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Los ojos no sirven de nada a un cerebro ciego.

No quiso abrir sus ojos, simulando seguir encerrada en la carcasa del sueño que acababa de terminar. Aún cuando lo recordaba como placentero, un escalofrío recorrió todo su cuerpo que se desparramaba desnudo sobre la cama. Con la punta de uno de sus pies logró alcanzar la arrugada sábana desplazada en el punto más lejano de la cabecera del catre. Fueron suficientes unos suaves tirones, en los que el dedo gordo cumplió perfectamente con su misión, para que Alicia pudiese acariciar con los dedos de su mano la ligera prenda. Encogido todo su cuerpo en estado fetal, poco tiempo pasó para sentir en su piel los primeros síntomas de placer. El escalofrío se diluía y, al escuchar el sonido de la puerta cuando se cerraba, decidió que sus ojos continuarían en la misma posición.

 La habitación, decorada sus paredes con un desvencijado papel pintado, de color verde olivo, tenía como único adorno un crucifijo –por cierto bastante desnivelado de su vertical con el suelo-, curiosamente emplazado enfrente de la cabecera de la cama. Esa inclinación podría dar a pensar, a quien estuviera postrado en ella, que se ejercía una vigilancia especial sobre los hechos que allí acontecían. A la derecha de la puerta, según se entraba, un perchero oxidado aguantaba el escaso peso de dos perchas. Sobre una de ellas descansaba un precioso vestido de seda y encajes, donde el rosa pálido se mezclaba en armonía con el azul cielo. A sus pies, unos preciosos zapatos de tacón alto, con un aspecto que en absoluto hacían envidiar a los llamados de marca, aún cuando, sobre sus suelas, todavía descansaban las etiquetas y el precio delator pues, habían sido adquiridos en una tienda de los chinos. Encima de la única mesilla, una lamparita con un extenso cordón que subía entrelazado por el soporte del lateral del cabecero de la cama, desde el que se accedía fácilmente al interruptor. Sobre ella, perfectamente plegada, se encontraba la ropa íntima de Alicia. También según se entraba, a la izquierda de la puerta, se abría un pequeño hueco de no más de dos palmos de alto, que accedía al pasillo general y que era el único orificio de ventilación de la habitación. Debajo de él, un simple lavabo con un solo grifo, daba compañía a la pequeña pastilla de jabón de Heno de Pravia cuya delgada silueta daba a entender que debía ser reemplazada. Al no existir toalla, sería la sábana quien soportaría tal función, en el caso que alguien decidiera realizarse un mínimo aseo.

 Unos fuertes golpes en la puerta, acompañados de un grito imperativo en tono muy desagradable, hicieron rebotar a Alicia de su cama. “Vamos, zorra, levántate ya. Necesito la habitación para otro servicio”. Alicia conocía bien las reglas. El horario debía ser cumplido a rajatabla, bajo pena de pagar una penalización por el efímero alquiler, que bien podría suponer mucho más de lo que, con suerte, podría haber recaudado. Se enfundó, en un solo movimiento, el frágil vestido rosa pálido para, antes de colocarse los zapatos de tacón, introducir delicadamente en su bolso el sostén y las bragas que descansaban en la mesilla. Sin embargo, antes de salir de la habitación en la que, a buen seguro, alguien estaría esperando para ser de nuevo ocupada; retrocedió unos pasos e irguiéndose de pies, descolgó el crucifijo. “Estoy harta que me vigiles”, le dijo, y a continuación lo depositó en el suelo debajo de la cama.

 Como todos los días, a excepción de los sábados y domingos, tomó el tranvía 27 que le dejaba cerca de casa. Era un trayecto corto, de no más de quince minutos, pero esta vez, consecuencia de su despiste y de la ansiedad acumulada, el recorrido se le hizo más largo de lo habitual. Sabía que la pequeña Tatiana, de tan solo siete años, debía tomar puntualmente el autobús escolar. No había ninguna excusa. “Tatiana. Asistir al colegio y estudiar mucho, te darán el día de mañana la oportunidad de elegir lo que tú quieras para tu futuro. Bajo ningún concepto debes faltar a clase”. Esa era, repetitivamente, la frase que Alicia machacaba a su hija.

 Ya en su destino, la parada del tranvía le alejaba tan solo dos calles de su domicilio. Decidió colocar los zapatos de tacón alto junto con su ropa íntima e iniciar, con ágiles pasos que más bien se asimilaban a una carrera, un “sprint”. Miró su reloj y supo que Tatiana habría tomado el autobús. Los nervios le impedían acertar a introducir la llave en la cerradura de su vivienda. Cuando al fin lo consiguió, lanzó el bolso al sofá cercano y pasó por la cocina. “Eres un cielo, Tatiana. Te quiero”. Tomó el biberón. Dejó caer unas gotas sobre su muñeca y comprobó que estaba perfecto. Una cara de felicidad, alejada ya de la angustia, se mostró en el rostro de Alicia. Su bebé, Álvaro, de tan solo cinco meses, seguía durmiendo sobre una cuna muy artesanal. Le tomó sobre sus brazos, y antes de empezar a llorar le dijo: “Ahora, y siempre, junto con tu hermana, tú tendrás todo mi amor por el resto de los días y es que, el riesgo en el que incurro vale la pena”.

