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Posts publicados por Alejandro Marticorena

El blogueador

La casa se encontraba envuelta en una penumbra misteriosa y atemorizante, los espectros se regocijaban de manera orgásmica ante tal ambiente. La familia no tenía tan buena cara; se encontraban desconcertados ante tal actitud. – ¡Nada le importa! Nos tiene aquí sufriendo sin que le importe ni un demonio-.

Xotchil, su mujer, a diferencia del resto de la estirpe, se mantenía callada. Ya había pasado por esto cientos de veces y sabía como lidiar con ello. Por supuesto no le gustaba la manera en que el los ignoraba ¿Pero acaso quedaba otra alternativa? No abría la boca ni para comer… ¡en 3 días!

Irma, su hija, fue la única que se atrevió, debido a su desesperación, a quebrantar las reglas y entrar a la habitación principal. Un ambiente lleno de humo, gracias a las enormes cantidades de cigarros que fueron suprimidos de manera demente, dificultaba la visión a tales magnitudes que estuvo cerca de caerse 2 veces, tropezando con libros, ropas y demás trastes viejos que se encontraban decorando el suelo de la habitación.

Entonces lo vio: Acurrucado a su bolígrafo, empedernido escritor, con el rostro desfigurado por el terrible desgaste de 3 días sin comer ni dormir, solo escribir. Le gritó, pero el no la escuchó. La visión de su padre, haciendo aquello que tantas satisfacciones económicas le habían traído a la familia, fue excitante. Un impulso eléctrico fue recorriendo todo el escultural cuerpo de la hija del escritor. Tuvo que salir corriendo, la impresión era tal que nunca quiso volver a ver un solo libro en su vida.

A eso de las 3 de la madrugada del día 4, el salió de sus aposentos. Pulcro como nadie, son una sola ojera, ni signos visibles de tal desgaste, una sonrisa le cruzaba como rió su rostro. Se limitó a pronunciar únicamente 3 palabras: Ya esta listo. Todos lo comprendieron, su post para el blogguercerdario, por fin, lo había terminado.

*Una disculpa a los lectores y blogguers de el blogguercedario. Por motivos de fuerza mayor no logré escribir nada para el tema pasado. Les ruego, me disculpen.

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¿Aló? -Señor Almirez, si voltea hacia su pórtico verá a su hija follando con el zapatero de la esquina. No se preocupe, no es el ‘presi’-.

¿Me puede comunicar con la señorita López? -Si, permitame un segundo… (¡Juana, telefnono!)- ¿Si, bueno? -Señorita López, le llama la amante de su novio, hoy nos quedamos de ver en el 5 letras, por favor vaya y sorprendanos que ¡ya no lo aguanto mas!.

Señor Presindete, llamada de los Estados Unidos, – Mister Calderón, today we kill a young mexican, please do not do anything, or else we’ll have to kill you too. With love your friend Barack Obama- . ¿Se encuentra bien señor presidente? -Si, solo llamaban para saber como estaba- .

¿José de la Cruz?, -Si, el mismo- le llamo para recodarle que tiene que escribir para el Blogguercerdario, por favor no se le olvide.

Cuando el telefono suena, es porque alguien te esta llamando. -Fursio-

Un pequeño bloqueo de escritor siempre se puede resolver con una buena llamada de teléfono, o con leer un buen libro de José Saramago, el cual ya no esta con nosotros y no nos podrá llamar nunca mas. Descanse en paz.

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Chop Suey!

Todos mis colegas me habían recomendado que no me ofuscara y que peleara por lo que por derecho me corresponde: el papel principal. Me exhortaron para que le escribiera una carta al director de la obra, en ella debía exponer mis argumentos para demostrarle que yo era la mejor opción para representar al protagonista.

Juan Arrabales era un pésimo actor, sin embargo tenía una enorme ventaja sobre mi: era el mejor amigo del director. Ante tan rival, yo sabía que no tenía ni la mas mínima posibilidad de competir, pero la frase que tanto me repitieron el día de hoy me dejo con la duda. «No tienes nada que perder, y si mucho que ganar».

Decidí escribir esa carta, aunque no tenía idea de como empezarla. ‘estimado señor director’, ‘colega y amigo’, ‘hijo de la gran chingada’; nada me agradaba y terminé escribiendo una carta personal. Odio, miedo, ira, ardor, entre otros sentimientos estaban reflejados en dicha carta.

Frases como: ‘El pinche Arrabales ni hablar sabe’ o ‘ Las actrices le tiene asco’, eran bastante recurrentes. Yo, acostumbrado a ser educado y respetuoso, y a ganarme mis oportunidades en base a trabajo y esfuerzo. Pronto me di cuenta que eso no valía absolutamente nada en un mundo tan asqueroso como este en el que vivo.

Por eso estas leyendo esto mientras observas mi cuerpo con el rostro desfigurado por un balazo que yo me provoqué. No me mal interpretes, era yo o el director. Una vez leí en una gran película que uno muere como un héroe, o vive lo suficiente para convertirse en villano. No, no soy ningún héroe, por lo menos tampoco soy un villano.

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De la ABC hasta la Z

Carlos Escobedo despertó al pequeño Luis a las 8 de la mañana el día 5 de Junio del 2009. Era hora de llevarlo a la guardería. Como todo buen padre soltero, trató con mucho cuidado a Luisito, le dio su comida y lo vistió con amor. A pesar de lo difícil que le había resultado la muerte de Claudia, habían logrado salir adelante.
La guardería era una Bodega alquilada por el gobierno, una ‘manita de gato’ y nada mas. A nadie le causaba buena espina, pero no tenían donde dejar a sus hijos. ‘Si no trabajo no como’ decía Carlos. ‘Además mañana es el cumple de Luis, y todavía no tengo su regalo’.
A las 10 de la mañana Carlos y Luis llegaron puntuales a la guardería de nombre ‘ABC’. ‘Cuídemelo mucho’ alcanzó a decir Carlos antes de partir rumbo a su trabajo. Iba a ir por el hasta las 3 de la tarde. El día transcurrió normal para el: Su jefe gritando y manoseando a las secretarias, los abogados sobornándolo para que aceptara la demanda mal realizada, Dona ‘Licha’ vendiendo sus aguas de horchata y el calor a mas de 38 grados centígrados.
A las 2:30 de la tarde, Carlos se dispuso a ir a buscar a Luisito, tenía hambre y quería ir al McDonalds mas cercano a comprarle una ‘cajita féliz’; los muñecos eran de Batman, y le gustaban mucho a Luis. Subió a su coche, un tsuru del 2002, y emprendió la ‘huida’ rumbo a la ‘ABC’.
Iba llegando a su destino cuando se topo con un tumulto asombrado, llorando. Ambulancias y patrullas policíacas con las sirenas a todo poder deambulando la zona. Una nube de humo adornaba el cielo. Espantado abandonó su coche y se corrió temiendo lo peor. Si, la guardería se estaba incendiando.
Desesperado corrió hacia el lugar intentando entrar, unos bomberos lo detuvieron y le dijeron que no podía pasar. ‘¡Mi hijo, Luisito esta ahí dentro!’, gritaba con todas sus fuerzas. Era tanta su convicción por buscar a su hijo, que los bomberos optaron por sacarle el aire con un puñetazo. ‘Y te quedas quieto hijo de puta’.
En 20 minutos su vida cambió. Ya no fue al McDonalds, no volvió a ver a Luisito.
Hoy vemos a Carlos frente a la casa del Presidente, ‘Los Pinos’.  Hoy se cumple un año de esa tragedia. Si uno le pregunta que hace ahí, el amablemente contesta. ‘Esperando a que este hijo de puta de Calderón me reciba’. -¿Por cuánto tiempo estará aquí?- ‘No lo se, pero algo le puedo asegurar: no me iré mañana’.

