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¿Tengo un blog o él me tiene a mí?

Por Aguaya

Ni me imaginé hace casi dos años, cuando abrí el primer blog, que esto del bloguerío me iba a dar tan fuerte… Lo que me pregunto y repregunto es, «¿¡cómo fue que no lo descubrí antes!?». La fiebre bloguera se ha metido en mi casa y no me suelta… Para bien, digo yo.

El primer blog que abrí fue uno para mi papá. Todavía el viejo me envía sus crónicas que subo al ciberespacio a los segundos de haberlas leído en mi buzón de correo electrónico. Se le ocurren cada cosas… Pero él nunca lo ha visto: no tiene acceso a Internet.

El blog mío vino después. Los primeros posts los escribí con un entusiasmo y una tensión tremendos. Revisaba cientos de veces cada palabra, le daba vueltas a la idea miles, miraba una y otra vez el producto final antes de dar click en publicar, y lo releía después otro millón de veces más para comprobar y verificar que todo había salido como yo quería. La cosecha era totalmente individual y me gustaba. Nada de presión: escribía cuando quería.

Hasta que llegó el primer comentario, y el segundo, y el tercero, y bloguear pasó de ser «escribir algo para mí y para alguien, si quiere leerlo» a » escribir algo para que lo lean los demás, me cuenten qué les parece, y a ver qué pasa». El cambio en el orden no fue premeditado, surgió espontáneamente, porque se derivó de las interacciones a raíz de esos comentarios. Y empecé a ser social, y fue creciendo poco a poco mi blogroll. Ajjj, cuán lindo al principio, aquel piensa como yo y aquella ha pasado por lo mismo hace unos días… Ohhh, qué frustrante el primer comentario negativo, decirme en mi cara que no está de acuerdo con lo que he escrito…

Curiosidad ante todo me llevó a leer los blogs de los que comentaban en el mío. Yo que siempre fui tan introvertida y de tan pocas palabras en la vida real, que me costaba hacer amigos y más aún iniciar una conversación en un grupo desconocido, me fui desinhibiendo y comentando en otros blogs con total soltura… en la vida virtual. Iba por la calle a veces imaginándome cómo serían las caras de esas personas con las que fui haciendo «amistad» con el paso de los posts, digo, de los días.

Las ideas blogueras empezaron a surgir, los intentos por encausar motivos y deseos comunes no se hicieron esperar, y el factor tiempo comenzó a hacer de las suyas: Ya no se trataba de escribir un post solamente sino que debía dedicarle tiempo a la búsqueda de nueva información, a la verificación de alguna noticia, a enterarme de cuál era el tema del momento, a inscribirme en redes sociales, a aprender sobre un nuevo tópico del que necesitaba escribir más a fondo, a visitar a otros blogueros, a comentar en otros blogs, a… ¿tiempo? ¿qué es eso?

La necesidad de compartir face-to-face toda esa actividad me empezó a perseguir en el metro, en la ducha, en la cocina mientras preparaba la comida. Así se me ocurrió lo del evento bloguero que, con no pocos tropiezos, se pudo celebrar fuera de mi país, de ese mismo del que escribía en muchos de mis posts y al que extrañaba tanto. No sólo yo.

Qué hacer para divulgar a otros vino después. Así empecé con un blog para niños donde eran ellos los que «publicaban» y los que tenían la palabra. Ah, quién fuera niña otra vez… Y la fiebre siguió con un sitio web para reunir trabajos blogueros que ayudaran a conocer mejor todo este mundo en el que estaba metida, y bien metida. Tanto fue así que me faltaban datos, quería conocer más los por qués de los porqueses, y por eso la fiebre no hizo más que subir: una encuesta bloguera me daría la clave, me explicaría más o menos cómo eran esos bloggers y por qué blogueaban. ¿Cómo yo? ¿Con los mismos intereses y usando las mismas herramientas?

Colaborar en otros blogs, como éste donde escribo ahora, también fue un paso muy interesante. Ya el público era otro, los temas también y, lo mejor de todo, las nuevas ideas ebullendo en un rincón, esperando por el tiempo que cada vez crece más en negativo. Con esto de los blogs habrá que extender quizá nuestro vocabulario: claro que no es lo mismo «escribir un post en 2 días» que «escribir un post en -2 días», jijijiji.