 Que insignificantes somos si no logramos comprender que los ojos no sirven de nada a un cerebro ciego.

 JOSE MANUEL BELTRAN.

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Doce hombres sin piedad

Tras ejercer un golpe en la mesa con el martillo de madera, el juez Dickson pronunció la, para él, repetitiva frase: “Visto para sentencia”. Acompañados por el alguacil, todos los miembros del jurado se adentraron en una pequeña sala que, una vez traspasada por su último componente, inmediatamente quedó cerrada. Una larga mesa, con cinco sillas apostadas en cada uno de sus laterales más otras dos en ambas cabeceras, se encontraba ya predispuesta con el mismo número de cuadernos. Como si fuese una predicción sobre la dificultad de la decisión a tomar, los cuadernos se hallaban acompañados de unos simples lapiceros que incluían, en su parte superior, una pequeña goma de borrar. En uno de los extremos de la habitación la única puerta de la sala, excepto por la que se habían adentrado a la misma, conducía a un pequeño cuarto de baño totalmente equipado aunque, en el lugar de la bañera se había optado por ubicar una simple ducha. Una ventana que, nada más traspasar el alféizar, curiosamente estaba enrejada. Era la única salida hacia el exterior, si por exterior pudiera considerarse el patio interior del edificio que allí se mostraba. A su izquierda, vistiendo uno de los rincones de la habitación, un mueble aparador daba cobijo a dos cafeteras así como al resto del servicio suficiente para su elaboración y degustación.

La primera decisión que tuvieron que tomar era la de nombrar presidente del jurado. Aunque simple, empezaron las primeras discusiones acerca de si debía ser una votación secreta o no. Después, si tenían que escribir el nombre de cada uno de ellos en las papeletas o simplemente un número, ya previamente asignado en función de su orden de colocación en la mesa. Y la tercera, sin que todavía las dos anteriores hubiesen sido resueltas, lo fue consecuencia del absurdo acaloramiento de las intrascendentes decisiones. Así es como, el número 6, sacó un pitillo que no logró encender ante la protesta del número 10. Decidieron, esta vez por simple y escasa mayoría, y a cara descubierta, que se podría fumar. Quizá fuese el efecto placebo del ya consistente humo que pululaba en la habitación pero, cierto es, que encontraron rápidamente solución a los anteriores dilemas y, es así que, las papeletas reflejaron que el número 3 fuese nombrado presidente.

El brutal asesinato de Jimmy, un pequeño de tan solo seis años y que previamente sufrió violación sexual, había escandalizado a buena parte de la opinión pública. Desde el primer instante las sospechas apuntaron a Tobías Hindle, un grandullón de raza negra que no había desarrollado sus facultades en relación a su edad. Sin embargo Tobías, nunca había hecho mal a nadie. Es verdad que se le veía muy a menudo, en el parque, cerca de los niños; jugaba con ellos no solo por mera distracción sino, más bien, porque él era un niño embutido en un cuerpo grande. Las madres de los pequeños lo apreciaban y, en esa continua vigilancia que se efectúa al mismo tiempo que departes con las amigas sentada en uno de los bancos del parque, observaban como Tobías ayudaba a los pequeños a deslizarse por el tobogán, único sitio en el que él, por su gran cuerpo, no podía utilizar.

Aquella tarde Tobías decidió acercarse al parque Larrigton. Tan solo debía atravesar la avenida Stanford y allí aparecía a su vista el mejor parque de la ciudad. Frondosos árboles salteados en una inmensa pradera verde, con césped bien cuidado. En su centro, un pequeño lago en el que plácidamente se deslizaban por sus aguas unos bellos cisnes blancos acompañados por un buen número de patos de diferentes plumajes. Se encaminó al lugar de juego de los más pequeños para, también él, disfrutar en su compañía de los columpios y toboganes. Sin embargo, la inmediata respuesta de las madres allí congregadas una vez se dieron cuenta que Tobías jugaba con los niños, fue elocuente. Había traspasado el límite de lo permitido. La avenida Stanford era la línea que dividía la ciudad según el color de la piel de sus ocupantes. Tobías no era bienvenido allí y, aún cuando el pequeño Jimmy insistía tirando de la mano de Tobías para que continuara el juego con él, debió de marcharse raudo ante la súbita aparición de un pequeño revólver sacado de uno de los bolsos de una madre.

A la mañana siguiente la noticia sobre la violación y asesinato de Jimmy produjo la inmediata detención de Tobías por la policía. Tanto es así que, suerte tuvo Tobías que el primero en llegar fuese el jefe de policía pues, pocos minutos más tarde, un buen gentío rodeaba la casa de Tobías apreciándose claramente como, en su mayoría, iban fuertemente armados.

La reunión no se hizo esperar. Alrededor de una hoguera los pitillos se consumían al mismo ritmo que las brasas siendo así que hasta difícil se hacía diferenciar el humo del tabaco del producido por la propia leña. Las túnicas blancas que envolvían los cuerpos de los asistentes fueron recompuestas añadiendo a las mismas un estilizado capirote blanco. Entre la maraña de gente surgió el definitivo grito de guerra: “Justicia para Jimmy”. El todopoderoso Ku Klux Klan había hecho acto de presencia y Tobías había sido el elegido.

