuesta dueña de las camisas, mientras Lucy les prestaba atención y Carlos humedecía su pantalón al ritmo de unos continuos espasmos.

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Si te haces mayor de repente

No me importa lo que miren las mujeres en los hombres, no me importa lo que Lucy mire en los hombres, ni lo que mire o no mire en mí: sólo quiero disfrutar este momento. No vayas a cantar un bolero, Carlos, aguántate… No espantes ahora a esta mujer que te abraza así. No espantes este momento de luz en tu vida gris, en tu vida amorosa gris, gris como este suelo que pisas y como las miradas de todas las otras mujeres que te han dicho «vengo luego» y que no han aparecido más, nunca más. No sueltes a Lucy, Carlos, no la sueltes, deja que tus brazos la sostengan por segundos, por minutos, por horas si esta bendita mujer quiere, si esta bendita mujer quiere quedarse así, tan pegada a ti como no cabe una hoja de álamo entre los dos. Huele su pelo, huele su cuello, huele sus lágrimas que suelta en tu hombro y que mojan tu camisa, la misma que te quitaras ahora junto con todo tú si ella te lo pidiese. No te asustes si el tiempo pasa y no le importa que están en un bar, en tu bar de siempre sin ella pero con ella ahora, toda tuya. No te asustes si te haces mayor de repente y oyes de sus labios, esos que tanto besaste una vez, decirte que la vida no tiene sentido si no la acompañas a casa, a donde ella diga, al fin del mundo a hacerle el amor hasta curarte una por una las veces que quisiste llorar por ella y no lo hiciste por macho insensible, por macho herido que no debe ni puede llorar por una mujer. No la dejes ir, Carlos: ahora es tu ahora.

Carlos ya no sabía qué más decirse a sí mismo. Su respiración era atropellada y entrecortada, la misma que se le escapó cuando bailó con Lucy aquel bolero innombrable que le sugirió que esa era la mujer de su vida, en la primera fiestecita a la que fueron siendo aún unos chiquillos. ¿Por qué rayos había que decirles a las mujeres tanto si sus ojos ya hablaban demasiado? ¿Es que Lucy nunca se fijó en ellos? Qué cobarde, Carlos, ¿por qué guardar tanto tiempo el aluvión de amor que sientes por ella?

– Lucy… no quiero que te me vayas… ven conmigo… vámonos de aquí -se decidió al fin.

– Ay, sí, Carlos, que ya la música está llenando esto… -contestó Lucy bajito, sin separarse de él.

Ya Carlos le iba a preguntar de qué música se trataba pero no, pudo contestarse a sí mismo. Mientras él cavilaba amoríos, el combo que venía a tocar al bar todos los viernes se había instalado, empezado a afinar los instrumentos y acumulado en la puerta de la calle a toda suerte de curiosos y curiosas que movían sus cuerpos y sonrisas pidiendo el ritmo deseado, sin que Carlos lo hubiera notado siquiera.

Bailando en la calle

Dejó un billete de diez pesos encima de la barra, agarró la mano izquierda de Lucy y se encaminó a la puerta del bar sorteando las mesas sin orden alguno, pensando «No me sueltes, Lucy, que te quiero hacer el amor«.

A – Codeblue – Activo

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Jamás en la vida miran de frente

– Ay, Carlos, tú y tus boleros… ¿Cuándo vas a tomar en serio lo que yo te digo? Yo hablándote del gallego y su gordo y tú, cantando.

– Lucy, chica, no te me pongas así… si lo que te estoy dando es cariño, mi china. Mira, olvídate del gallego ese y vámonos por ahí tú y yo a empezar de nuevo…–mimó Carlos a Lucy, bajito, aprovechando lo cerquita que la tenía, aún entre sus brazos.

– ¿Irnos para dónde, Carlos? -Lucy se despegó de un tiro-. Ya estoy cansada de cuartuchos, de habitaciones de hoteles, hasta de esta ciudad y de este país. Ni me entendiste hace un rato cuando te lo mencioné. Ya no aguanto más, ya no aguanto más…

Lucy volvió a tirarle los brazos a Carlos y éste, a dejarse abrazar. A Lucy no podía olvidarla ni en sueños. Demasiada agua había corrido por esa orilla, agua común, orilla bañada por ambos. Y ella habrá atracado en otro puerto, pero él seguía sin rumbo buscando el de siempre, el de Lucy. Su gran amor y el único. Los otros, esos no habían llegado a tal categoría. Lástima que ella no pensara igual, qué pena, con lo que le gustaba a Carlos esa mulata.