Y qué suerte que yo tengo acceso a Internet. En mi país de origen ese no es el caso. Por eso ayudar a otros fue el siguiente escalón a subir. Es lindo poder apadrinar blogs de personas que quieren su voz se oiga en el mundo y que no pueden lograrlo por sus propios medios. Y yo estoy contentísima de poder hacerlo, sin que sea necesario que otros sepan que yo estoy detrás de esos blogs cubanos…

Pero lo mejor de todo lo que me ha pasado en estos casi dos años no ha sido poder expresarme libremente, ni escribir en varios blogs, ni pensar y concretar numerosas ideas blogueras, ni aprender y estar más informada que antes de ser blogger, ni hacer muchos nuevos amigos virtuales… sino ¡conocer a algunos de ellos personalmente! Ya pasan de 10 y entre ellos está Yoani Sánchez, la bloguera cubana más conocida quizá. Y espero en un futuro sean más de 20, más de 50, más de 100…

Cuando pienso en los blogs ya no pienso que tengo varios sino que ellos me tienen a mí. No me sueltan, ni yo quiero. Sueño con ellos, son parte de mí. Me hace bien esa fiebre. Soy feliz.

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Esto es consecuencia de mis actos

por V – Aguaya – Activo

– Sí, Yusi, la misma lagartija de siempre… ¿por qué no se va a vivir a otro poste, eh? -le preguntó Ricardo a su hermana haciendo pucheros como si fuera un bebé.

– Ay, mi herma, ¿y a tí qué te importa el bicho ese? La pobre, la vas a botar de su casa y después no tendrá para donde ir. ¿Te gustaría que te botaran de la tuya? -Yusimí se estaba pasando de rosca burlándose del hermano que se había puesto frío como la pata de un muerto-. A ver, mi herma, a ver, para darte el masaje ese…

Mientras, en la azotea todo caminaba a pedir de boca para Lucy. No así para Carlos. La atrevida muchacha fue al grano sin pensarlo mucho pero él… a él empezaron a temblarle las piernas ante aquel cuerpazo que casi se le echaba encima.

– ¿Y eso de Bolero de dónde viene? -preguntó Lucy a la vez que se le acercaba «demasiado».

– Bueno… es que… a mí… mmmmme dicen así -por fin respondió Carlos muy cerquita de Lucy. Ella se dió cuenta muy rápido que lo tenía a tiro de pistola y que él se dejaría hacer, o dicho de otra forma, que lo había cogido por sorpresa y que le había ganado la primera gran batalla. No es que Lucy se le echara así arriba a todo el mundo sino que, siendo Carlos el buen tipazo que era, o que aparentaba, no daban otros deseos. Y él se veía tan buenón… que eso había que aprovecharlo bien y con tino.

– Cántame un bolerito, chico, pero que sea lindo, fíjate.

Carlos demoró unos segundos y comprobó que toda esa tembladera de piernas que tenía era consecuencia de sus actos. Si fuera sólo un poquito más atrevido… Al fin emitió sonido:

– Bésame, bésame muuuucho… -hizo una pausa y paró de cantar-. Dame un beso, anda.

– Uno solo no, varios si quieres, pero ven, ven a la Iglesia de enfrente. Yo conozco al que cuida en la puerta y siempre está dormido, así que podremos entrar sin que se dé cuenta.

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Lucy se separó de Carlos, lo haló de un brazo y casi lo arrastró hasta la tapa del hueco de la escalera. Ya allí los dos le apretó una nalga y le dijo:

– Yo bajo primero y allí te espero. No me hagas esperar tanto, fíjate, que conozco un lugarcito que nos va a venir muy bien -y soltó lo que agarraba.

– ¿Y cómo entro? ¿Y si el tipo se despierta? -fue lo que se le ocurrió preguntar a Carlos.

– Espera entonces un ratico, que seguro se duerme enseguida otra vez -le dijo ella, abrió la tapa de la escalera y comenzó a bajar.

