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Te siento a cada momento.

Ilusionado, con la sonrisa de oreja a oreja, preparó su baño. La cita era a las seis de la tarde y ya eran las cuatro y media así que tendría tiempo para poderse poner lo que se había comprado para esa ocasión especial. Había esperado ese momento durante treinta años y hoy era el gran día.

A veces piensas que las cosas que pasaron no volverán a ti, pero si dejaste cosas sin concluir tarde que temprano vuelven al cauce de tu vida. Eso le pasaba a Fernando, tenía trece años cuando se enamoró perdidamente de una chica de su salón de clases en la secundaria. Un amor de juventud podrían decir, pasajero, pero son esos amores los que dejan una huella profunda en el corazón. Por azares del destino tuvieron que separarse, pero él nunca la olvidó. Es mas, la recordaba a cada momento de su existencia y en su estresante vida  aun le venían a su cabeza los recuerdos de aquella mujercita, que aun siendo una niña le hizo sentir lo que jamás después sentiría; como son esas maripositas que sientes en el estomago cuando te enamoras o la ilusión de estar con esa persona que realmente te fascina, te encanta. No quería decir que no se hubiera enamorado después, obviamente si. Pero no con esa intensidad, de hecho en cada mujer que se cruzaba en su camino y mantenía una relación siempre buscaba esa identificación con esa niña que había perdido hacía años.

Hoy, era un día especial. Después de su fracaso matrimonial hacia dos años, no le quedaban muchas ilusiones por vivir, existían sus hijos sí,  pero ese era otro tipo de amor. Llegó a pensar que el amor no existía, que su destino era estar solo para siempre. Muchos meses se la pasó en vela, pensando, meditando lo difícil que era la vida, eso de las relaciones sociales como que no se le daba mucho. Llegaba a la conclusión de desistir en toda su lucha humana por ser feliz, se preguntaba si la felicidad estaría en su camino alguna vez. Pero también pensaba que la tranquilidad no era larga, solo venia por momentos en su vida, como cuando se enamoraba y era correspondido, como cuando nacieron sus hijos. Sí, todos esos momentos lo hicieron sentir feliz, pero nada mas por periodos cortos. Y volvía de nuevo a la soledad, a la angustia, al deseo de querer más. Y entonces venían los recuerdos de ella. De esa preciosa carita de la cual se había enamorado en su juventud y que recordaba como si fuera ayer. Siempre en su recuerdo tenía esa sonrisa tan dulce, tan tierna. Si la volviera a ver, de seguro se volvería a enamorar perdidamente de ella. Aunque siempre lo estuvo, todo este tiempo la había amado, quizá mas que el primer momento que la miró aquella mañana en su escuela y que desde ese instante cambiaria su vida para siempre.

Dos semanas atrás supo de ella, que estaba de regreso en la ciudad. Se lo dijo una amiga también de la secundaria de la cual había empezado a tener contacto de nuevo meses atrás. Ella sabía su historia, todo lo que pasó durante todos esos treinta años. Ya no eran niños obvio. Pero el, no podía imaginarse a ese amor de secundaria con otra sonrisa que no fuera aquella con la cual la había conocido, ni tampoco sin la cara angelical de la cual se había enamorado en aquel entonces. Su amiga le dio el numero telefónico de aquella chica, gracias a ella volverían a encontrarse y esta tarde sería la que cambiaría su vida para siempre.

Salió de la ducha a tiempo, se puso su mejor traje y su mejor perfume, una tarde como esta no se tiene todos lo días. Se apresuró a su coche y mientras manejaba al lugar donde seria el encuentro no dejaba de pensar. ¿Qué le podría decir después de tanto tiempo sin verse? Él de seguro le diría: “Te siento a cada momento”. Porque era la verdad, toda su vida la tuvo en su mundo. Pero, quizá ella no, en todo ese tiempo pudo haberse olvidado de él. Eso le preocupaba mucho, que no coincidieran en sentimientos.

Le marcó a su móvil, para saber si ya estaba en el lugar. Ella indicó que acababa de llegar. Su voz era igual de dulce que desde aquel tiempo. Tenía tanta ilusión por ese momento. Pasó por una florería y compró un ramo de rosas. El corazón le palpitaba más y más cada vez que se acercaba al punto de encuentro. Incluso, pensó que tal vez no podría articular ninguna palabra de lo nervioso que estaba.