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Hasta el año que viene no volvería a ocurrir algo semejante

Por: K – Alejandro Marticorena


LunaLa niña rubia de grandes ojos azules ajustó el aumento de sus binoculares de modo de poder contemplar el acontecimiento astronómico en forma acorde con la importancia que tenía el evento.

Un hecho que  había logrado reunir, en la planicie de pastos largos y lacios como cabellos, a no menos de un par de millares de habitantes de la aldea a la que llamaban Burkha, un pueblito perdido tras los montes orientales de esa ignota región que ni aún los mapas más detallados consignaban.

Hasta el año que viene no volvería a ocurrir algo semejante. Los astrónomos lo habían vaticinado así. Teniendo esto en mente, Arkana ajustó luego, moviéndose con la agilidad de un felino, el trípode sobre la base de piedra que siglos atrás (se decía) había servido como sitio de sacrificios de civilizaciones milenarias.

Ya era prácticamente de noche cuando, por fin, el espectáculo que les brindaría la bóveda celeste comenzó. Alguien gritó algo y señaló hacia el este. El silencio fue creciendo conforme los asistentes comenzaban a advertir que el «show» que el cielo les ofrecería esa noche había comenzado.

Todavía no era momento para contemplar el evento en toda su magnificencia, pero Arkana era pequeña aún y no sabía esperar. Pegó sus hermosos ojos a los lentes de sus binoculares y sonrió. La luz que entraba por el dispositivo óptico iluminó de un color blanquecino sus azules ojos inmensos.

Los padres de Arkana, de pie a pocos pasos de ella, sonrieron ante su avidez. Se miraron, y pensaron que algún día sería astrónoma, como aquellos que con sus anuncios habían logrado congregar la atención de la mayoría de los habitantes de un perdido pueblito detrás de las montañas.

Media hora después, el espectáculo estaba en su esplendor. El padre de Arkana llamó a su hija. Ella había estado absorta en los detalles que podían verse gracias a los enormes binoculares y se estaba perdiendo la imagen de conjunto.

«Que la parte nunca te impida ver el todo«, le había dicho más de una vez. Y ésta era una de esas ocasiones.

Arkana se acercó a sus padres y contempló, por primera vez en su vida, algo que el cielo sólo les regalaría esa noche y otra, un año más tarde, y que luego tardaría varias vidas en repetirse.

Las tres lunas, amarillentas y redondas como ojos desesperadamente abiertos, formaban una línea recta vertical perfecta, a unos 30 grados en elevación desde el horizonte.

La del centro dejaba ver sus tenues pero definidos anillos, inclinados a unos 45 grados, muy parecidos a los que Arkana había visto en imágenes tomadas por la sonda espacial Dhakma, que el año anterior se había acercado a uno de los gigantescos planetas del sistema solar vecino, a cuatro años luz de allí.

Arkana pensó en los planetas que la sonda había descubierto. Pensó en el tercero contando desde la estrella en torno a la que orbitaban y en las especulaciones sobre la posibilidad de que hubiera vida allí, ya que –por su coloración azulada– parecía indiscutible la presencia de agua en abundantes cantidades. Pensó en cómo serían, de existir, las formas de vida de ese lejano e ignoto planeta.

Y pensó, además, en lo vacías y aburridas que se verían las noches desde un planeta que sólo poseía una única luna.

Próximo turno: M – Daniela – Activo

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Y pudimos contemplar su brillante calva y su poblada barba

Por K – Alejandro Marticorena – Activo

La tarde se arrastraba despacio, al ritmo del sol primaveral que caía, oblicuo, sobre la mesa del bar Asgard en la que una rubia Quilmes por la mitad prometía aún un par de vasos más (con o sin espuma) para el gordo Chelo y para Quicho.

El Mocho estaba (diría más tarde Quicho) «más Mocho que nunca«. No participaba de las risotadas de los otros dos, que venían recordando anécdotas viejas, de varios años atrás. Escribía algo en su eterno cuaderno con espiral con gesto concentrado, abstraído…

–¿Y la misionera? ¿Te acordás cuando fuimos a bailar al boliche ése… «La verdulería», creo que se llamaba?– Chelo a duras penas podía contener las lágrimas cada vez que algo lo hacía reír.– ¡Qué pedo se agarró, mamita querida! «Necesito estar con un hombre, ahora«, le dijo a Lalo, y el pelotudo la llevó al reservado y le fue a buscar un té…

–Lalo siempre igual– dijo Quicho– …ese samaritanismo con las féminas desprotegidas y vulnerables… como aquella vez que terminó con esa puta tomándose un café en la esquina del burdel haciendo que la mina le cuente sus desdichas… No se la cogió, ¡y encima le pagó el turno! ¡Le pagó por hablar! Bueno, por ahí se garchaba a su psicóloga, qué sabés…

Las risas estallaban como relámpagos en la cara del Mocho, pero éste continuaba absorto en la redacción de su texto.

Chelo se agarró la cabeza antes de hablar.

–¡Pará! ¿Y te acordás cuando fuimos al  Tigre con Julito Ciccone, el mecánico, Ariel y no sé quién más con esas minas que había traído Jorge Sanó? ¿Y que nos escondimos Ariel, vos, Julito y yo abajo del piso de tablas de la casa con pilotes para verle el «asunto» a la morocha entre las hendijas de la madera porque nos habían dicho que no usaba bombacha?

–¡Fue mundial!– dijo Quicho, encendiendo un Marlboro. ¿Y te acordás lo que dijo el pelotudo de Ariel después, queriendo hacerse el poeta? ¡Qué pelotudo, por Dios!