Carlos se dijo: «No me vayas a hacer quedar mal justo ahora, mi yerro. Tranquilo, tranquilo que el dulce viene en un rato«.

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Estoy a punto de volverme loco

por V – Aguaya – Activo

Una vez en la azotea Yusimí, Lucy y Carlos, la primera que pronunció una palabra fue Yusimí. Dos palabras, para ser más precisos.

– Me voy -y dejó a su amiga y al amigo de su hermano mirándose el uno al otro sin atinar qué hacer.

Yusimí bajó la escalera, cerró la tapa del hueco por el que se accedía a la azotea, y con cara, risa y gestos pícaros se fue para la sala de la casa.

– Yusi, ¿y tu amiguita?, ¿y Bolero? -le preguntó Ricardo a su hermana cuando salió del baño, mirando hacia todas partes.

– Mi herma, mijito, ¡cómo te demoraste! Bolero está allá arriba con Lucy. ¡No los vayas a molestar!

Se le cayeron los castillos, los sueños y las alas a Ricardo. Su amigo, su mejor amigo se le había metido en el camino. Pero no, qué va, él tenía que hacer algo, quizá estuviera aún a tiempo… Salió de la casa, miró para la azotea desde la acera, y pensó en subir como cuando era un niño y trepaba por el poste de la luz para perdérsele a la mamá la tarde entera.

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Se acercó al poste y puso la primera mano pero la segunda no llegó a tocar el madero lleno de cables roídos y pelados por los que aún, milagrosamente, pasaba corriente. Al contrario, retiró la que se apoyaba al poste y se alejó un paso hacia atrás. Ricardo le tenía pánico a las lagartijas y allí había una, coqueta, alerta a los gestos del muchacho. Éste le dió la espalda, entró de nuevo a la casa y se sentó de un tirón en el sofá, al lado de la hermana.

– Yusi, dame un masajito en la cabeza, que empezó a dolerme… Estoy a punto de volverme loco…

– Mi herma, ¿viste una lagartija otra vez?

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¿Qué he hecho, Dios mío, para merecer esto?

Mientras Ricardo estiraba sin proponérselo su presencia en el baño de la casa, incapaz de regular ni la duración ni la cantidad de sus necesidades fisiológicas, su hermana Yusimí y la nueva amiguita de estudios seguían conversando pero ya Ricardo no podía oir sobre qué. Su inoportuno organismo había escogido un muy mal momento para desahogarse.

– ¿Qué he hecho, Dios mío, para merecer esto? -se lamentaba una y otra vez, sentado en la taza azul.

Lucy, resuelta en su decisión de acercársele a Carlos de cualquier manera, miraba más hacia donde estaba él parado que hacia las libretas de Física que tenía delante. De pronto le susurró a su amiga Yusimí al oído:

– Yusi, deja la Física ésta y haz algo para hablar con el amigo de tu hermano, anda.

– Pero, ¿te gustó Bolero? -se sorprendió la interpelada.

– ¿Boleeeero? ¿Y así le pusieron a esa belleza masculina?

– No, chica… así le dice mi hermano. Él canta esas cosas de viejos, ¿sabes? Tiene una voz bonita, eso es verdad.

– Anda, Yusi, inventa algo para que venga a hablar con nosotras.

Yusimí se levantó de su silla, fue hasta la puerta de la calle, donde aún estaba Carlos recostado mirando hacia el destartalado carro del vecino, y le dijo en tono de orden:

– Oye, nos hace falta tu ayuda allá arriba. Aguántanos la escalera de caracol para no caernos. Fíjate, no la vayas a soltar, ¡mira que yo le tengo miedo! Es que queremos recoger la ropa que está tendida en la azotea.