( Continuará…. )

JOSE MANUEL BELTRAN

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Recuerdos imborrables

Echada la vista atrás bien podía decirse que María había experimentado experiencias que no todas las mujeres de su edad podían contar. Cada tarde, desde hacía ya más de veinte años, la reunión de amigas alrededor de unas tazas de café con leche proporcionaba relatos, algunos de ellos todavía novedosos, que en determinados casos producía tal tristeza entre las asistentes como si de verdad en ese momento estuviesen reviviendo lo ya acontecido.

Sin embargo, cuando María tomaba la palabra, todas las asistentes omitían realizar interrupciones a lo por ella contado –cuestión que no sucedía con ninguna de las demás- quedando absortas no solo por el contenido sino por la manera en que María contaba las historias. Tan solo un par de ellas, las más jóvenes, y a quienes cariñosamente el resto se referían a ellas como “las niñas” habían nacido después de la guerra civil. El resto habían vivido la tragedia en primera persona desde distintos lugares y por ello, desde diferentes puntos de vista, según la zona estuviese controlada por los denominados “nacionales” o por los republicanos.

Las trincheras, el estruendoso sonido de las bombas, el silbido de una bala perdida que provocaba otra irreparable pérdida: la de una vida; el hambre, el miedo y la angustia, por desconfianza, de saber si cualquier comentario tuyo podría ser escuchado por oídos ajenos que, posteriormente, te delatarían. La escasez de noticias de tus propios familiares, abandonados a su propia suerte en el otro bando. Las noticias, que por esperadas, son nunca deseadas. El hurto, el pillaje y el engaño necesario para la subsistencia. En todos esos parámetros eran coincidentes los relatos de la mayoría de las mujeres allí reunidas, salvo los de María. Por eso, cuando ella empezaba a hablar, las demás le prestaban tal atención que ni siquiera las magdalenas que acompañaban a los cafés se veían parcialmente mutiladas con mordisco alguno.

Les contó que ella logró traspasar, junto con sus padres, la frontera hacia Francia. Los inicios en un país extraño y ya no solo por su lengua, para ella desconocida, fueron muy difíciles. Sin embargo pronto se dio cuenta que allí empezaba a descubrir un estilo de vida nada encorsetado, en cuanto a tradicionales costumbres. Observaba como los jóvenes, y los no tantos, se besaban en las calles a la vista de todos. Los vestidos de las mujeres dejaban ver, gracias a sus generosos escotes, parte de sus bellos cuerpos y el arte del flirteo era mucho más directo. A pesar de la oposición de sus padres mantuvo una primera relación con un apuesto joven de bellos ojos azules. Gerard, estaba prendado, a su vez, de su cabello moreno y, sobre todo, del moldeado cuerpo que María lucía sobre todo cuando se embutía un ceñido vestido rojo. Sus caderas eran perfectas para la extensión de los brazos de Gerard quien las acariciaba suavemente cuando paseaban por los Champs Elysee. Luego ya en Montmartre, en un ambiente más festivo y libertino, visitaban los cafés y tabernas de todo su entorno departiendo con artistas llegados de distintos países. A María aquello le parecía el paraíso de la libertad y donde su única preocupación era la mirada a su reloj, al objeto de llegar a su casa antes de las ocho. Escondidos en el portal, Gerard endulzaba sus labios con apasionados besos haciendo revolotear su lengua dentro de su boca.

Solo con las miradas que en ese momento de la narración le dirigían a María sus amigas, quedaba implícita la pregunta. Sin embargo María, nunca les desveló ese, para ella, secreto. Como máximo les describió lo bien formado del cuerpo de Gerard, añadiendo algunos detalles que hiciesen volar la imaginación de quien los escuchaba.

Habían establecido un riguroso turno de intervención. Cada día, serían tres de ellas las que comentasen historias del pasado. También habían acordado que, la última media hora, el coloquio se abriría a todas dejando lugar a todo tipo de comentarios en los que, ya sí, podrían interrumpirse en el uso de la palabra. Sin embargo todas coincidieron que María merecía un día entero para ella sola. En bastantes ocasiones, y cada vez con más frecuencia, el camarero que les atendía se colocaba discretamente cercano a ellas. Mostraba tanto interés por las historias de María como cualquiera de las reunidas y, su sonrisa, no era muy diferente a la de los demás.

A todas les extrañó mucho que María llevase más de dos semanas faltando a las reuniones. Es cierto que, en el transcurso de esa media hora de charla libre, había comentado que, quizás, su hija le hiciese acompañar en sus vacaciones aunque, a ninguna de ellas, se lo había confirmado. Las reuniones sin María eran, realmente, aburridas. Puesto que no estaban del todo seguras si se encontraba de viaje o no, decidieron telefonearla. Nadie contestó y es así que supusieron que se encontraba de vacaciones.

Más de un mes después fue la hija de María quien se acercó a la reunión de todas las amigas. Les explicó que no se encontraba bien y que la noticia recibida de los médicos les había pillado totalmente de sorpresa. Lo habían intentado, siguiendo sus consejos, por medio de todo tipo de estímulos. Le hablaban del pasado, le enseñaban las fotografías de los viejos álbumes –casi todas en blanco y negro-, le leían cartas que ella guardaba celosamente en su escritorio pero, nada de eso le había estimulado. Es así que, aunque una locura pareciera, quería que le pudiesen hacer un favor.

