Su olfato funcionaba tan acertadamente como siempre. Desde el vamos, desde el momento en que llegó al aula y sólo había cuatro personas –dos mujeres y dos hombres–, desde el instante mismo en que la vio, supo que debía sentarse al su lado.
Era la primera clase de «Literatura latinoamericana I», del primer año de la carrera de Letras, en la Universidad de Buenos Aires. Entró, con esa mezcla de curiosidad y módica angustia ante el comienzo de un nuevo cuatrimestre, una nueva materia, un nuevo desafío. Y la encontró allí, sentada. «Casi como si me esperaras«, le diría después.
Quicho supo, también, que su presencia no había pasado inadvertida para ella. Morocha, delgada, con una melena soberbia, ensortijada; unos labios sugestivos; una tez mortecina («como un crepúsculo en la selva«, le diría después); unos ojos rasgados, enigmáticos, y una mirada sensual, bien podría haber encarnado la versión autóctona de Pocahontas.
«¿Sabés cómo me llamo de primer nombre? Mariela es el segundo«. Su pregunta ya indicaba los primeros pasos en el camino de una seducción mutua que se alargaba frente a ellos como una playa brillante bajo una luna llena. Ahora estaban en el bar «Platón», en la esquina de la facultad, y había terminado esa primera clase. Si bien a Quicho comenzaban a aburrirle las minas que daban señales de entregarse ya durante la primera charla de café, esta mujer («mujer con eme de mayúsculas«, le diría después) tenía mucho de especial.
«Vos me dijiste hace un rato que mi piel es ‘como un crepúsculo en la selva’…» dijo sugestiva llevándose el pocillo a la boca entreabierta. «Bueno, adiviná…» le dijo, acomodándose en la silla con un meneo de caderas que horas después repetiría, pero en otro lugar, sobre otra superficie.
«Selva…» dijo él, como si asistiese a una revelación… «Selva… nunca un nombre estuvo mejor puesto…» Los ojos de ella brillaron en sintonía con los de él; se producía una sintonía de palabras y de hormonas que atávicamente estaban determinadas por la pulsión humana, esa fuerza incontrolable, poderosísima, destinada en última instancia a preservar la especie sobre la Tierra.
Sin embargo, por momentos Quicho se sentía desconcertado; había algo en ella que resultaba contradictorio. Su apariencia sobria aunque elegante sugería una mujer con cierta experiencia en las artes de la seducción. Sin embargo, en su discurso había huellas o bien de una cierta torpeza para representar el papel de «gata intelectual» –las que más seducían a Quicho– o bien de rasgos de una cierta represión interna frente a los hombres, ese «dulce objeto de mis reflexiones«, le diría ella después.
La frase, soltada como al descuido, sucedió ya entrada la madrugada, cuando ya llevaban más de tres encantadoras horas en el bar e, incluso, ya habían cenado algo y discurrían sobre temas ya más relacionados con la cotidianeidad el pasado amoroso de cada uno que con el erotismo y la sensualidad. «Dejame de joder, Quicho, ¡No hay nada más patético que un hombre con una erección matutina!«. La aseveración contrastaba con el tono general de la conversación, y él creyó detectar allí la pista, el signo revelador de algún nudo de conflicto en su pasado.
Y aparecería, ese nudo terrible aparecería, pero meses después, de la manera más impensada. Porque esa noche finalmente darían rienda suelta a su desenfreno, a la pasión contenida por varias horas, las pantorrillas refregándose debajo de la mesa, la calentura que habían estado macerando por largas horas de desearse con miradas, indirectas y, finalmente, directas; las palabras y los gestos que los arrojaron a un telo donde se quedarían hasta pasadas las ocho de la mañana hasta que la necesidad de volver al trabajo muertos de cansancio pero felices, satisfechos y plenos los hizo despedirse en la puerta de la casa de ella bajo promesa de ir a desayunar pronto, juntos.
Ella fue dulce, llamativamente dulce con Quicho al despedirse. Lo miró de una manera extrañamente profunda, casi inquietante. Le acarició la mejilla, le dijo cosas sobre el amor, sobre haber sentido primeras veces de varias cosas. Él la abrazó con fuerza, con profundidad, y pese a los miedos que ella le había confesado luego de su cuarto orgasmo él le dobló la apuesta, le disparó las palabras mágicas aunque más temidas. Le dijo «creo que me estoy enamorando de vos» mirándola a los ojos.
Ella subió a su departamento sintiendo que el amor, finalmente, había llegado a su vida cuando parecía que ya nada era posible.
Quicho se subió al colectivo saboreando aún su boca, el olor de su piel, su sexo húmedo. El sol asomaba entre los edificios de una Buenos Aires que se desperezaba. El sueño, producto de horas enteras de sexo, lo vencía durante el breve viaje a su casa, donde se cambiaría para ir al trabajo. Pero antes de dormirse, cabeceando y sonriente, un solo pensamiento rondaba su cabeza.
«Cuando les cuente a los muchachos en el bar…»
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