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Yusimí le dió la espalda a Carlos y le hizo señas a Lucy para que la siguiera, esperó a que éste llegara a la baranda de herrumbres, situada a mitad del pasillo, y le puso las manos donde debía aguantar. Carlos se aferró a los fríos metales con las dos manos. Primero subió Yusimí la escalera oxidada, lentamente, y Lucy siguió detrás, sin acomodarse ni aguantar para nada la saya corta que llevaba ese día, roja como el deseo, intensa como la lujuria. Carlos se quedó sin habla. Bueno, hacía rato que no pronunciaba una sílaba pero con la escena que tenía ante sus ojos se le escondió más la lengua. Y pensó: «Ay, niña, pero qué buena tú estás».

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Si todo está a mi favor, todo saldrá bien

Cuando Ricardo saltó el muro de concreto para regresar a la casa de su cuñado, no imaginaba que dejaría a su amigo Carlos en verdaderos apuros después de abrirle la puerta a Lucy sin saber que era ella quien tocaba la puerta minutos antes. De haberlo intuido no se hubiera ido tan rápido, pues conocía cuánto Carlos sufría por esa mujer y lo cuidadoso que era él con sus cosas antes de invitar a alguien a su casa. No es que Carlos tuviera cualidades especiales para hacer parecer a sus despintadas paredes las mejores y más pulcras del barrio, sino que vivía al garete y organizaba cuidadosamente un poco su nido antes de que fuera visitado por otra persona, más si era del sexo opuesto. «Cosas de viejo», le decía Ricardo, pero lo cierto es que, conociendo a Lucy, hasta él mismo era capaz de tenderle una alfombra roja con diamantes incrustados para que ella caminara por encima cual reina. Y no por gusto.

Carlos y Ricardo se conocían desde niños. Hicieron la escuela juntos, la secundaria y el pre universitario. A Carlos siempre le gustaron más las letras. A Ricardo, las ciencias. O dicho de otra manera, las mejores notas de ambos eran inversamente proporcionales: Si Carlos salía muy bien en una prueba de Literatura, entonces Ricardo estaba a punto de suspenderla y viceversa, Ricardo memorizaba con una facilidad espantosa fórmulas enteras de Química o de Matemáticas y Carlos nunca pudo llevarse muy bien con los números y el pensamiento abstracto. Esas diferencias fueron las causantes de la separación de los dos amigos cuando empezaron en la Universidad. En carreras diferentes en dos extremos opuestos de la ciudad, comenzaron a verse esporádicamente y la relación de amistad no llegó a enfriarse pero sí a ser mucho menos apasionada, pues ya no tenían el mismo tiempo ni las ganas de visitarse como antes.

En materia de amores tuvieron también sus diferencias, precisamente a causa de Lucy. O por Lucy, mejor dicho. Ella era amiga de la hermana de Ricardo, unos 15 años menor que él, pero físicamente era una mujer con todas las de la ley. El error fatal fue que Lucy los conociera a ambos el mismo día, uno en que estudiaba ella con Yusimí, la hermana de Ricardo, para una prueba de Física de la escuela. Ricardo se frotó las manos cuando la vió y se dijo para sus adentros «Si todo está a mi favor, todo saldrá bien. A esa hembra me la tengo que llevar yo en el jamo». Pero no, la hembra se vino a fijar en Carlos, que ni le había prestado casi atención cuando ambos entraron por la puerta comentando lo desbaratado que estaba el cacharro americano viejo del vecino y maquinando cómo convencerlo para que se lo vendiera a ellos y poder así ganarse unos pesos transportando turistas anonadados.

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Carlos hablaba y gesticulaba como un poseído, saboreando la idea de tener su propio carro, pero Ricardo le trataba de hacer ver que con los números no hay fallo posible: o tienes el dinero para comprarlo o no lo tienes y ellos más mataperros no podían ser. En la discusión de si pedir prestado o inventar alguna otra cosa para hacerse del dinero entraron a la casa donde estudiaban Lucy y Yusimí, perdiendo Ricardo el habla de pronto pero sin dejar de apurarse para ir al baño a orinar, pues ya lo necesitaba. Carlos volvió a la puerta de la casa para seguir mirando el carro americano de lejos y así quedó Lucy enamorada de él y del brazo tan varonil que apoyaba en el marco de la puerta.