Todas las allí reunidas, pasado el primer momento de incredulidad, por supuesto que accedieron a tal petición. ¡Como se iban a negar!. María les había hecho pasar, mediante sus recuerdos, momentos felices. María había rebuscado en su memoria historias de su vida con el mismo empeño en que uno quiere resolver esos juegos de mente llamados sopas de letras. Y, ahora, les tocaba a ellas corresponder con su esfuerzo en ese difícil juego.

La reunión pasó de ser semanal a diaria. La hija de María se encontraba complacida en compartir, durante varias horas, la totalidad de su salón con tal número de personas. De hecho, al escucharlas, quedó arrepentida de no haber asistido ella antes a esas reuniones. ¡Dios mío, cuánto habría aprendido de su madre!. Ahora, quizás ya tarde y después de haberlo intentado todo, esa reunión de contadoras de cuentos e historias reales pudiese ser la solución para luchar en contra del Alzheimer de su madre.

JOSE MANUEL BELTRAN

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Para tí, compi.

Por mucho que intentaba disimularlo su rostro denotaba cansancio. Aplicaba cada mañana, sin que por su edad fuese necesario, unos leves retoques en la base de sus párpados con unos de esos preparados gélidos que un día vio publicitados en televisión. Pero, dada su juventud, ese era un problema sin importancia.

El verano anunciaba su inicio. Generalmente esa había sido siempre la época en la que había disfrutado de sus merecidas vacaciones y, este año, resultaban más merecidas que nunca. El invierno había sido muy duro y no solo por la climatología sufrida en las cercanías de donde residía. Innumerables proyectos, algunos no del todo acabados, bocetos y más bocetos, polémicas absurdas de algunos indocumentados queriendo coartar la libertad del artista y una insaciable sed para absorber el líquido de la creatividad habían cercenado, en parte, su capacidad física. Sabía que necesitaba un descanso y, desde hacía algún tiempo, había elegido la fecha. Este era el momento.

Las llaves de su casa cumplieron, al fin, con su cometido. La noche se encontraba ya avanzada y el día había acumulado demasiado cansancio en su cuerpo. Encendió la vitrocerámica depositando sobre ella una pequeña cacerola rellena a su mitad con agua. Al poco tiempo ésta se encontraba a punto de hervir. No quiso complicarse la vida. Tomó, por cercanía, el primer paquete de pasta que asomaba una vez abierto el armario y vertió todo su contenido en el agua. Con su mano derecha y por medio de una cuchara de palo provocó suaves giros al contenido allí depositado. Ante su sorpresa el efecto no se hizo esperar. Era una sopa de letras que, como arte de magia, empezaba a conformar nombres: Aspec, Dani, Obsi, Sito, Sara. “No puede ser- pensó ella. Estoy demasiado cansada”. Efectuó un nuevo giro con la cuchara y, de nuevo, pudo observar otros nombres: Goyo, José, Xinax, Moli, Lustor, Nieves, Apaxi, y así más y más.

No quiso ver más, sus ojos empezaban a derramar unas pequeñas lágrimas. Los cerró intentando buscar una explicación pero, ese gesto, le impidió conocer el lugar exacto del mango de la cacerola. Fue un golpe seco que hizo derramar la sopa hirviendo sobre su mano izquierda. Sintió dolor pero no fue esa la expresión de su cara. Incrédula y acompañada por un mayor número de lágrimas observó como las letras habían quedado en el interior del recipiente. Estaba sola; el dolor era real así que, no estaba soñando. Miró las letras de nuevo y, ahora sí, empezó a llorar. Allí se podía leer: “Sonvak, vuelve cuando quieras, pero pronto”.

JOSE MANUEL BELTRAN.

P.D.- Disculparme esta intromisión ya que hoy no es mi día pero…… tenía ganas de contarlo.

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Un extraño en mi bolso

Tengo móvil nuevo. Si, la empresa me lo ha cambiado por uno que es LA PERA, bueno… la pera o EL PERÓN. Hace de todo, todito. Hace tantas cosas, que no se ni lo que hace….¿?….Estoy en un “sinvivir”.

El kit que trae ¡¡tela!!! Más que una caja de móvil, parece de zapatos.

Para pasar toda la información del móvil antiguo me las he visto y deseado: que si copiar en la tarjeta SIM, que si el PIN, que si el PUK….¡¡¡que si la madre que le parió!!!!.

Es de los que lleva puntero porque la pantalla es táctil, y claro, se quedan más huellas que en una “peli” de C.S.I, con lo cual me he colgado un artilugio muy práctico que hace de puntero, porque si tengo que estar sacando el lapicerito cada vez que pongo un sms, tardo más que si voy a una oficina de correos y lo meto en un sobre…

Esta mañana llevaba mi super-mega-leche-demovil en el bolso en su funda con el puntero, ¡¡Ah!!! se me olvidaba, hasta tiene una especie de atril para apoyarlo, vamos… que más que un móvil parece que llevo un árbol de navidad, total que empieza a sonar, yo al principio cara de póquer total, “no, no es el mío, ese no es mi tono”.. La gente me mira, mira mi bolso, me mira a mi, vuelta a mirar mi bolso… y ¡claro!! Ya caigo que es el super-mega-leche-demovil con el tono que viene “de fábrica”, a todo trapo, vamos parecía que más que el móvil iba a sacar del bolso a los Daft Punk.

