Por: K – Alejandro Marticorena
La niña rubia de grandes ojos azules ajustó el aumento de sus binoculares de modo de poder contemplar el acontecimiento astronómico en forma acorde con la importancia que tenía el evento.
Un hecho que había logrado reunir, en la planicie de pastos largos y lacios como cabellos, a no menos de un par de millares de habitantes de la aldea a la que llamaban Burkha, un pueblito perdido tras los montes orientales de esa ignota región que ni aún los mapas más detallados consignaban.
Hasta el año que viene no volvería a ocurrir algo semejante. Los astrónomos lo habían vaticinado así. Teniendo esto en mente, Arkana ajustó luego, moviéndose con la agilidad de un felino, el trípode sobre la base de piedra que siglos atrás (se decía) había servido como sitio de sacrificios de civilizaciones milenarias.
Ya era prácticamente de noche cuando, por fin, el espectáculo que les brindaría la bóveda celeste comenzó. Alguien gritó algo y señaló hacia el este. El silencio fue creciendo conforme los asistentes comenzaban a advertir que el «show» que el cielo les ofrecería esa noche había comenzado.
Todavía no era momento para contemplar el evento en toda su magnificencia, pero Arkana era pequeña aún y no sabía esperar. Pegó sus hermosos ojos a los lentes de sus binoculares y sonrió. La luz que entraba por el dispositivo óptico iluminó de un color blanquecino sus azules ojos inmensos.
Los padres de Arkana, de pie a pocos pasos de ella, sonrieron ante su avidez. Se miraron, y pensaron que algún día sería astrónoma, como aquellos que con sus anuncios habían logrado congregar la atención de la mayoría de los habitantes de un perdido pueblito detrás de las montañas.
Media hora después, el espectáculo estaba en su esplendor. El padre de Arkana llamó a su hija. Ella había estado absorta en los detalles que podían verse gracias a los enormes binoculares y se estaba perdiendo la imagen de conjunto.
«Que la parte nunca te impida ver el todo«, le había dicho más de una vez. Y ésta era una de esas ocasiones.
Arkana se acercó a sus padres y contempló, por primera vez en su vida, algo que el cielo sólo les regalaría esa noche y otra, un año más tarde, y que luego tardaría varias vidas en repetirse.
Las tres lunas, amarillentas y redondas como ojos desesperadamente abiertos, formaban una línea recta vertical perfecta, a unos 30 grados en elevación desde el horizonte.
La del centro dejaba ver sus tenues pero definidos anillos, inclinados a unos 45 grados, muy parecidos a los que Arkana había visto en imágenes tomadas por la sonda espacial Dhakma, que el año anterior se había acercado a uno de los gigantescos planetas del sistema solar vecino, a cuatro años luz de allí.
Arkana pensó en los planetas que la sonda había descubierto. Pensó en el tercero contando desde la estrella en torno a la que orbitaban y en las especulaciones sobre la posibilidad de que hubiera vida allí, ya que –por su coloración azulada– parecía indiscutible la presencia de agua en abundantes cantidades. Pensó en cómo serían, de existir, las formas de vida de ese lejano e ignoto planeta.
Y pensó, además, en lo vacías y aburridas que se verían las noches desde un planeta que sólo poseía una única luna.
Próximo turno: M – Daniela – Activo