Ricardo maduraba en el baño la idea de cómo acercarse a la amiga de su hermana y Lucy ponía a la Física en un segundo plano y pensaba algo como «Si todo está a mi favor, todo saldrá bien. Ese macho es mío«.

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¿Qué hago con mi vieja?

– ¿Oigo?

– Carlos, soy yo, Lucy. Llamo para saber si estarás ahí después de almuerzo, por la tardecita, para pasar por tu casa.

– Sí, sí, no pienso salir. Ven cuando quieras -respondió él algo dudoso.

– Okey, nos vemos. Chao.

– Chao, Lucy.

Carlos se quedó petrificado, con un sinfín de ideas absurdas atropellándosele en la sien, entre las anchas cejas y más abajo, en el pecho. Unos segundos, un minuto, dos, tres… Por fin colgó el auricular gris que sostenía aún en la mano derecha.

«Lucy, Lucy viene para acá… a ver, Carlos, tienes que prepararte, empieza recogiendo un poco ésto y poniendo orden en tu cuartucho, no pierdas la compostura, tranquilo, cógela suave, a ver, mírate en el espejo del pasillo, sí, te ves bien, no, estás gordo por ese lado, ¿y las cañas?, a ver, haz fuerza, ¡duro, chico, duro!, no, esos brazos ya no son los de un joven de veinte años, ¿y el pelo?, para este lado, no, mejor para el otro, no, mejor despeinado, no, así no, péinate para atrás, ¿y la cara?, mira eso, aféitate, que pareces de ingreso, ¿y qué tienes para tomar?, en esta jodida casa nunca hay nada para ocasiones especiales, como ésta, ve a la cocina, chico, mira a ver en el closet, no, nada, ni una fruta para hacer un jugo, ni agua hervida siquiera, estás del carajo, qué desastre, aquí falta la mano de una mujer… como Lucy. Lucy es la mujer que siempre ha faltado aquí…».

Mientras Carlos enloquecía pensando en cómo prepararse él y a su reducida casa para la inesperada visita de Lucy, Ricardo, su mejor amigo, cruzaba el umbral de la vieja puerta del patiecito trasero, al que daba la cocina.

– Brother, ¿qué vuelta, qué se cuenta? -saludó Ricardo estirándole la mano para saludarlo.

– Mi socio, ¡me has caído como anillo al dedo! -Carlos se le acercó a pasos agigantados-. No me puedes fallar, fijate. Préstame la llave del apartamento lindo ese que tú le alquilas a los yumas.

– Qué va, compadre, está lleno hasta la semana que viene.

– Yo te lo pago después, fíjate, lo juro. Sólo lo necesito un par de horas.

– No jorobes, no es eso. ¿Qué hago con mi vieja? Vino a verme unos días y tú sabes que a ella no es fácil sacarla de la cueva -se lamentó Ricardo.

– Oye, chico, no me digas eso… -Carlos se desinfló de un tirón-. Es que viene Lucy y aquí, como está ésto, mejor que ni entre…

– ¿Y Lucy resucitó? ¡Esa no me la sabía!

En ese preciso momento tocaron el timbre de la puerta delantera y el perro impertinente de los altos comenzó a ladrar desaforadamente, como ya era usual.

Perro en techo

– Carlos, brother, me tengo que ir ahora, sólo vine a traerte ésto -dijo Ricardo sacando una botella de ron de la ajada mochila que llevaba al hombro-. Vengo por la noche para festejar, ya te contaré por qué. Ah, y vemos cómo resolvemos eso tuyo, a ver qué se me ocurre. Ve y abre ya, que el perro ese va a volver loco al barrio entero.

Ricardo se fue por donde mismo vino. El patio de la casa de su cuñado colindaba con el de la de Carlos y desde siempre fue más fácil saltar el muro de concreto que caminar más de la cuenta para entrar por el frente. Carlos por su parte se dirigió a la despintada sala para abrir la puerta de la casa. Ni ánimos tuvo de decirle a su amigo que para por la noche ya sería demasiado tarde hablar de su apuro. Abrió la puerta. Era Lucy. Había llamado a Carlos desde la farmacia que hacía esquina a dos cuadras de allí, sólo para asegurarse de que Carlos estaba en casa. Cuando Carlos la vió se quedó tieso como un reloj de pared.