Chelo tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar de la risa.

–No, la verdad que no me acuerdo…

–Dijo algo así como que «pudimos contemplar su brillante calva y su poblada barba«…

Chelo comenzó a reírse y a toser de una manera que logró desconcentrar hasta al Mocho. El rechoncho rostro de Chelo amenazaba estallar en cualquier momento como producto de la tos, agravada seguramente por los años de fumador que el gordo había logrado comenzar a dejar atrás hacía cinco meses, y dos gruesas lágrimas habían dejado unos surcos brillantes en sus cachetes, inflados y rojos como manzanas.

Quicho le alcanzó el vaso lleno por la mitad del líquido amarillo y alegre, y Chelo se lo agradeció, con un gesto, sin dejar de reír.

–¿Qué pasa, Mochito?– dijo Quicho.

–Ya casi está y se los leo.

Quicho y Chelo se miraron con gesto misterioso.

–Ya está– dijo el Mocho– Chelito, ¿qué me decías, vos, el otro día, de que los mensajes de texto no dan para incluirlos en un texto poético y eso?

–Eso mismo, Mocho. Te decía eso. A mí me parece que no da, pero bueno, el escritor acá sos vos.

–Te apuesto 50 mangos a que con este texto te emociono y me das la razón a mí.

Nada era peor para Chelo que alguien lo desafiara con una apuesta, y de ese modo. Así que redobló la apuesta.

–Ah, me estás desafiando, Mocho querido. Bueno, que sean 100 entonces. ¡Tomá! Me vas a venir a correr con la parada a mí… y emocionarme las pelotas.

–Upa– dijo Quicho, empujando de un trago lo último que le quedaba en el vaso.

El Moncho lo pensó unos segundos.

–Dale. Cien mangos. Quichín, sos testigo.

–Hecho– dijo Quicho

–Hecho– dijo Chelo, y le dio la mano al Mocho.

Éste carraspeó, y comenzó a leer de su cuaderno.

«Noche es tu ausencia. Oscuridad es que no me sonrías, que no me toques. Tristeza es saber que te vas y sentir que mi corazón llama a tu sangre nombrándote en cada latido.

«Añorar es pensarte. Como ahora, como siempre, como nunca. Desear es tu piel, tu boca. Luz o, mejor dicho, sol, es tus ojos. Tu mirada, ese dulce otoño donde crepita mi alma. Vibrar es verte volar con los pájaros que soltás cuando te encendés como sólo yo sé encenderte. Vibrar es estallar en fuegos de arco iris cuando me encendés como sólo vos sabés encenderme. Vivir es que me hables, es hablarte.

«Noche, ya lo dije, es tu ausencia. Amanecer es ver que llegás. Que me llegás. Que estás, que sos para mí. Suelo es que te vayas; cielo, que vuelvas.

«Movimiento es tu cuerpo, tu manera de bailar, tu sonrisa sensual mordiéndote el labio inferior. Lujuria es tu ternura a prueba de balas, tu manera de acariciarme el pecho, la cara, las esperanzas. Color es estar cerquita tuyo, calor es tenerte, que me cantes.

«Frío, ya lo dije, es tu ausencia. Tibio es que me abraces, que me mires de cerca, cada vez más de cerca hasta que parezcamos cíclopes y nuestros dos únicos ojos se cierren en un beso doble, hondo, húmedo. Caliente es que me seduzcas, que seas ahora mi gata, después mi puta y al rato mi perra. Que me hagas tu hombre, tu macho. Hacerte el amor primero y cogerte después. Que me cabalgues, que me sometas, que me hagas tuyo y después hacerte mi esclava, mi súbdita, mi Princesa, mi Reina, mi amada para siempre.

«Suave son tus pechos redondos y tibios como enormes uvas; fruta es el sabor de tus besos; chocolate, tu aliento. Bosque, montaña, océano es tu olor a mujer, tu deseo de madera para mi pasión de fuego; mi intensidad de sol hacia tu elegancia de nieve. Mis ramas entre tu brisa, el sonido dulce de nuestro amor.

«Alegría es escucharte. Tristeza, ya lo dije, es saber que te vas. Dulce es sentir que llega tu mensaje al celular cuando lo espero. Salado es besarte, que me beses. Cosquillas es que me sonrías, que me mires fijo, sin pestañear.

«Horizonte, futuro, esperanza, son algunas de las palabras que colecciono para pronunciar junto a vos.

«Emoción es lo que me pasa al recordarte. Amor sos vos. Amor sos sólo vos.

«Renacer es leer que me digas ‘estoy yendo, vida’. Felicidad es escribir ‘yo también, amor’.

«Paz es decirte ‘te amo’.»

Los sonidos llegaban amortiguados de la calle y en el bar, que no estaba muy lleno, resonaba el decrépito televisor en el otro extremo del salón mostrando la pantalla roja de Crónica TV con letras enormes y blancas.

Quicho y Chelo estaban quietos. Ninguno de los dos pronunció palabra durante unos segundos interminables.

Chelo se inclinó hacia atrás en la silla, metió una mano en el bolsillo de su pantalón y le extendió un billete de cien pesos al Mocho. Éste sonrió y lo miró. Chelo se puso de pie.

–Qué conchudo… –dijo, como para sí mismo. Y se fue al baño.

–Te pasaste, Mochito… es impresionante eso que escribiste… ¿Es para María?– dijo Quicho.

–Sí…– dijo el Mocho, observando pensativo el billete.

Abel, el escuálido mozo del bar, se acercó acomodando sillas. Cuando llegó se apoyó en el respaldo de una de ellas y los miró con gesto intrigado.

–¿Pasó algo, che? Hasta hace un rato se estaban cagando de risa… y ahora lo ví a Chelo que se iba al baño… ¿me parece a mí o estaba moqueando el gordo?

Quicho sonrió tiernamente y lo miró a los ojos.

–Puede ser, Abelito, puede ser. No parece pero el gordo también se emociona.

Glosario para no rioplatenses

Pedo: borrachera.

Boliche: local bailable.

Mangos: pesos.

Coger: hacer el amor.

Celular: teléfono móvil.

Moquear: llorar.

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Y si te pica te rascás

Depende— dijo el Mocho.

¿Depende de qué?— dijo el mecánico. —Si te hacen cosquillas te reís, y si te pica te rascás. Yo veo la vida así, macho. Lo que pasa es que ustedes la complican al pedo.

Jorge (el mecánico) jugueteaba con el sobrecito de azúcar de una forma que al Mocho lo irritaba más que al mismísimo Chelo.