Estacionó su coche, tomó sus rosas y se dirigió al restaurant donde el amor de su vida lo esperaba. Tomó de nuevo su teléfono y marcó, solo para preguntarle en que lugar estaba y donde lo esperaba. Ella le contestó que en la tercera mesa de la segunda fila, estaba sola y traía puesto un vestido azul y una flor en su cabeza. Entró, observó a los lados y dirigió su mirada al lugar esperado, el corazón le latía a mil por hora, las piernas le temblaban y entonces la miró.

Nunca imaginó aquello, jamás pasó por su mente esto. Oh decepción. La carita dulce había desaparecido de aquel rostro, la sonrisa no estaba como el la recordaba, incluso no quedaban huellas de aquella niña. No dio un paso más. Mientras ella lo esperaba el se limitó a dar una media vuelta y se fue. Ese día dio por finalizado ese capitulo en su vida. Nunca más recordaría aquella ilusión. A veces es mejor quedarse con los recuerdos.

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Los ojos no sirven de nada a un cerebro ciego (proverbio árabe)

“No hay peor ciego que el que no quiere ver”, “El amor es ciego”, “Soñaba el ciego que veía y soñaba lo que quería”… y frases y refranes y más frases y más refranes. Todas estas muestras de sabiduría popular, que le dicen, me las han espetado en un momento u otro. Y siempre relacionándolas con el amor. Con mi amor. Con mi extraviada capacidad de enamorarme, siempre, de quien no debo. Algo que, al parecer, ven con claridad los demás en su debido momento y que yo no soy capaz de sentir hasta que tengo encima las consecuencias de mi ceguera.

Quizás yo intente aplicar ante todo el otro refrán. La frase justificativa definitiva que excusa las locuras, tonterías y faltas de juicio de las que hago gala “El corazón tiene razones que la razón no entiende” Y con esto ya está todo argumentado.

Pero al parecer, tienen razón. Meto la pata una y otra y otra vez y como animal, pero hombre, tropiezo las veces que me da la gana en la misma piedra. Y debo de tener muchas ganas. O, tal vez, como alguna vez me dijo alguien que no recuerdo, lo que me suceda es que me enamoro del amor más que de la persona. Esta no sería sino la excusa para sentir, para ilusionarme de nuevo, para dejarme llevar…

Busco la sensación una y otra vez. Incansable. Quiero tener mariposas en el estómago, la sonrisa, bobalicona o no, pintada permanentemente en la cara, los ojos brillantes, el corazón acelerado y en un tris de saltar de gozo. Quiero que las simplezas diarias, el viento, al que llamaré brisa, en tu cara, el sol, que en lugar de deslumbrar, templa, el mar, que no rugirá sino mecerá, tengan un valor especial, cuasi mágico, que sólo adquieren cuanto te sientes enamorado.

Necesito trastocar mi orden de valores de tal forma que en lugar de desear la primitiva o la loto, prefiera soñar con un paseo en un velero, desmadejado en cubierta, mecido por las olas y rozando con las puntas de los dedos la mano de mi amada. Que sueñe, cual niño nuevamente, con hazañas increíbles y aventuras sin fin, que me permitan demostrarle a mi siempre hermosa acompañante mi gallardía, aplomo, valor, arrojo y mi disposición, romántica a más no poder, a empeñar mi vida en cualquier empresa que ella desee. Quiero imaginar el brillo de su mirada, la sonrisa que me dispensa ante tamaños esfuerzos, la suave caricia de su mano, el sonido armónico, maravilloso de su risa…

Todo esto no existe, por supuesto. O yo no lo conozco salvo en mi imaginación y en mis espejismos, producidos al buscar, sin criterio, a mi amada, a la persona precisa para volcar sobre ella todas mis fantasías y deseos. Pero como yo lo necesito, (enamorado del amor) la creo una y otra vez y la encarno en cualquier mujer dispuesta, en principio, a dejarse amar por un loco como yo. El sexo vendrá después, por supuesto, pero aún no tiene cabida en mi imaginación, en mis fantasías, en mis locuras.

Y claro, el camino lógico, el que los refranes anuncian, el que quienes me rodean ven con claridad, se recorre una y otra vez. Y los batacazos, desilusiones, desesperanzas, los brucos aterrizajes y encontronazos con la realidad se producen vez tras vez sin pausa.

Y sin embargo aquí es el punto en el que mi ánimo no decae y ante cualquier nueva oportunidad se inflama de nuevo el corazón, las mariposas despegan, la ceguera vuelve y ya estoy dispuesto, otra vez, a disfrutar de aquello que sólo yo veo, siento, creo. Y aunque sé cómo terminará nuevamente la repetida historia, soy incapaz de vivir sin esta ilusión.