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Las desgracias me persiguen

– Falta algo, Mary, y cuando falta algo entonces falta todo, porque amor no hay, no hay gozo pleno, no hay entrega total cuando falta algo. Pero soy bruta, no sé lo que es… No sé lo que le falta a Carlos -le confió Lucy a su eterna amiga con la que siempre iba a desahogarse cuando de amores se trataba.

– Sí sabes, Lucy. No te gusta y ya. Punto.

– Pero es que el gallego que me dejó por el gordo no era un Antonio Banderas ni nada que se le pareciera y sin embargo me atraía, Mary. Es más, ese derroche de zetas y eses al hablar me dejaban bobita… Ay, qué lindo, qué lindo que te hablen con zetas… Suena tan… no sé, tan… tan español, vaya.

– Lucy, habrase visto, ¿pero ahora me vas a decir que te enamoraste del gallego por la lengua?

Lucy suspiró y siguió balancéandose en el sillón veige del portal de la casa de Mary, intentando responder para sí la pregunta de su amiga. En eso pasó por la calle un viejo autobús repleto de gente, loma arriba, vomitando humos negros y dejando en todo el barrio un ruido ensordecedor de vetustos motores de quitar y botar para siempre. Lucy se levantó para despedirse de su amiga y ya en la rejita del pequeño jardín, donde solía ser la despedida más larga que la visita toda, le dijo:

– Las desgracias me persiguen, Mary. El hombre que se derrite a mis pies no es el que me mueve el alma y la vida siento que se me escapa alocada sin mirar atrás. Se me va, o la dejo ir… Yo quiero irme con ella, mi amiga. Quiero irme, no aguanto más. ¿Qué hago, Mary, qué hago?

– Mira, véte a casa de Carlos y sáquense la espina esa que tienen atravesada. Es más, viólalo, chica, o dale amor hasta que llores. Y después dile que esa es tu despedida, que sabes lo que sufre cuando te ve y que no te gusta que espere por ti cuando ya tú elegiste otro camino. ¿Qué va a pasar que ya no conozcan? Ustedes estuvieron juntos un tiempo y ya se conocen de memoria la geografía de sus lunares. Si no sabes bien cuál es el algo ese que tú dices, pues ve y averígualo de una vez.

Las amigas se dieron un beso y Lucy se alejó camino a su casa. Vivía cerca de allí. No estaba muy convencida de que la solución de Mary fuera la que terminara de una vez con sus penas de amores. Siguió cavilando unos metros más pero la interrumpieron los golosos chiflidos de unos hombres que conversaban alegres en una esquina. Uno de ellos gritó, entre risas de sus amigos:

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– ¡Maaaaaami! El sol es mejor que ni salga más: yo con tu luz me conformo!

Eso, «eso» era lo que le faltaba al bueno de Carlos, su sentido del humor y saber sacarle la sonrisa con coqueterías de macho en celo.

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Que sirva de enlace o señuelo

– Carlos, ¡Carlos! Te estoy hablando y no me haces caso… -repitió Lucy por tercera vez-. Pero muchacho, ¿tú estás sordo o qué? ¡Que te pongas la camisa a ver si te sirve!

– ¿Qué? ¿Qué camisa? -Carlos se había olvidado de que estaba con Lucy en una mal surtida tienda, de las prohibidas, y de que una de las empleadas había salido y regresado con varias camisas para proponérselas. Prefería camisas de color entero y aquellas más tonos cromáticos no podían tener, pero no estaba como para ponerse a escoger. Si Lucy finalmente le iba a comprar una, eso era cosa de ella y, las que estaban frente a él, tampoco estaban como para botarlas-. No, no, deja la probadera. Esa misma, Lucy, esa misma. Yo sé que me queda bien -y se alejó hacia la puerta, molesto con las secreciones en su pantalón, a las que también había olvidado.