No podés ser tan elemental, Jorgito— disparó el Mocho. —O sea que para vos la vida es dos más dos, blanco y negro, esto está bien y esto está mal, dos o tres refranes y ahí se termina la cosa. Ay Dios…— y juntó las palmas de las manos como si rezara.

El mecánico acusó el golpe pero en virtud de que esa noche había ido al bar Asgard con su novia Claudia (quien por simple aburrimiento ante los temas tratados estaba más callada que de costumbre) prefirió no apelar al expeditivo trámite de rajar a puteadas al Mocho como dos noches atrás.

Mirá, Mochito, yo no tendré estudios como vos pero tengo calle, ¿sabés? Yo te digo que la vida en el fondo es sencilla. El que la complica es uno. Y los refranes por algo existen, son sabios aunque a vos te parezcan una boludez.

Bueno, está bien— dijo el Mocho, perdiendo la paciencia– entonces decime quién tiene razón en el caso de la piba ésa que tenía un retraso mental, que la violaron y la dejaron embarazada. Y entonces la familia pedía de rodillas que le hicieran un aborto, pobrecita. Dale, decime, ¿a quién le das la razón vos? ¿Qué refrán podés aplicar ahí?

El mecánico levantó los brazos con una sonrisa falsamente complaciente, como si se quejara del problema que el Mocho le estaba tirando encima.

Bueno, pero vos también te vas al carajo, che…— protestó, buscando con la mirada el auxilio de Chelo, quien solía ponerse de su lado en los enfoques más conservadores y hasta reaccionarios de las discusiones. A Chelo le encantaba oficiar de abogado del diablo («deformación profesional», decía él) pero en este caso el ejemplo ofrecía tantas aristas de análisis posibles que sólo arrojó una opinión tibia, como un pañuelo de papel recién usado.

A mí lo que me resulta intragable, y perdoname, Mochito, porque sé que mis opiniones te irritan, pero lo que no me banco es la idea de que un grupo de letrados tengan arbitrio para decidir sobre la vida de una persona que aún no nació. En mi opinión la vida está por sobre cualquier valor y sólo Dios es quien puede decidir la discontinuidad de la vida. Si él decidió que esa chica quede embarazada sus razones tendrá, por más cruento que haya sido el acto en que la chica quedó preñada y por más retrasos mentales que tenga. Además…

Pero el Mocho no lo dejó seguir.

Ay, Chelo, Chelo. Si no fuese que hoy contamos con la ilustre presencia de Claudia con nosotros, vos y quienes estamos acá ya habríamos entrado en otra dinámica de discusión. Pero como está la dama parece que tenemos que ser diplomáticos de carrera. ¡Dejate de joder, gordo, no estamos en Tribunales, che! ¡Colgá la toga!

El mecánico reía.

Más que un cuervo parecés un cura, che…

Bueno, como quieran– se defendió Chelo— pero la realidad es que justo ése es un ejemplo bastante difícil, che, ¿por qué no buscan uno sobre fútbol o sobre política?

Dejá, Chelo, no importa, todo este quilombo se armó porque yo dije que me parecía mal que un tipo casado como Lucho se tire una canita al aire. Y sigo pensando que si se casó es por algo, y si le gusta otra mina que largue la que tiene y se encame con todas las que quiera.

Claudia miraba al mecánico con auténtico amor y admiración. La imagen produjo algo muy parecido al asco en el Mocho.

Ay, Jorgito querido: eso lo decís porque tu novia está acá…

Claudia, por primera vez, intervino.

Ay, Mocho, basta, si yo sé cómo piensa Jorge, por eso estoy con él.

El mecánico le agradeció el mimo verbal a su novia con un pico. Para el Mocho fue demasiado.

Mejor voy al baño.

Buen provecho— lo provocó el mecánico. Chelo no pudo contener una carcajada. Claudia se contagió, y en un segundo los tres reían. Menos, claro, el Mocho, quien antes de seguir camino hacia el baño se agachó y le habló al mecánico al oído.

Andá a lavarte el culo con aguarrás— y le palmeó el hombro.

¿Qué te dijo?— curioseó Chelo.

Algo irreproducible— dijo el mecánico, y terminó de un trago su Seven-Up¿Vamos, bombón?

Dale, ya tengo sueñito— le dijo Claudia, desperezándose como una gata somnolienta.

Bueno, bancame que le pago a Abel y vamos.

El mecánico fue hasta la barra donde el mozo Abel, del otro lado del mostrador, hojeaba una revista Caras con una impresionante foto de Pampita en la tapa.

Ah, bueno… — exclamó el mecánico. Abel lo miró socarronamente.

A que no la partís como un queso.

¿Cómo? la parto en ocho, Abelito. Y me guardo una porción para el otro día. A ver, dejame verla bien… perdón, eh, pero es que ya me voy… dejame ver esta belleza y ya te dejo con ella…

El mecánico giró la revista para ver bien la fotografía de Pampita. Vigiló con el rabillo del ojo que Claudia no se hubiera movido de la mesa. No, ahora conversaba animadamente con Chelo, de modo que no había peligro. Recitó las palabras como si la bella mujer realmente pudiera escucharlo desde la foto:

Ay nena, ay putita, qué orto tenés… qué perra que sos, carajo, cómo te garcharía, hembra hermosa, te juro que no me importaría cortármela en rodajas si antes te pudiera echar el polvo de mi vida, bombonazo, que te chupo toda…

Eeeepa, epa, che– exclamó Abel– voy a pensar que te tienen mal atendido, Jorgito…

El mecánico alzó la vista un segundo, sólo para seguir contemplando esas curvas de vértigo.

No te creas, Abelito. Pero esta mina supera todas las marcas…

¿Todavía te seguís viendo con la morocha ésa que te tenía loco?

El mecánico comenzó a hojear la revista con evidente intención de encontrar el resto de las fotos que prometía la revista en la tapa.

Hay costumbres que no hay que perder aunque uno esté por casarse, flaco. En la variedad está el gusto, dice el refrán, ¿no?

Che, ¿y tu novia no sospecha nada?

Justo en ese momento el Mocho volvía a la mesa. El mecánico giró la cabeza y lo miró. Desde lejos, aquel le preguntó, con una seña, si ya se iban. El mecánico le respondió que sí con un gesto. Luego, miró a Abel a los ojos.

Las minas siempre sospechan, Abel. Pero hay que hacer las cosas con cuidado. Ojos que no ven…

Le pagó y se fue, no sin antes echar un último vistazo a la portentosa figura de la modelo.

… corazón que no siente… — dijo Abel, sin que el mecánico pudiera escucharlo ya.

Y se puso a hojear la revista otra vez.

Glosario para no rioplatenses

Cuervo: abogado

Quilombo: lío.