Lo saco, suena que parece un anuncio de “La Masía” y nos vamos a poner todos a bailar en el vagón del metro, no puedo sacarlo de la funda, se me engancha el mini-jodiendas de atril, se sale el puntero, se cae, me agacho, se me cae el portafolios, lo recojo… eso sigue sonando y yo sin poderlo apagar, y digo con cara de gili.. “es que es nuevo”, y la gente dirá “y a mi qué puñetas me importa rica”, y yo que sigo con mi “vergüenza”…. Y, AL FIN, consigo sacar la put…. funda para dar en la pantalla a “descolgar”… Misión cumplida. Pero ¡¡¡¡NOOO!!! Está el manos libres activado ¡¡Diosss.. cómo se quita esto!!! Escucha todo el mundo a mi emisor, y yo, la inútil-receptora, le dice en bajo “tengo el manos libres y no se quitarlo, luego te llamo”. Cuelgo, saco una sonrisa, no se de donde porque ni puñeteras ganas de sonreír que tengo. Algunos me la devuelven y siguen leyendo su “20 Minutos” y otros hacen un gesto con la cabeza como diciendo “qué pena…”. Por supuesto apago el móvil, no vaya a ser que me vuelva a sonar y en ese caso, directamente me expulsarían del vagón como “la mujer bala” pero sin cañón.

Llego al trabajo, pero no tengo tiempo de poner a leerme el “folletito” de instrucciones que parece un diccionario Espasa, así que hoy cuando llegue a casa. Tengo deberes: ¡¡¡¡¡Cómo coñ… funciona esto….!!!!

En fin.. que yo estaba muy contenta con mi anterior móvil y ahora llevo a un “extraño” encima que cada vez que salgo de casa pienso “ay..jesusito… que no me llamen…por Dio” …… porque es como si me pusieran una patata ardiendo en la mano.

Le iré cogiendo el tranquillo, y cuando YA por fin sepa todas esas maravillas que hace mi super-mega-leche-demovil, seguro que me lo vuelven a cambiar por otro… y vuelta a empezar.

JOSE MANUEL BELTRAN

ACLARACION NECESARIA: Yo no soy el autor original de lo que acábais de leer. Todo el mérito recae en una buena amiga cuyo «nick» en la red es ALMA MATER y quien, gentilmente, me ha dado la autorización para su publicación aquí. Espero convencerla para que, dentro de poco, se una a nosotros con la frescura de sus escritos, que le caracteriza. Este texto fue publicado en Febrero de 2.09 y lo podeis encontrar pinchando aquí. Muchas gracias, tesoro, por ser como eres.

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Piénsatelo bien y déjame seguir pensando

Cuando despertó, todo su cuerpo se encontraba al amparo de un sudor frío. Las sábanas, que inicialmente se encontraban perfectamente plegadas al colchón, conformaban un verdadero revoltijo junto con el edredón y la almohada. Su mente, siempre intranquila, había sido el campo de batalla de un sinfín de memorias y recuerdos aunque él prefería denominarlos deseos. Otros, más realistas, le hubiesen dicho que sólo eran sueños.

No dudó ni un instante. Prefirió, para no perder más tiempo, tomar los primeros folios que encontró y el bolígrafo Bic, siempre elegantemente vestido con su caperuza, empezó a desparramar tinta sobre ellos. No le importó que las ideas expuestas no tuvieran un orden lógico –los sueños tienen esa característica- y, además, esperaba que su destinatario fuese lo suficientemente inteligente para hilvanarlas. Sin embargo, a la vista de los hechos, las dudas sobre esa inteligencia se incrementaban de la  misma forma que lo hace la distancia hasta el infinito. Aún así, inició su carta.

“Un hijo, con padres naturales conocidos, pero adoptado por un desconocido. Un alumbramiento sumido en un posterior misterio sobre las circunstancias de la madre y una infancia olvidada, han generado una leyenda sobre la que recae el juicio hacia los demás.  En su nombre se han ordenado asesinatos, efectuado intrigas políticas, permitido el acceso directo al disfrute carnal aún cuando sus propias leyes lo impedían. Dicen, que trabajó descansando un solo día de cada siete para que todo eso no fuese así; dicen, que la imagen y semejanza propuesta se dilapidó en un instante y desde ese momento acuñan la idea sobre el sexo débil. Guerras en su nombre, han llevado a la avaricia y a la codicia a ser señas de su identidad real. Quienes querían evolucionar explicando el por qué de las cosas han sufrido el castigo de las llamas; quienes decidieron apostar, en los más recónditos destinos, por una práctica efectiva de ayuda a los débiles sufrieron el olvido y la indiferencia, manteniéndose así hasta el día de hoy. Son muchos los que continúan, perfectamente encajada y sin disimulo, con la careta hipócrita del carnaval. Ostentan, amparados en una sabiduría etérea, el poder de decisión sobre sus rebaños; la dirección de las vidas de los presentes y de los que han de venir; la imposición de sus creencias a quienes, todavía, no tienen el uso de la razón por su propia inmadurez.

