Detesto el ambiente en los locales de fumadores, al menos en aquellos donde, efectivamente, la gente fuma. Es terrible el sentir la vista nublada por el insoportable humo que sale de esos pequeños tubitos rellenos, que quema los ojos e irrita la nariz.
Sin embargo, lo que más detesto es, lejos, el que mi vista quede distorsionada merced de una nube no precisamente llena de lluvia, que por deseo de alguien con ganas de crearla, debo soportar. Eso de ver todo como si estuviera caminando en la niebla, como si todos fueran ángeles rodeados por un aura: un aura turbia, un aura sucia, un aura contaminada.
Ese día no era diferente.
Las risas y los sonidos de voces conversando sin importar lo que ocurría alrededor, se fundían con mi sentimiento de soledad que desbordaba por mi ropa y despedía un hedor percibible a kilómetros. Había pasado a tomarme un mokaccino de esos que me hacen soñar, pero lamentablemente, entre tanto estruendo (inconcebible para las cuatro de la tarde), era difícil poder soñar algo. Además, la ya enfermante y descrita bruma ya había tomado en el cielo raso, y no tenía para cuando irse.
Miré mi taza con la esperanza de encontrar un cuento allí flotando, pero nada. Esta vez, el mokaccino a medio terminar no tenía nada que ofrecer.
No tenía como imaginar que sería la odiada bruma la que me traería algo.
Parecía un espejismo en medio de la ciudad, un reflejo perdido de cristales rotos en una vidriería antigua, que quedó por allí vagando sin saber que su tiempo había acabado. Como las gotas que caen de una ducha recién cerrada, esas que no se atreven a dejarse llevar por miedo a ser rechazadas, así salió ella de la densa neblina: tímida, mirando alrededor con cara de perdida, de haber entrado sin querer hacerlo, de querer salir inmediatamente pero sin seguridad de cómo.
Me quedé absorto un momento, pensando, solamente, que para que quería sueños con realidades como aquella.
No supe bien que hacer, si levantarme inmediatamente y decirle algo, o quedarme un rato más a observarla.
Reconozco mi error; sería inmaduro culpar al humo de mi cobardía y dejar que se marchara, aún cuando podría haberme levantado y ofrecerle la mitad del café que me quedaba, o simplemente haberla acompañado afuera e inventar alguna excusa para saber como se llamaba.
Aunque odio el humo, sigo volviendo siempre al mismo local. El ambiente sigue siendo pésimo, y el mokaccino trae sueños muy de vez en cuando; pero me encanta imaginar que, de entre la bruma, de nuevo saldrá un ángel, ese envuelto por su propia aura que de turbia no tenía nada.
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