Tirarse una canita al aire: ser infiel.

Mina: mujer

Encamar: hacer el amor, follar.

Pico: beso breve en los labios

Bancar: esperar, aguantar.

Garchar: ídem encamar, pero con algo de apasionada violencia.

Echarse un polvo: eyacular.

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¡No hay nada más patético que un hombre con una erección matutina!

Su olfato funcionaba tan acertadamente como siempre. Desde el vamos, desde el momento en que llegó al aula y sólo había cuatro personas –dos mujeres y dos hombres–, desde el instante mismo en que la vio, supo que debía sentarse al su lado.

Era la primera clase de «Literatura latinoamericana I», del primer año de la carrera de Letras, en la Universidad de Buenos Aires. Entró, con esa mezcla de curiosidad y módica angustia ante el comienzo de un nuevo cuatrimestre, una nueva materia, un nuevo desafío. Y la encontró allí, sentada. «Casi como si me esperaras«, le diría después.

Quicho supo, también, que su presencia no había pasado inadvertida para ella. Morocha, delgada, con una melena soberbia, ensortijada; unos labios sugestivos; una tez mortecina («como un crepúsculo en la selva«, le diría después); unos ojos rasgados, enigmáticos, y una mirada sensual, bien podría haber encarnado la versión autóctona de Pocahontas.

«¿Sabés cómo me llamo de primer nombre? Mariela es el segundo«. Su pregunta ya indicaba los primeros pasos en el camino de una seducción mutua que se alargaba frente a ellos como una playa brillante bajo una luna llena. Ahora estaban en el bar «Platón», en la esquina de la facultad, y había terminado esa primera clase. Si bien a Quicho comenzaban a aburrirle las minas que daban señales de entregarse ya durante la primera charla de café, esta mujer («mujer con eme de mayúsculas«, le diría después) tenía mucho de especial.

«Vos me dijiste hace un rato que mi piel es ‘como un crepúsculo en la selva’…» dijo sugestiva llevándose el pocillo a la boca entreabierta. «Bueno, adiviná…» le dijo, acomodándose en la silla con un meneo de caderas que horas después repetiría, pero en otro lugar, sobre otra superficie.

«Selva…» dijo él, como si asistiese a una revelación… «Selva… nunca un nombre estuvo mejor puesto…» Los ojos de ella brillaron en sintonía con los de él; se producía una sintonía de palabras y de hormonas que atávicamente estaban determinadas por la pulsión humana, esa fuerza incontrolable, poderosísima, destinada en última instancia a preservar la especie sobre la Tierra.

Sin embargo, por momentos Quicho se sentía desconcertado; había algo en ella que resultaba contradictorio. Su apariencia sobria aunque elegante sugería una mujer con cierta experiencia en las artes de la seducción. Sin embargo, en su discurso había huellas o bien de una cierta torpeza para representar el papel de «gata intelectual» –las que más seducían a Quicho– o bien de rasgos de una cierta represión interna frente a los hombres, ese «dulce objeto de mis reflexiones«, le diría ella después.

La frase, soltada como al descuido, sucedió ya entrada la madrugada, cuando ya llevaban más de tres encantadoras horas en el bar e, incluso, ya habían cenado algo y discurrían sobre temas ya más relacionados con la cotidianeidad el  pasado amoroso de cada uno que con el erotismo y la sensualidad. «Dejame de joder, Quicho, ¡No hay nada más patético que un hombre con una erección matutina!«. La aseveración contrastaba con el tono general de la conversación, y él creyó detectar allí la pista, el signo revelador de algún nudo de conflicto en su pasado.

Y aparecería, ese nudo terrible aparecería, pero meses después, de la manera más impensada. Porque esa noche finalmente darían rienda suelta a su desenfreno, a la pasión contenida por varias horas, las pantorrillas refregándose debajo de la mesa, la calentura que habían estado macerando por largas horas de desearse con miradas, indirectas y, finalmente, directas; las palabras y los gestos que los arrojaron a un telo donde se quedarían hasta pasadas las ocho de la mañana hasta que la necesidad de volver al trabajo muertos de cansancio pero felices, satisfechos y plenos los hizo despedirse en la puerta de la casa de ella bajo promesa de ir a desayunar pronto, juntos.

Ella fue dulce, llamativamente dulce con Quicho al despedirse. Lo miró de una manera extrañamente profunda, casi inquietante. Le acarició la mejilla, le dijo cosas sobre el amor, sobre haber sentido primeras veces de varias cosas. Él la abrazó con fuerza, con profundidad, y pese a los miedos que ella le había confesado luego de su cuarto orgasmo él le dobló la apuesta, le disparó las palabras mágicas aunque más temidas. Le dijo «creo que me estoy enamorando de vos» mirándola a los ojos.

Ella subió a su departamento sintiendo que el amor, finalmente, había llegado a su vida cuando parecía que ya nada era posible.

Quicho se subió al colectivo saboreando aún su boca, el olor de su piel, su sexo húmedo. El sol asomaba entre los edificios de una Buenos Aires que se desperezaba. El sueño, producto de horas enteras de sexo, lo vencía durante el breve viaje a su casa, donde se cambiaría para ir al trabajo. Pero antes de dormirse, cabeceando y sonriente, un solo pensamiento rondaba su cabeza.

«Cuando les cuente a los muchachos en el bar…»

Próximo turno: J – Lustorgan – Activo

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Yo pienso en vos estés en donde estés

–«Sos mi amanecer, sos mi lluvia en medio de la sed, sos el aire que me hace volar, yo pienso en vos estés en donde estés«…– leyó el Mocho, tras lo que se llevó a la boca el cortado en vaso que un rato antes le había traído Abel, el eterno y escuálido mozo del bar Asgard.

–Yo le sacaría el segundo «en«– dijo Quicho.

El Mocho se detuvo en la lectura de la carta y miró el papel de arriba a abajo, como si no entendiera.

–No entiendo– dijo.

Quicho hizo un gesto de impaciencia y tomó la hoja. Le señaló las palabras como si el Mocho fuera un pibe de seis años.

–Última frase escrita. Primer «en«, segundo «en«. «Pienso en vos, estés en«… ¿Ves? Es redundante.– Y soltó la hoja delante del Mocho. Éste se alisó los rulos pelirrojos. Leyó la corrección en voz más baja.

–«… el aire que me hace volar, yo pienso en vos estés donde estés…«

El Mocho enfatizó con la voz la palabra «donde» y siguió alisándose los rulos pelirrojos como si hubese algo que aún no le cerraba.