Lucy intercambió algunas palabras con las vendedoras y sacó el monedero de la cartera. Temió que no tuviesen cambio para un billete de a 100 pero se equivocó: las negociantes estaban apertrechadas. Una de ellas se despidió minutos más tarde con esperanzas de asegurar una visita futura de sus nuevos clientes:

– Bueno, ya ustedes saben dónde me tienen. Cualquier cosa que quieran, de cualquier tipo, fíjense, no duden en pasar por aquí. Yo busco a alquien que sirva de enlace o señuelo y me pongo en contacto enseguida con mis proveedores. Lo que ustedes necesiten lo van a encontrar segurito segurito.

Las mujeres se despidieron y Lucy salió de la tienda para reunirse con Carlos, que ya estaba en la acera. Y se despidió también de él.

– Carlos, me voy para mi casa. Otro día nos vemos… No me pongas esa cara… Ay, chico, es que estoy cansada y quiero dormir algo -y con la misma le dió un beso en la mejilla derecha y le puso en las manos una bolsa con la camisa que acababa de comprar-. Yo voy por tu casa.

Carlos vió alejarse a Lucy, perplejo, y prefirió darse la vuelta para no verla desaparecer otra vez. Otra vez. Pensó unos segundos y decidió caminar rumbo al Malecón. Unos doscientos metros más adelante cruzó la ancha calle que separaba a la serpentina de concreto de la injusta ciudad. Se sentó en el muro y se reconoció en las insistentes aguas, perdidas de amor por una roca que no se inmutaba ni al ser acariciada.

Malecón

Se quedó un rato escrutando el horizonte. Ante la belleza del paisaje iba a tararear un bolero pero fue una sentencia lo que le salío de los labios: Lucy, tu indiferencia me recuerda que hay un día en que vamos a ser enterrados.

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Por donde paseo como un extraño árbol

Cuando Carlos salió del bar esquivando a los curiosos que esperaban por el programa musical de cada viernes, ni se percató de que llevaba a Lucy como las madres llevaban a sus hijos a la escuela cuando se les hacía tarde para el trabajo: de la mano y corriendo. Tan desesperado estaba por estar a solas con ella, con esa mujer que le alborotaba los deseos de copular aunque fuera a la sombra del farol del parque de enfrente, que fue Lucy quien tuvo que ponerle freno cuando no habían caminado ni veinte metros.

– Carlos, espérate, que aquí mismo te voy a comprar tu camisa -le dijo cuando pasaron por la tienda prohibida de la esquina-. Y dale suave, que al paso que me llevas tendré que comprarme también unas zapatillas deportivas para no perder un tacón en el próximo bache de la acera.

– Disculpa, Lucy, ni cuenta me di… es que ya quería salir del gentío aquel. Pero no, no te molestes, no me hace falta ninguna camisa nueva si, total, ni salgo ya…

– No me vengas con esas ahora, Carlos, deja la pena y el orgullo y entra, o tendré que halarte yo a ti por el brazo.

Lucy no tuvo que insistir mucho, ni Carlos tampoco. Ella tomó la iniciativa, entraron a la tienda en dólares que sólo conocían de la vidriera hacia afuera y le pidió una camisa a la dependienta que se arreglaba las uñas detrás del mostrador. Otra, a su lado, leía un libro y no tenía intenciones de dejarlo. Lucy, ante la falta de experiencia, no mencionó ni la talla ni el color de la prenda de vestir que buscaba, pero ni hizo falta: con una simple mirada a las ropas en exhibición concluyó que los modelos de camisas se resumían en un único ejemplar que colgaba de un perchero verde claro.

– Esa no, mi vida, esa no está en venta porque es la última que queda y algo tenemos que poner ahí -le aclaró la interpelada bajando el tono de la voz- pero si están interesados les traigo unas que tengo aquí al doblar, en casa de una amiguita, para que escojan. Son de muy buena calidad, de la mismísima Francia y, además, a un precio más asequible. Pero que quede entre nosotros, eso no lo hago con todo el que entra a esta tienda.

Lucy se encogió de hombros y respondió con un tímido «Bueno», arrastrando la e. Fue entonces que la otra empleada dejó el libro sobre el mostrador, con el título Por donde paseo como un extraño árbol hacia arriba, sin marcar siquiera la página por la que iba y, después de intercambiar señas con su colega, salió disparada de la tienda en busca de las misteriosas camisas.