– Ya me cansé, Carlos -siguió Lucy-, me cansé de lo mismo con lo mismo. Me cansé de los hombres que jamás en la vida miran de frente. Con lo bien que me había caído el gallego… si hasta me regaló un poema y una flor. ¿Quién hace eso aquí? Todos son iguales, sólo tienen ojos para las nalgas… y para los gordos, por lo que veo. ¿Tendré que meterme a lesbiana o en otro país será diferente? ¿Eh, Carlos? Habla, chico, ¡dime algo!

¿Qué iba a decir él ante la exuberancia de mulata que tenía ante sí? ¿Él? No había tenido suerte y el gallego sí, con poema y flor. ¿Y sus boleros? Si le cantaba uno ahora seguro ella se iba a molestar. Lucy, qué insensible… A las mujeres no hay quien las entienda, se dijo. ¿Y de dónde iba a sacar una flor? Quizá una flor era la solución a sus desamores. Bruto él, ¿cómo no se había dado cuenta antes? La próxima se la robaría del jardín al vecino. Eso sí, se compraría unas gafas oscuras porque a Lucy no había quien la mirara por otra parte de su cuerpo, aunque ella se quejara. ¿Qué mirarán las mujeres en los hombres?

A – Codeblue – Activo

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He cantado el gordo

– ¡Coño, Lucy, me jodiste la camisita de los domingos! ¿Y ahora cómo rayos quito el vino este que me echaste arriba? – le reprochó Carlos a Lucy al regresar del baño, haciendo pucheros cual infante castigado.

– Ay, chico, discúlpame, de verdad estaba pensando en otra cosa. Yo te compro una nueva, te lo juro – le dijo Lucy muy apenada, todavía con la mirada perdida, por segundos posada sobre la mancha rojiza.

– ¡Ahora sí! ¿Lucy comprándole una camisa a Carlos “El Bolero”? Na’, no te creo – dijo él en tono de burla, chasqueando la lengua.

– ¿Todavía sigues cantando boleros, Carlos?

– Ah, tú sabes que eso es lo mío… pero ¿y a ti qué bicho te picó hoy?

Lucy levantó la vista para mirar a los ojos de Carlos y, entre suspiros y lágrimas, le dijo:

– Yo estaba en la cama con el gallego, medio entretenida con mi espejito y el creyón labial, mientras él veía la televisión por cable del hotel. Cuando menos yo me lo imaginaba metió un salto y se puso a gritar “¡El gordo, el gordo, he cantado el gooooordo!” y a correr de la cama a la ventana, de ésta a la puerta del baño, de la puerta a la cama, y así, sin parar, con los brazos hacia arriba, como un loco. Yo pensé eso mismo, que se había vuelto loco. Dando saltos corrió hasta la mesita de noche, sacó la billetera de la gaveta y me tiró a la cama un billete de 100 dólares, gritando aún la cosa esa del gordo. “¡Vete, vete, vízztete y vete, que tengo que hazzer unazz gezztionezz! ¡Ezz mázz, coge otrozz 100 y dezzaparézzete de aquí, que ezztaré ocupado!”, me dijo. Los otros 100 ya los tenía en la mano, otro billetico. Lo tiró hacia arriba y yo me mordí un labio deseando que llegara a mi mano, que aguantaba el primero encima de la cama, antes de que el gallego se arrepintiera. No, no se arrepintió, pero me cogió del brazo, casi me viste él mismo, y me dio una nalgada estruendosa llevándome hasta la puerta de la habitación. “Luzzy, cariño, no me mirezz azzí que me derritezz”. Y con la misma me cerró la puerta en la cara. Terminé de pintarme los labios en el elevador. De ahí vine para acá. A mí nunca me habían botado así de un lugar y menos con 200 dólares metidos en mi ajustador de encajes negro… ¡Me dejó por un gordo y eso me ha dado un sentimiento! – Lucy se levantó de su banqueta, también corroída, rodeó con los brazos el cuello de Carlos, y rompió a llorar. – Yo pensé que el gallego tendría buenas intenciones conmigo, Carlos. Por un momento imaginé hasta largarme de este país…

Carlos por fin se decidió a poner sus manos en la espalda de Lucy y la apretó hacía sí cantando, en un susurro, un bolero, por supuesto:

“Cuando la luz del sol se esté apagando
Y te sientas cansada de vagar
Piensa que yo por ti estaré esperando
Hasta que tú decidas regresar
.

A – Codeblue – Activo

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