–Hay algo que todavía no me cierra– dijo. Quicho encendió un Marlboro. El bar se iba poniendo del color del vino tinto a medida que el sol desaparecía detrás de los edificios. Abel iba y venía con los pedidos; se escuchaban ruidos a pocillos y cubiertos; el televisor encendido en uno de los extremos del bar sumaba su batifondo a las esporádicas risas y las cargadas entre Abel y Álvarez, el encargado del bar, por el resultado del partido del domingo.

–¿Qué no te cierra, Mochito?– Quicho puso, coincidentemente con una bocanada de humo, su clásica cara de Humphrey Bogart, con el ojo izquierdo entrecerrado.

–No sé, me parece que le sigue sobrando algo.

–A ver, repetime.

–Bueno, te leo desde el principio…

–Dale.

El Mocho carraspeó antes de comenzar.

–«Entre todos los pensamientos que pueden florecer en mí, el mejor es el tuyo. Entre todas las playas donde puedo caminar, la que tiene tu arena es ésa donde dejaré escrito tu nombre para siempre. Entre las melodías que podría elegir para celebrarte, la de tu voz será mi himno. Sos mi amanecer, sos mi lluvia en medio de la sed, sos el aire que me hace volar, yo pienso en vos estés donde estés«…

Quicho hizo chasquear los dedos.

–¡Ya está! El problema es «yo«.

El Mocho esbozó una media sonrisa sobradora.

–Dirás «soy yo«, Quicho. ¿Cómo «es yo«? «Yo Mocho, tú Quicho, nosotros estar en bar«– lo gastó.

–No, pelotudo. Me refiero al deíctico.

–Dale, hermano. En castellano.

–¡Ay, ay, ay!– dijo Quicho, agitando las manos en gesto escandalizado. –¡Mucha facultad, mucha psicología, mucho seminario de Jacques Lacan, macho, pero todavía no aprendiste qué es un deíctico!

–Y… no… Pero para eso te tengo a vos, que estudiás Letras.

–El pronombre «yo«, Mochín. No me vas a decir que no sabés lo que son los pronombres.

El Mocho hizo un exagerado (e irónico) gesto de haber comprendido.

–¡Aaaaah, los pronombres! ¡Pero hubiéramos empezado por ahí!

Quicho hizo caso omiso a la ironía.

–Bueno, el «yo» final está de más. Sacalo y fijate cómo queda.

El Mocho tomó la birome e hizo un par de correcciones. Las tachaduras y palabras sobreescritas se acumulaban en la hoja como una extraña e indescifrable madeja de trazos, como una lucha de arañas.

–«Sos mi amanecer, sos mi lluvia en medio de la sed, sos el aire que me hace volar, pienso en vos estés donde… estés«…– leyó, e hizo una última corrección en el «estés«. Se quedó unos instantes pensativo, mordisqueando en capuchón de la birome, y exclamó:

–¡Por fin! Ahora sí, che. Ma’ sí, yo se la doy así. ¿Vos creés que le va a gustar?

–Esa mina sólo desea que le demuestres interés, Mochito– aseveró Quicho, con voz de experto.

–¿Te parece? No sé… porque a mí me da la sensación de que mucha bola no me da.

Quicho se inclinó hacia el Mocho.

–Las minas, y a ver si nos entendemos, Mochito querido, son hábiles. Su estrategia es la astucia y son expertas en hacerse las boludas cuando quieren. Pero a esa mina la observé: está con vos, haceme caso. Yo, Gustavo «Quicho» Gómez, te garantizo que esa mina está con vos y vas a ver que en un mes (dos, a lo sumo) te la cogés.

–Pero Quicho, si ni me mira cuando le hablo… ¿y por qué para vos todo tiene que terminar en coger? Yo no sé si quiero coger con ella…

Quicho sonrió y le robó al Mocho un sorbo del cortado, que ya estaba frío.

–Mirá, Mochito, cuando vos aceptes que cualquier relación hombre – mujer está basada en la pulsión, la libido, el deseo, aunque sea en estado larvario y potencial, vas a poder afrontar mejor tus estudios de psicología.– Y adoptó un bromista tono paternal.–Repetí conmigo: «en las entrepiernas del hombre y la mujer se esconde la fuerza que mueve al mundo»…

El Mocho se sonrojó un poco y chasqueó la lengua, mirando por la ventana.

–Dejame de joder, Quicho, estoy hablando en serio… yo estoy enamorado de Clarita, ¿entendés?

–¡Y por eso te lo digo, hermano! Escuchame: si vos no consumás en una buena cogida toda esa carga apolínea y melosa que tenés y que ya me tiene hinchado las pelotas, la mina se va a hinchar las pelotas más que yo y se va a encamar con… con… ¡con Abel, mirá lo que te digo!

La risa del Mocho era transparente, contagiosa. Ambos rieron. Imaginaban la escena (Clara cogiendo con el escuálido Abel, a punto de romperse por la mitad dada la fogosidad por la que aquella era casi famosa) y no podían evitar reír más. Los años noventa recién despuntaban, había un montón de cosas que aún no habían sucedido en la Argentina, Carlos Menem no llevaba un año en la presidencia y ellos, aún, eran en algún punto ingenuos todavía.

–Está bien, sólo necesito tiempo…

Quicho lo interrumpió, señalándolo con dos dedos entre los que sostenía el Marlboro.

–Sí, pero no dejes que el tiempo conspire contra la temperatura de su deseo, Mochín. Estás en el momento justo, te lo digo yo. ¿O vos te creés que el otro día fue casualidad que se apareciera por acá? ¿A quién saludó primero? ¿Qué gestito te hizo con los ojos cuando se iba, tres minutos después? Dale, Mocho, vos no ves las cosas porque no querés…

–Bueno, qué sé yo… no me pareció nada fuera de lo común… y esa caidita de ojos la hace cada tanto.

–Sí, a vos, pero ¿viste que se la haga a alguien más?

El Mocho quedó pensativo.

–Bueno, pará, me estás haciendo ilusionar…

–Te la tenés que coger o se va a ir. Mucho tiempo más no se va a bancar esperándote.

–¿De veras creés que me está esperando?

Quicho apagó enérgicamente el pucho sobre el cenicero y le extendió la mano.

–¿Qué apostamos?

El Mocho dudó unos instantes.

–… ¿un tostado de jamón y queso…?

–Andá a cagar– exclamó Quicho, y llamó a Abel con un gesto de pedir la cuenta. –Me tengo que ir, Mochito, Selva me espera.

–Quicho, antes de irte, ¿cómo era esa frase de ese poema que le escribiste a Selva, que a mí tanto me gustó?

Quicho entrecerró los ojos, en gesto de hacer memoria. Recitó:

–«Dame una duda, una miseria, necesito humanizarte, no te resisto tan etérea…»

–Qué hijo de puta… — dijo el Mocho, casi entre dientes. Abel llegó acomodando sillas, le cobró a Quicho y, con el mentón, le hizo un gesto de consulta al Mocho.

