Encendió el cigarrillo, intentado que no se le notara el temblor de las manos, y exhaló el humo con fuerza. Entre la bruma creada continuó observando, incrédulo, horrorizado, el resultado de su acción.
¿Cómo había podido hacerlo? Era necesario se decía a sí mismo una y otra vez. Era necesario. No podía apartar la mirada del cadáver. Cinco disparos a quemarropa con una S&W del 38, que ahora reposaba en el suelo, a sus pies, habían destrozado la cara y el cuerpo de lo que había sido un hombre. Sus restos, caídos de cualquier forma delante de él, le preguntaban en silencio ¿cómo pudiste hacerlo?
El hombre. El muerto. No era culpable de nada. No le había robado, ofendido, ni le había causado mal alguno. De hecho, nunca le había visto antes. Era un hombre anónimo, un hombre cualquiera escogido al azar. Le había tocado la china. A punta de pistola le obligó a meterse en el maletero del vehículo y lo condujo hasta ese aislado y sombrío sótano sin hacer caso de sus preguntas, protestas, gritos y lloros. Sí, había llorado y eso casi le hizo imposible terminar su cometido.
Abstraído, contemplando entre el humo del cigarrillo que consumía calada tras calada, con ansiedad, los restos del hombre, no era consciente del jaleo que había a su alrededor. Con una sacudida de cabeza, como despertando y volviendo a conectar con la realidad, el volumen de su entorno fue subiendo y fue consciente de repente de las felicitaciones, bromas, enhorabuenas que todos los de su alrededor le estaban dispensando.
Sonrió como pudo, intentó hacerse cargo de la situación y volver a la realidad poniendo un gesto acorde con el festivo ambiente general. Sus colegas le felicitaban y le daban la bienvenida. ¡Lo había conseguido! ¡Había cumplido el necesario rito de iniciación y ya estaba dentro! ¡Ya era uno más del grupo! ¡Le habían aceptado!
Un grupo de motoristas. De Ángeles del Infierno, como les llamaban algunos, aunque ese no era el nombre real de la banda. Toda la parafernalia incluida: cuero, botas, gorra, y una burra de gran cilindrada que era su orgullo. Y ya estaba dentro. Ya podía comenzar a realizar su trabajo.
Infiltrado. Era policía.
Debía pasar informes de toda la actividad de la banda, tráfico de drogas, asesinatos por encargo, robos, chantaje… una extensa variedad de delitos que abarcaba todo el código penal.
Sabía que podía hacer mucho bien. Prevenir muchos delitos y ayudar a desmontar una de las bandas más activas del país. Pero… ¿y él? ¿Era lícito haber matado a un inocente a fin de salvar otras vidas? Podría salvar a muchos, evitar muchos males, pero ¿y el muerto? ¿y su familia? No le habrían admitido de no hacerlo, pero ¿podría vivir con ello? ¿Qué sería de sus sueños y pesadillas? ¿tenía conciencia? Muchas preguntas, angustia… volvió a mirar el cadáver de reojo, entre el humo del cigarro y las lágrimas que irrefrenables surgían de sus ojos. ¿Quién sería? ¿Cómo se llamaría?