Tengo dudas, sí, pero no creo que pueda despejarlas ante el recuerdo de todo lo acontecido. No me sirven las parábolas, ni las buenas intenciones. No me sirven las letanías ni el recurso del perdón. No me sirve el ejemplo impuesto pues, por impuesto, deja de ser ejemplo. Me sirve mi libertad; la misma que tengo para renegarte o, por qué no, para dudar por mí mismo de esa renegación. Deja de controlar mi vida, directa o indirectamente. Dile a los tuyos, si es que existes, que empiecen ellos por sí mismos. No sigas aparentando creer ser el mismo padre desconocido que mantiene el privilegio de la adopción general. No te pido nada que no crea que puedes intentar hacer. Simplemente te pido que recapacites pues todos cometemos errores y tú, desde luego, si quieres ser creíble como director de esta orquesta, debes reconocer que también los cometes. Hasta entonces, déjame seguir pensando”.

El frío, que ya había arraigado por completo en su cuerpo, le hizo terminar de escribir aún cuando todavía le quedaban más recuerdos de su sueño. Tomó un sobre de color verde esperanza, introdujo los folios manuscritos y sin molestarse en aplicar saliva sobre la solapa del mismo, anotó la identificación de su destinatario en las letras mayúsculas: AL DIOS QUE CORRESPONDA.

JOSE MANUEL BELTRAN.

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La sopa fría

-Hola, soy yo.

-Me lo imaginaba. Casi no me das tiempo.

-Es que… he calculado muy bien.

-Bueno, porque… no me he entretenido nada.

-Y, ¿con quién tenías que entretenerte?.

-Es un decir, mujer.

-Ya… pero seguro que habrías querido ¿no?.

-Que no, que no. Todo eso está olvidado por mi parte.

-Tú sabes que yo te quiero ¿verdad?

-Yo también te quiero.

-Pero.. ¿cuánto?; ¿me quieres mucho?.

-Sí, con toda mi alma.

-¿Por qué me lo dices tan bajo?. Lo ves, como no me quieres mucho.

-Es que hay alguien por aquí, ya sabes. Muaaa.

-Queeé… ¿qué ha sido eso?

-Te he mandado un beso, mi amor.

-Espera, que me pongo el teléfono sobre mis labios. ¡Venga, repítelo!.

-No seas tonta.

-Lo ves… ¡no me quieres!.

-Vale, venga, colócatelo.

-Ahora, ya.

Muaaaaa, muaaaa, muaaaa. Los mismos sonidos se repetían una y otra vez sin que, por suerte, ninguna cámara de vídeo recogiese ambas, ridículas, escenas. Otra voz femenina, no tan lejana, pudo ser escuchada por ambos: La cena está preparada. Todos a la mesa.

-Me tengo que ir. No sé si has escuchado.

-No, no. Todavía no. Espera un poco. Dímelo otra vez.

-¿El qué?

-Que me quieres mucho. Lo ves, ¡ya no te acuerdas!.

-Pues, claro que me acuerdo.  Te quiero, te quiero, te quiero….

-Yo también, luego me llamas ¡vale!.

-Vale, venga.. cuelga.

-No, no. Cuelga tú.

-Pero… así podemos estar hasta mañana.

-No me importa, yo estaré aquí, te quieroooo.

La puerta de su habitación se abrió totalmente. Era su madre, quién, con no muy buen gesto le exclamó: ¡Quieres venir a cenar ya!, estamos todos esperándote.

-Sí, mamá, ya voy.

-Pero hijo, si os acabáis de dejar. Además, mañana la volverás a ver.

-No lo sé mamá, quizás… mañana, no iré.

-¿Cómo? ¿qué has dicho?. La voz, de nuevo, salía del otro lado del auricular.

-Sí, Sofía. Me lo he pensado bien. Parecemos dos colegiales al teléfono y, aunque hoy no me he atrevido, ahora no es quizás; ahora, ya es seguro que ni mañana, ni pasado…  Que lo dejamos o, mejor dicho, que te dejo. Buenas noches.

Felipe no pudo tomarse la sopa, por supuesto ya en un estado frío. Esa era su misma sensación, desde hacía muchos años, en su relación con Sofía. Los momentos más cálidos solo se habían producido por teléfono y en conversaciones tan intrascendentales como las que, dos adolescentes, suelen tener para regocijo de las compañías telefónicas.

El teléfono no dejó de sonar durante toda la noche. Felipe se mantuvo firme: No, no y no. Mañana no iré.

JOSE MANUEL BELTRAN

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Abdulah

Mirando hacia la colina las nubes despuntaban, con su color grisáceo, una incesante descarga de todo tipo de elementos, bien fuesen líquidos, sólidos o eléctricos. Los animales, presagiando el devenir, habían desaparecido; sin embargo, en la lejanía, todavía se podían ver a los que, por sus incapacidades físicas o por su enfermedad, su movilidad era más torpe. Abdulah, en función de su cargo dentro de la tribu, ordenó que todo el mundo recogiese los enseres más imprescindibles. No tardaron mucho en hacerlo pues los mismos eran de escasa cuantía; y es así que todo el poblado inició su camino por la misma sendera que los animales habían utilizado.

