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Carta a mi hermano…

Queridísimo Carlos:

Esta semana en el Blogguercedario nos ha tocado por tema «Me da miedo«.

Ya sabes que habitualmente no tengo problemas para inventarme lo que sea sobre lo que toque, sin embargo esta vez es distinto, me siento bloqueada. Me imagino que lo que me bloquea es aquello que me da miedo.

Cuando toco un tema tengo dos opciones: ser realista o largarme por los cerros de Úbeda. Normalmente mis preferencias se decantan por aquello que se aleja de lo real, y me imagino que tú ya sabes el por qué. Sin embargo, esta vez, el tema provoca que me resulte difícil evadirme de la realidad… esa realidad que me da miedo.

Al ver el tema que tocaba, Me da miedo, automáticamente en mi cabeza apareciste tú, pues tristemente representas aquello que me atenaza el corazón a causa del sufrimiento.

Intento recordar los buenos momentos, aquellos en los que tú aún estabas presente, pero cuando lo hago me cae encima el peso de tu ausencia.

Te busco en todo lo que me rodea y a veces hasta tengo la sensación de sentirte en el aire, abrazándome… recordándome que sigues aquí, que de alguna manera sigues aquí, a mi lado, velando para que si me caigo pueda volverme a levantar.

Las dichosas lágrimas no me dejan ver bien la pantalla del ordenador mientras te escribo esta carta. Estas lágrimas nunca dejarán de brotar… pero no te preocupes, esconden un secreto. ¿Cúal?. De cada una de esas lágrimas ha brotado una flor para ti. Ahora, en mi corazón, hay un jardín inmenso que te está reservado.

De hecho, creo que voy ahorita mismo a darme un paseo por ese jardín, con la mejor de las compañías, la tuya…

Con todo mi amor…

 

SONVAK

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La odiaba con todo mi alma…

La odiaba con toda mi alma… La odio hoy… La odiaré siempre. ¿Y quién es ella?.

Ella es la de la guadaña, la que va por la vida robándonos trozos del corazón y dejándonos desolados, tristes, abatidos, muchas veces sin fuerzas para seguir.

Ella es la que hace cinco años, tal día como hoy, 21 de abril, me golpeó con fuerza al llevarse a mi querido hermano Carlos.

Gracias Aspective por la frase que me has dejado… ninguna otra podría adaptarse mejor a mi estado de ánimo en un día como hoy.

Y soy breve… pues la verdad es que las palabras ni son mi fuerte, ni sirven de nada.

Este es mi pequeño homenaje para él.

Próximo turno: M – Daniela – Activo

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Te quiero, hermanito.

Se lo decía bajito, con cariño, susurrándole suavemente al oído mientras con su mano le acariciaba los cabellos. Él estaba en un duermevela, en coma lo habían llamado los médicos, del que no sabía si podría despertar. “No es fácil, en casos como este, predecir cómo va a evolucionar”, habían dicho. “Va a depender, en gran parte, de sus ganas de vivir”.

 

Sus ganas de vivir… ¿Cómo se pueden medir las ganas de vivir de alguien? Miró a su hermano postrado en una cama de hospital, desecho por dentro, consumido por la enfermedad, con llagas abriéndose por doquier,  sucio, con una melena grasienta y descuidada, uñas roídas, rotas y ennegrecidas  y el color de quien ha pasado demasiado tiempo a la intemperie. Sin embargo ella lo vio tan guapo y alegre como su recuerdo le permitía.

 

“Te quiero, hermanito”

 

Antes no fue así. Antes de conocer a Sonia, no era así. La historia, reflexionó, era casi vulgar. Estaba cantada. Conoció a Sonia y se enamoró de ella. Locamente. Pero no era la mujer adecuada y eso estaba claro. Claro para todos, menos para él, que cada día se levantaba, andaba, respiraba sólo pensando en ella. Pero ella se fue, la historia terminó y, como todos habían predicho, mal. Se quedó sólo, se hundió en su interior y no pudimos o supimos sacarle de ahí. “Te quiero hermanito, perdóname si te fallé, si no supe anclarte al mundo, elevar tu ánimo, calmar tu doliente corazón, perdóname”. Poco a poco él cayó en una negra depresión, en un pozo cada vez más profundo, habitado únicamente por ataques de pánico, manías y obsesiones enfermizas. Perdió el trabajo, dejó de atender las llamadas de sus amigos, se encerró en casa, en la cama, en sí mismo, hasta que un día  desapareció. No dejó recado, ni notas, ni se despidió, simplemente se fue sin un adiós. Por supuesto le buscamos, denunciamos su ausencia, pusimos anuncios y pasquines y recibimos llamadas de bienintencionados que creían haberle visto. Incluso llegamos a la TV a un programa de esos en los que vomitas las tripas a cambio de conseguir que su foto saliera en pantalla. Pero fue inútil. Sencillamente, no estaba.

 

Habían trascurrido cuatro años, cuatro largos años sin noticias, hasta recibvn046ir la llamada de la policía en la que nos informaron de que le habían encontrado tirado, medio muerto, en una calle cualquiera, cerca de un barrio marginal conocido por el trapicheo que allí se daba. Nos comunicaron a qué centro médico de la ciudad le habían trasladado y el diagnóstico fue demoledor: “Tiene el VIH, ha desarrollado la enfermedad y está destrozado interiormente. Se ha debido meter de todo. Además, tiene hepatitis y…” La retahíla era larga, sobrecogedora.

 

Ella le miraba con los ojos húmedos mientras le seguía acariciando con ternura y hablándole al oído. Quería que recordara, que regresara con ella, que volviera a ser, como siempre, su hermano mayor. Aquel que desde que ella tenía memoria la acompañaba cada día al colegio, agarrados de la mano. El que cada vez que alguien se metía con ella, le tiraba de las coletas, o se burlaba de cualquier cosa, se erigía en su paladín y con su presencia o con sus puños, conseguía que las cosas volvieran a su sitio. Su hermano mayor, que se la llevaba a su cuarto y la distraía con juegos y tonterías cuando sus padres decidían dirimir sus diferencias a gritos e insultos. El que la fue a recoger a la salida de sus primeras fiestas. El genio en matemáticas que conseguía que dejara de odiar a Pitágoras y Gauss. El hermano que le ayudaba con las tediosas láminas de dibujo técnico que ella no tenía paciencia para acabar. El que le prestó su hombro y engujó sus primeras lágrimas cuando llegaron los juegos de amor adolescentes. Aquel del que todas sus amigas estaban enamoradas porque era alto, guapo, inteligente y tenía la sonrisa, esa media sonrisa, que las dejaba embobadas.

 

Te quiero, hermanito. Pero no te vayas. Te he echado mucho de menos: tus palabras, tus sonrisas, tus consejos, tus miradas cómplices. Todo lo que me has enseñado y me has querido. Siempre un puerto seguro, un refugio cálido frente a un mundo cada vez más hostil. No te vayas, quédate conmigo, por favor. ¿Qué voy a hacer sin ti?

P – Montse – Activo

 

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