–Traeme otro cortado en vaso, Abelito.

Quicho se iba. Al escuchar el pedido se volvió y le dijo a Abel, señalándolo al Mocho:

–No le pongas mucha «leche», que éste ya tiene de sobra.

El Mocho se levantó de la silla y correteó a Quicho entre las mesas hasta la puerta. Le pegó una cariñosa trompada en el brazo. Se abrazaron, y luego Quicho se fue. Abel, desde lejos, pensó que bien podrían haber sido hermanos esos dos.

El Mocho se sentó y comenzó a releer el poema para Clara. No había llegado a la mitad cuando se dispersó, recordando la frase del poema de Quicho.

–Qué hijo de puta– dijo, con admiración. Ojalá yo pudiera escribir así.

Glosario para no rioplatenses

Cortado en vaso: café con un chorro de leche (puede ser fría o caliente, según los gustos) servida en vaso de vidrio en algunos bares de la ciudad de Buenos Aires.

Mina: mujer.

Pibe: niño.

Cargada: broma, chanza.

Gastar: hacer bromas a otro.

Coger: hacer el amor.

Tener leche: estar sin hacer el amor durante demasiado tiempo.

Próximo turno: J – Lustorgan – Activo

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Un enorme sudafricano, y uno muy bien dotado

–¿Sabés lo que te hace falta a vos, pelotudo? ¡Un enorme sudafricano, y uno muy bien dotado!

Clarita quizás nunca había sido –valga la redundancia– tan clara.

–Bueno, bueno, bueno. Si vamos a empezar con agresiones me voy– dijo el gordo Chelo.

–Hacé lo que quieras– le espetó Clarita, que a esa altura echaba chispas por sus ojos celestes, chiquitos y vivaces.

El Mocho intervino con intenciones de contemporizar.

–Creo que Clara no puede soportar en vos el prejuicio que tenés contra negros y homosexuales. Si pudieras al menos contemplar que ni los negros son una raza inferior, como vos decís, ni los homosexuales son una aberración de la naturaleza…

En lugar de contestar, el gordo Chelo hizo señas al escuálido Abel, el eterno mozo del bar Asgard que seguía la discusión desde hacía unos minutos acodado en el mostrador. Abel y Álvarez, el encargado, gustaban de seguir las discusiones –que generalmente se suscitaban entre cualquiera de los integrantes del grupo de amigos y el gordo Chelo– como quien sigue un partido de tenis desde la tribuna.

Abel, como era su costumbre, se acercó acomodando sillas.

–¿Señor…?– le dijo a Chelo.

–Traeme un tostado de jamón y queso, Abelito. Ah, y ponele una rodaja de tomate.

Abel sonrió.

–Creí que ibas a pedirlo con una «feta» de tomate–.

La mirada de Chelo cambió. El gordo era famoso por su impulsividad; era capaz de agarrarse a las trompadas por una boludez si su interlocutor —a su juicio– se pasaba de la raya. La respuesta de Abel era un gaste por algo sucedido el día anterior y formaba parte de su sorda antipatía ante la soberbia petulante de Chelo, quien a su vez no perdía oportunidad para marcar ciertas diferencias socioculturales con el delgadísimo mozo.

El Mocho, sentado al lado del gordo Chelo, pensó por un momento que tendría que frenarlo. Pero no hizo falta.

–Mirá, nene, vos mejor limitate a hacer tu laburo y no te quieras pasar de listo que no tenés con qué. Andá, traeme el tostado –y se interrumpió de pronto, mirando al Mocho y a Clarita– ¿ustedes van a pedir algo?

Clara habló sin quitar la mirada de Chelo, sentado frente a ella.

–Traeme una Sprite Light, necesito refrescarme.

Chelo interrogó al Mocho arqueando las cejas.

–No, yo nada por ahora, gracias.

–Un tostado y una Sprite Light para la dama. Ah, traeme un cortado también.– ordenó Chelo.

–¿Lo vas a comer o se lo vas a dejar al Mocho, como ayer?– se desquitó Abel.

El Mocho cerró los ojos e hizo un gesto como diciendo «ay…«. Chelo volvió a mirar al mozo con expresión oscura. Sin embargo, aún resonaban las palabras del Mocho del día anterior, cuando le contó del hijo que Abel había perdido más de dos décadas antes y del fallido intento de suicidio de su mujer; su invalidez a causa de eso. Y se apiadó. Hizo un gesto como de espantar moscas.

–Andá, querido, mejor andá.

Abel dio media vuelta, y Clara volvió a la carga.

–Un día de éstos te va a escupir el tostado antes de traerlo…

–Que yo no me entere porque lo dejo sin laburo al pelotudo éste. Se cree un langa y es un forro.

–Volviendo al punto –dijo Clarita– no entiendo por qué sos tan facho. Con vos no se salva nadie. Los únicos que quedan en pie son los de piel blanca, con estudios, que vivan en las zonas acomodadas de la ciudad de Buenos Aires y si tienen ojos claros mejor. Debe ser por eso que te dignás a discutir conmigo, porque tengo ojos claros.

–No es así. No es así. Si fuera tan así yo no estaría viniendo regularmente a un bar que queda en Floresta cuando yo vivo en Belgrano. Sólo opino que si las clases dirigentes en el mundo han sido generalmente de raza blanca, por algo debe ser.

–¡Pero otra vez! –estalló Clarita– ¡Hace diez minutos te dije que vos tomás por causa lo que es una mera consecuencia y no querés verlo!  ¿Te das cuenta que es imposible discutir con vos? ¡Gordo, no podés ser tan cerrado! ¡Que los blancos predominen en los sectores que manejan el mundo tiene que ver con cómo es la configuración del capitalismo transnacional y de los valores culturales que difunde por todos los medios a su alcance, que no son pocos! ¡No se trata de algo genético!

El gordo Chelo no se dió por vencido.

–Mmmm, no sé, no sé. Demasiadas coincidencias. Lo que ví en Sudáfrica el mes pasado, por ejemplo, es atraso, miseria y muy poca voluntad por parte de esas clases negras que vos tanto defendés por progresar, por crecer, por demostrar que quieren superarse. Lo único que quieren es zafar, que las cosas les vengan de arriba. No tienen cultura de superación personal, no tienen espíritu emprendedor, por eso fueron colonia siempre. ¿O vos creés que es casualidad que la mayoría de los países africanos fueron colonia de alguna potencia? ¿O vos creés que es casual que los tomaron de esclavos?