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Lucy leyó la carátula del libro con curiosidad y se preguntó si no sería ella el personaje perfecto para aquel título, tan atada a las costumbres, a tantas de ellas, a su pasado, a lo que debía y tenía que hacer para no perder la esperanza de irse del país del que cada día quería saber menos… Y Carlos, Carlos pensaba en qué inventar para meterse con Lucy en el probador y desnudarla allí mismo, penetrarla, jugar con sus senos y hacerle el amor, como los conejos si era necesario, fugaz, relámpago, pero hacerlo, que ya no aguantaba más las ganas por tantos años escondidas.

En eso llegó la lectora ausente con una bolsa de nylon en la mano y caminó hacia donde estaba la supuesta dueña de las camisas, mientras Lucy les prestaba atención y Carlos humedecía su pantalón al ritmo de unos continuos espasmos.

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Si te haces mayor de repente

No me importa lo que miren las mujeres en los hombres, no me importa lo que Lucy mire en los hombres, ni lo que mire o no mire en mí: sólo quiero disfrutar este momento. No vayas a cantar un bolero, Carlos, aguántate… No espantes ahora a esta mujer que te abraza así. No espantes este momento de luz en tu vida gris, en tu vida amorosa gris, gris como este suelo que pisas y como las miradas de todas las otras mujeres que te han dicho «vengo luego» y que no han aparecido más, nunca más. No sueltes a Lucy, Carlos, no la sueltes, deja que tus brazos la sostengan por segundos, por minutos, por horas si esta bendita mujer quiere, si esta bendita mujer quiere quedarse así, tan pegada a ti como no cabe una hoja de álamo entre los dos. Huele su pelo, huele su cuello, huele sus lágrimas que suelta en tu hombro y que mojan tu camisa, la misma que te quitaras ahora junto con todo tú si ella te lo pidiese. No te asustes si el tiempo pasa y no le importa que están en un bar, en tu bar de siempre sin ella pero con ella ahora, toda tuya. No te asustes si te haces mayor de repente y oyes de sus labios, esos que tanto besaste una vez, decirte que la vida no tiene sentido si no la acompañas a casa, a donde ella diga, al fin del mundo a hacerle el amor hasta curarte una por una las veces que quisiste llorar por ella y no lo hiciste por macho insensible, por macho herido que no debe ni puede llorar por una mujer. No la dejes ir, Carlos: ahora es tu ahora.

Carlos ya no sabía qué más decirse a sí mismo. Su respiración era atropellada y entrecortada, la misma que se le escapó cuando bailó con Lucy aquel bolero innombrable que le sugirió que esa era la mujer de su vida, en la primera fiestecita a la que fueron siendo aún unos chiquillos. ¿Por qué rayos había que decirles a las mujeres tanto si sus ojos ya hablaban demasiado? ¿Es que Lucy nunca se fijó en ellos? Qué cobarde, Carlos, ¿por qué guardar tanto tiempo el aluvión de amor que sientes por ella?

– Lucy… no quiero que te me vayas… ven conmigo… vámonos de aquí -se decidió al fin.

– Ay, sí, Carlos, que ya la música está llenando esto… -contestó Lucy bajito, sin separarse de él.

Ya Carlos le iba a preguntar de qué música se trataba pero no, pudo contestarse a sí mismo. Mientras él cavilaba amoríos, el combo que venía a tocar al bar todos los viernes se había instalado, empezado a afinar los instrumentos y acumulado en la puerta de la calle a toda suerte de curiosos y curiosas que movían sus cuerpos y sonrisas pidiendo el ritmo deseado, sin que Carlos lo hubiera notado siquiera.

Bailando en la calle

Dejó un billete de diez pesos encima de la barra, agarró la mano izquierda de Lucy y se encaminó a la puerta del bar sorteando las mesas sin orden alguno, pensando «No me sueltes, Lucy, que te quiero hacer el amor«.

A – Codeblue – Activo

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