Por Sara
Tengo que confesarlo.
Ayer estaba tranquilamente en mi casa viendo el fútbol, cuando llamó al timbre. Se identificó como ‘comercial’, algo que ya me mosqueó pensando que los domingos éstos no trabajan. Y menos una tarde de domingo Barça-Madrid. Para atajar posibles malentendidos, me apresuré a decirle que a mí también me afectaba la crisis y no estaba interesada en comprar nada. De piedra me quedé cuando respondió que lo que él hacía en realidad no era vender, sino comprar. O, mejor dicho. negociar.
La curiosidad mató al gato, y en cada una de sus seis siguientes vidas, la curiosidad lo volvió a matar. Aún a riesgo de convertirme en el dichoso gato, ¡a la mierda el fútbol! invité al extraño a pasar y tomar asiento en mi sofá. Su aspecto no era especialmente llamativo, vestía un traje oscuro con corbata roja y se cubría del frío con una gabardina negra. En lugar del típico maletín que os podíais imaginar, mi improvisado invitado llevaba una carpeta llena de papeles.
Como si del genio de la lámpara se tratara, me pidió que formulara 3 deseos. Un traslado en el tiempo y en el espacio, reunir a TODOS mis seres queridos, los que están y los que ya no están, y eliminar el dolor. El comercial sacó unos documentos y me dijo que con una firma tendría todo lo que había pedido. Y como bien había asegurado al principio, no se trataba de una venta, sino de un pago por algo que yo tenía y él quería. Sólo pretendía una cosa: mi alma.
Observé el papel con actitud escéptica, era un contrato extraño, pero aparentemente inofensivo. El texto rezaba que el hombre compraba mi alma a cambio de mis 3 deseos. ¿Qué tenía yo que perder? Eso del alma es algo intangible, abstracto y utópico. Nada más que una palabra. Vale, firmo.
A continuación de mi rúbrica, el negociante estampó un sello y escribió su nombre. Se guardó el documento original y me dio la copia, que me dejó blanca al leer su identificación como Lucifer.
Yo confieso que no sé muy bien dónde estoy. Confieso también que no sé cuándo estoy. Que tengo la mejor compañía del mundo. Que ha desaparecido cualquier rastro de dolor. Yo confieso que he vendido mi alma al diablo, y que soy feliz.