Clarita se agarraba la cabeza, moviéndola en un gesto como si dijese «no puedo creerlo». El Mocho simplemente miraba. Ella no aguantó más.

–¿Y vos no vas a decir nada? ¿Vas a asistir en silencio a esta rémora de fascismo e intolerancia que tenés sentado al lado tuyo?

El Mocho carraspeó para aclarar la garganta.

–Yo creo que el gordo se aferra a sus creencias porque de esa manera construye un mundo más seguro, donde no hay lugar para los grises, donde todo es blanco o negro, correcto o incorrecto, amigo o enemigo, malo o bueno –Chelo hizo un gesto de restarle importancia a lo que escuchaba. El Mocho siguió. –De ese modo puede desplegar su subjetividad más eficientemente de acuerdo con sus valores y su visión del mundo. Lacan creía que de esa forma se produce…

Clara no lo dejó seguir.

–Andá a cagar, Mocho. ¡Lo que quiero es que sientes posición, que tomés partido! ¿Podés dejarte de joder un poco con la psicología? No estamos en tu consultorio ahora, che, esto es un bar y estamos discutiendo entre amigos!

El Mocho se sintió arrinconado.

–Bueno, no te pongas así, che… Evidentemente la segregación, la intolerancia y el racismo son padres de muchos de los males de la humanidad; creo que en las sociedades democráticas de hoy estaría bien…

Clara estalló otra vez.

–¿¡Ves!? ¿Ves por qué es como yo digo? ¡Ustedes los psicólogos son incapaces de comprometerse con una ideología, maldita sea, la puta profesión que tienen les impide tomar partido abiertamente por algo o por alguien! ¡Todo lo relativizan! ¡Te estoy pidiendo que opines sobre lo que dice este aparato, no que me hables de su estructura psicológica ni de las sociedades democráticas occidentales!

El Mocho pareció por un instante desorientado.

–Pero es que… bueno, está bien, no, no estoy ni puedo estar de acuerdo con vos, Chelo –dijo esto mirando alternadamente al gordo y a Clarita– creo que no son buenas las conductas segregacionistas, en el mundo han hecho mal, y en definitiva esconden un profundo miedo ante aquellas cosas nuestras que el otro, con sus diferencias, nos está marcando: creo que en definitiva la no aceptación del otro es miedo hacia esas cosas que no aceptamos de nosotros mismos y miedo hacia eso en el otro que no podemos comprender, quizás exista un mecanismo como de…

La llegada de Abel con el pedido lo interrumpió. Clara aprovechó y continuó con tono sarcástico.

–Muy interesante lo que dice, doctor, pero me pregunto si su discurso no estará escondiendo un grave temor a decir sin ambages ni medias tintas las cosas que realmente piensa… ¿No será que en el fondo sos medio facho, como él? Sería de no creer, ¿no? Descendiente de judíos y facho al mismo tiempo…

–¡Upa! –dijo Abel, mientras descargaba de la bandeja los pedidos.

–Ah, bueno… –exclamó el gordo Chelo– perdoname pero me parece que te fuiste un poquito a la mierda. ¿Ves por qué te digo que los zurdos en el fondo son igual que los fachos? ¿Tenías que meterte con la religión?

Abel se retiró estratégicamente. Clara se llevó una mano al pecho.

–Ay, pará, pará que me infarto acá mismo… ¿El facho defendiendo a un miembro de la comunidad judía? ¿Pero qué le pasa al mundo, qué pasa con los argentinos? Mirá, gordo, ese discursito de que los extremos se tocan, que la extrema izquierda es igual que la extrema derecha, sólo sirve para legitimar a los tibios, de los que la clase media y la burguesía nacional está llena, infestada. Y ya que hablamos de religión, vos que sos tan católico deberías saber que a los tibios los vomita Dios…

–¿Y a vos quién te dijo que no sos tibia?

El Mocho habló con un tono de voz diferente, su mirada era dura; se notaba a la legua que el comentario de Clara lo había tocado hondo.

–Mirá, Mochito, no me corrás por derecha, vos sabés mi historia familiar así que…

El Mocho la interrumpió, devolviéndole la gentileza.

–Por eso mismo, Clarita. Se trata de tu familia, no de vos. Vos lo que hacés es agitar las banderas que ensangrentaron otros, creyendo que sos muy revolucionaria por eso. Pero vos ni estuviste en la pesada, ni estuviste chupada, ni te metieron picana, ni un carajo. Vos sos, para decirlo en tus términos, una pequeñoburguesa universitaria con ideologías de izquierda y, encima, desactualizada, porque ni siquiera te das cuenta de cómo cambió el mundo ni sabés describir el concepto de globalización. Tratá de levantar la cabeza del agujero, hace 30 años que se fueron los 70 y vos ya estás grande para ser zurda, y más aún universitaria.

Se produjo un silencio espeso, sólo roto por los sonidos metálicos del bar. Clara se puso colorada y sus ojos se humedecieron.

–Eso ya no hacía falta. Te fuiste al carajo, Mocho –dijo, con la voz quebrada.

Agarró su cartera, se levantó y se fue. La Sprite Light quedó sin tocar, frente al vaso. El Mocho suspiró, advirtiendo que, seguramente, se había pasado de la raya.

Chelo tomó la botella de Sprite y la miró con interés.

–¿Querés un poco? –le dijo. El Mocho le hizo señas de que no, y miró por la ventana. Pudo ver a Clara, de espaldas, alejándose mientras cruzaba la calle. Llevaba una mano sobre la boca y miraba al suelo.

–Qué bárbara esta mina, ¿no? Te digo que si coge igual que como defiende las ideas, debe ser una bestia. ¿De verdad no querés? –insistió, amagando a servirle un poco de gaseosa.

El Mocho volvió la cabeza y lo miró fijo.

–No, gracias, Chelo. No quiero.

El gordo encogió los hombros y se sirvió, mientras le daba un goloso tarascón al tostado de jamón y queso.


Glosario para no rioplatenses

Gaste: broma.

Laburo: trabajo.

Langa: galán, al revés. Alguien avispado, inteligente, de buen porte, atractivo.

Forro: insulto. Hace referencia a los condones.

Facho: Fascista. Se le dice a alguien intolerante, poco democrático, prejuicioso y autoritario en extremo.

Zafar: hacer las cosas según la ley del mínimo esfuerzo y el máximo beneficio.

Zurdo: persona con ideología de izquierda; comunista.

La pesada: la lucha armada en la década de los ’70 en la Argentina.

Chupado: Detenido desaparecido durante la última dictadura militar argentina.

Picana: método de tortura utilizando electricidad.

Mina: mujer.

Coger: hacer el amor.

Próximo turno: J – Lustorgan – Activo

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