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Era parte de la rutina.

Cuando las noticias de medianoche emitían sus títulos de crédito, comenzaba a pensar en acostarse. Le costaba. Sabía que en la cama le estaba esperando ella y que de nuevo tendría que intentar, como fuera, practicar el sexo con ella. Sexo, no amor. El amor, si alguna vez había existido, estaba muerto y desterrado de su corazón hacía mucho tiempo. Creía que tal vez…

Se obligó a abandonar la ensoñación y se dirigió hacía el cuarto de baño. Procedió a realizar las habituales abluciones nocturnas, demorándose, si cabe, unos segundos más de lo normal. Mientras se cepillaba una y otra y otra vez los dientes, se miraba en el espejo con la mirada perdida. Estaba decidiendo qué famosa, qué actriz, qué compañera del trabajo sería quien la acompañaría esa noche, quien le intentaría inspirar algo de excitación, para que la viagra pudiera hacer su efecto. Maravillosa pastilla azul sin la cual ya no habría disimulo posible. Seleccionó a una de sus favoritas y revisó, con parsimonia, una manoseada revista masculina en la cual aparecía ella, desnuda, provocativa, retándole a no fallar.

Al fin, como el condenado que se dirige al paredón, se encaminó hacia el dormitorio común. Y efectivamente, allí estaba ella, sonriente, esperándole. Se quitó la ropa, se metió en la cama e inmediatamente comenzó a oír, de fondo, el ruido que componían sus palabras, quizá cariñosas, o tal vez excitantes. No sabía. No podía escucharla, perdería la concentración y la pastilla no sería suficiente. Sin más preámbulos la abordó, volteándola hasta quedar subido en su espalda. No podía aguantar verle la cara. Maquinalmente comenzó a propinar golpes con la cadera, con los riñones, mientras con los ojos cerrados repasaba las fotos favoritas, las imágenes más atrevidas de la musa de turno. Al fin, por fin, escuchó los gemidos de ella y supo que una noche más había logrado pasar la prueba.

Sin decir palabra, se dejó caer en su lado de la cama. Aguantó, estoico, el baboseo, el manoseo que ella le concedió, agradecida y cuando al fin todo acabó y ella se giró para buscar su postura acostumbrada para dormir, unas lágrimas rodaron hacia la almohada. También esto era parte de la rutina, repitiéndose noche tras noche. Como siempre, como cada noche, se preguntaba en qué estaba pensando cuando se casaron, cuando dio el famoso «sí», cuando creyó que podría amarla pese a todo. No era capaz de olvidarlo. Pasada la novedad, los primeros tiempos de excitación, de morbo, se había arrepentido con todas sus fuerzas y cada vez sentía más ¿asco? ¿pena? por si mismo. No sabía cómo se podía haber engañado tanto como para convencerse de que podría amar para siempre a un transexual.

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