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La vela de la ilusión

Llevaba ya mucho tiempo esperando y, cada vez que llegaba el día, notaba las mismas sensaciones. Sin darse cuenta había hecho del acto un ritual, debidamente preparado en casi todos los detalles. Para nada le afectaban las variadas condiciones climatológicas pues, al fin y al cabo, la distancia a recorrer no era demasiado larga aún cuando tampoco se pudiera considerar corta. Siempre lo hacía sola, pues eran ya muchos años en su condición de viuda.

En ese espacio de tiempo, mantenía consigo misma una conversación que otros pudieran considerar superficial pero que, a ella, le suponía mantener totalmente encendida la vela de su ilusión. En muchas ocasiones, ella misma se preguntaba si tenía sentido lo que hacía. Nadie podía sospecharlo, pues tampoco era dada a dar excesiva rienda a su expresividad y es que, al fin y al cabo, no salía ningún sonido de su boca.

La conversación se iniciaba, siempre, de la misma forma. A forma de preámbulo, repasaba la lista de los incluidos colocándolos en un orden clasificatorio que, de acuerdo a sus necesidades actuales, había podido ser modificado en relación a la semana anterior.  Lo que no cambiaba era la consiguiente reflexión, muy parecida a la que se realiza cuando, de hinojos, comienzas tu confesión ante un sacristán.  No pedía ningún beneficio para ella. Le recordaba a su interlocutor etéreo todo su pasado, basado fundamentalmente en el trabajo y la familia. Nunca había dicho una palabra más alta que otra y, además de no quejarse, todos los que la buscaban encontraban su mano tendida. Creía que era su obligación y así lo hacía.

Pasada esa presentación previa, se lamentaba de no tener más que ofrecer y, aún cuando insistía en no querer nada para ella, sabía que los demás podrían solucionar en justa medida gran parte de sus problemas. La crisis había hecho demasiada mella en la situación familiar de sus hijos y los nietos, todavía pocos, si bien mantenían cubiertas sus necesidades básicas, sabía que no sería por mucho tiempo.

Nunca obtenía respuesta a pesar de haberse expresado claramente, y era algo que no entendía. Su corazón siempre colocaba mejor las palabras que su garganta, y por ello, insistía una y otra vez. Le resultaba molesto ser pesada, pero lo que ella solicitaba era de total justicia.

Llegó a la misma hora que las innumerables ocasiones anteriores. Le gustaba ser la primera para así encontrar la complicidad necesaria. Al otro lado del cristal, siempre encontraba un saludo esbozado con una cómplice sonrisa. Su respuesta, siempre mesurada, era recíproca aunque de forma mucho más leve. No necesitaban palabras, pues sus miradas lo decían todo. La suya era sincera, limpia y evocaba un poco de tristeza aunada con mucha resignación. Tras abrir lentamente su  monedero y extraer una sola pieza, dobló y guardó cuidadosamente el trozo de papel. Suspiró y volvió a emitir un amago de sonrisa sin necesidad de abrir los labios.

En el transcurso de la semana, ni siquiera de forma tímida, su mente quedó desligada de esas sensaciones. Minutos antes de las diez de la noche del jueves, encendió el televisor. Sobre una libreta de color verde esperanza anotó unos signos que, aún descolocados, ella entendía perfectamente. Con mano temblorosa efectuando un pequeño pliegue en una de las solapas de su monedero, ya abierto, extrajo otro papel que se conservaba con un pliegue intacto. Lo desplegó y contrastando los signos antes anotados en el papel verde esperanza no tuvo más remedio que, al igual que en muchas semanas anteriores, fruncir el ceño y decirse a sí misma “ ¡Bueno, no me ha tocado, pero seguro que la semana que viene si acertaré La Primitiva!.

JOSE MANUEL BELTRAN

P.D.: Me disculpo ante todos vosotros, ciudadanos, por no haber cumplido con la obligación personal adquirida en estas últimas semanas. Mucho trabajo, tensión, fatiga, etc…  que no son disculpas válidas pero sí reales. Agradezco los comentarios ante esta ausencia de algunas de vosotras. Sois unos cielos. Ahh, informaros que en mi visita a los Madriles de hace dos ó tres semanas conocí a nuestro querido Aspective. Disfrutamos de un buen momento en una terrazita en plena Plaza Mayor con excelente acompañamiento. Ciudadano Aspective, eres muy grande (en todos los sentidos, amigo).

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