Quien hubiese ordenado que los cielos se portasen de tal forma no reparó en la magnitud de la catástrofe. No hubo ningún tipo de clemencia para nadie. Los cadáveres se acumulaban en el remanso de las aguas y fueron, muchos más, los que yacían envueltos en lodo y barro. La inmensa sabana se había convertido en un océano gigante de olor putrefacto. Al cabo de varias semanas Abdulah, a duras penas, bajó de la colina mostrando interés por un destello procedente de un árbol que, milagrosamente, se mantenía erecto. Le costó mucho esfuerzo llegar pues, como consecuencia del lodo, el peso que soportaban sus piernas hacía muy lento su caminar. Cuando, por fin lo hizo, observó a un hombre blanco cuya cabeza estaba resguardada por un casco metálico de color amarillo. Su vestimenta, si bien muy sucia, era extraordinariamente peculiar y nada acorde al lugar. Un traje, sin costuras y de una sola pieza, que cubría hasta sus pies. Al lado y entre las ramas, como si la providencia quisiera dar respuesta a lo sucedido, pudo ver una enorme placa metálica que justificaban los destellos. En ella se podía leer: Nuclear Station of Kinsaha. Danger. No Entry.

JOSE MANUEL BELTRAN

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La vida y el cáncer

Ya, a muy temprana hora de la mañana, se encontraban levantados. Procuraron, en la medida de lo posible, efectuar el mínimo ruido posible con el que evitar molestias a los vecinos. Las paredes de la casa eran como hojas de papel y así es que, un simple estornudo, era perfectamente escuchado por los vecinos colindantes. Cuando el tono de la conversación se elevaba a niveles, que más bien podían catalogarse de discusión, todo el entorno era partícipe no solo de su desarrollo sino también del desenlace de la misma.

Llevaban más de dos semanas intentando convencerla que aquello no era, lo vulgarmente denominado, la cura bendita. Tomó la decisión, por otro lado obligada pues ya no le quedaban suficientes pastillas para regular su alocada tensión, de visitar al médico. La fortuna se alió con ella. Quien la recibía, con una encantadora sonrisa, no era su habitual ginecólogo –a la sazón más bien antipático, quizás producto de su ya avanzada edad- y que permanecía anclado en postulados médicos poco renovados. La mañana era calurosa y prefirió vestirse con una blusa de seda, con un tono pastel, adecuado como fondo para el bordado de unas rosas que cubrían parte de su pecho izquierdo. La prenda, además de elegante, era de mangas cortas y es así que la doctora, que sustituía por vacaciones al galeno titular, nada más saludarla lo primero que hizo es preguntar por el abultado bulto que casi colgaba de su brazo izquierdo.

–          ¡Ah!, ¿esto?-, marcando con su dedo el bulto sobresaliente, inquirió ella. El doctor me ha dicho, repetidas veces, que no me preocupe, que no es nada. Aunque, si le soy sincera, cada vez se hace más grande.

–          Pero, ¿no le han mandado a usted hacerse ninguna prueba?- preguntó la doctora.

–          Pues no. Es verdad que llevo más de dos meses sin venir a consulta. Vengo cuando ya no me quedan pastillas y necesito, como ahora, otra receta. Pero el doctor siempre me dice lo mismo: que no me preocupe.

–          Pues, lo siento, yo no estoy de acuerdo y, ahora, su doctora soy yo. Quiero que le hagan una biopsia de ese bulto urgentemente. Le relleno el volante, que remarco es prioritario, y ahora mismo pide usted la cita en la planta de abajo.

Durante más de una semana tuvo que visitar el hospital en repetidas ocasiones, incluso dos veces en el mismo día. Los resultados no fueron nada halagüeños y el diagnóstico final quedaba solamente a expensas de la biopsia. Cáncer de mama, con varios nódulos que presentaban ramificaciones. La decisión no se hacía esperar y el parte de ingreso para la operación se cumplimentó, de nuevo, con el literal de preferente.

Aún cuando se habían acostado temprano no pudieron conciliar el sueño en toda la noche. El día anterior su única hija, acompañada de su marido, emprendieron viaje para transcurridos seiscientos kilómetros poder acompañarla en todo momento. No fue necesario resorte alguno para que, los tres, se encontrasen levantados. El reloj marcaba las cinco y media de la mañana y es por ello que era inevitable hacer ruido, que a esas horas cualquiera se hace perceptible, pues la hora de ingreso en el hospital estaba marcada a las siete.

Ingresó en el quirófano con suma tranquilidad exterior. Para quienes la conocían, sabían que era una mujer extraordinariamente fuerte en todos los sentidos. Muchos habían sido los problemas por los que había pasado en su vida, algunos de ellos realmente muy delicados, pero siempre sacaba fuerzas de donde otros serían incapaces de hacerlo. Afrontaba los problemas como lo que son: simplemente problemas, pero se negaba a que éstos le pudiesen superar. Su mente clara, sencilla, a veces tozuda –es cierto- le llevaba a afrontar, siempre de cara, los inconvenientes que, por regla general, ella nunca provocaba. Seguro que esa forma de ser había calado también en su hija. En más de una ocasión sacaba a la luz una frase, casi lapidaria: No entiendo el por qué nos empeñamos en hacer difícil lo que es fácil. Sin embargo, a pesar de toda esa apariencia exterior, nunca podremos saber de verdad los miedos internos por los que caminaba su yo. Eso es, la verdadera intimidad.

Casi una hora después de su ingreso en quirófano la cirujana salió a informar a su hija. Con extrema sensibilidad y delicadeza explicó que se hacía totalmente necesaria la extirpación total de la mama izquierda pues, una vez abierto, habían encontrado nuevos nódulos malignos. A la finalización de la intervención, dos horas después, el nuevo informe era claramente esperanzador. Todo había salido perfectamente. Se había hecho una gran limpieza aunque sería necesario abordar en los próximos meses unos tratamientos más agresivos.

Fue, muchos años antes, cuando otra importante operación lastró de cuajo todo su aparato reproductor. El impacto psicológico de aquella dura, aunque también impuesta, decisión tardó en ser aceptada. Ya no soy una mujer, decía ella. No es que ahora sea mi deseo de tener más hijos pero, si lo fuese, ya no soy capaz de engendrar vida. Llevaba razón. Aún cuando es necesaria la ayuda del hombre –a pesar de las innovadoras técnicas- para dar vida es, solamente la mujer, la única capaz de dar sentido a la vida por medio de su propio cuerpo. Es ese un sentido simple y único que posteriormente se completa con otros más terrenales.

Pero, ahora, también se le cercenaba, para ella, otro sentido vital. Después de nacer, sus mamas habían sido el soporte vital de su hija, como lo son el de todas las mujeres. Forman parte de una, de su intimidad. De qué forma se entiende, en la mujer, sus ovarios y su matriz sin que existan sus mamas como correa de transmisión de la vida.

Cumplió, a rajatabla, con todos los deberes impuestos por los equipos médicos. Ejercicios gimnásticos de rehabilitación para fortalecer la zona dañada, sesiones de radioterapia o lo que fueses necesario. Su conocida, en ocasiones, tozudez le servía para empeñarse en estos cometidos. Quería seguir disfrutando de esta vida, máxime cuando una especial razón le había sido notificada aún estando en el hospital. Iba a ser, de nuevo, bisabuela. Aunque, esta vez, lo sería de su única nieta. Un ser que nacería, refugiado en la matriz de su nieta y amamantado por sus pechos. Al igual que ella, en su día lo hizo. Ahora, ya no era posible, pero este es el doble sentido de la vida. A veces, es necesario desprendernos de lo necesario para dar vida para seguir viviendo.

JOSE MANUEL BELTRAN.

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Posiblemente, no podré llegar

Mientras escribo estás líneas, Rafa Nadal ha conseguido anotarse el segundo set, ante Nico Almagro, en la semifinal del Open de Madrid por un 6-2 después de haber perdido el set inicial por 4-6. El murciano Nico, plenamente concentrado y muy bien asentado en la pista, con unos excelentes y potentes saques en su servicio a los que ha añadido unos reveses impresionantes, nos ha ofrecido golpes de suma calidad. Ha dado comienzo el tercer y definitivo set y, parece, que esa gran fuerza mental y física de Rafa terminará por imponerse. En este momento, ya, el marcador refleja un 2-0, a su favor.

Soy un buen aficionado al tenis o más bien podría decir que a todos los deportes y, por subir un poco la categoría, soy, he sido, y espero seguir siendo, un practicante activo de muchos de ellos. Es así que, no sé si a vosotros os pasa lo mismo, me gustaría ser ese protagonista –que no quiere esto decir que tenga que ser el principal- de cada uno de los eventos deportivos que se celebren. En definitiva, me gustaría estar allí, compitiendo, intentando ganar (porque el juego, digan lo que digan –generalmente los perdedores- lo es para ganar, aunque sea al parchís).

Los medios de comunicación, desde siempre, nos ensalzan a los mejores mostrándonoslos en muchas ocasiones como ídolos. En nuestro país, también es verdad, estamos muy acostumbrados a colocar en la cima más alta a quien corresponda para, al mínimo fallo, empezar a darle caña. Somos quijotes y esa herencia cultural no podremos quitárnosla nunca.

Los primeros culpables, como siempre, nosotros mismos. Quien no se mete el dedo en su propia llaga, para hacer autocrítica, no puede después convertirse en el juez de nadie. Digo que nosotros, los adultos, somos los primeros culpables porque, aunque también lo hayamos sufrido en primera persona cuando éramos niños, nos empeñamos en convertir a nuestros hijos cuando inician cualquier tipo de práctica deportiva en los mejores del mundo. Decimos, con la boca chica, que queremos que se diviertan, que disfruten, que amen el deporte, que se formen, que respeten al rival y a sí mismos, que acepten en su justo grado la derrota pero también, si cabe más importante, la victoria.

Pero, en la primera actividad a la que asistimos a ver a nuestro hijo o hija, allí mismo nosotros somos los primeros en presionarle con nuestros gritos, despreciando la labor del monitor o entrenador, despreciando al rival y los padres de éste y de esta forma, pues siempre nos pasa lo mismo, las frustraciones por nuestras incapacidades para conseguir el éxito –que debiera ser siempre el de la satisfacción personal- son evadidas con justificaciones acerca de la mala o de la buena suerte del contrario.

Es bueno querer ser el mejor, es la ilusión de cualquier crío cuando en algo se inicia si es que, de verdad, eso le gusta. Pero es mucho más satisfactorio disfrutar, simplemente, por jugar, por participar, por conocer cuales son tus facultades y reconocer que habrá un punto en el que, posiblemente, no podrás llegar. Pero, somos duros de pelar, somos quijotes y es así que, repetidamente, siempre nos pasa lo mismo.

JOSE MANUEL BELTRAN

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