Teníamos nuestra juventud recién estrenada, muchas ganas de descubrirlo todo y descubrirnos y apenas un rato a la semana para hacerlo.
Nos veíamos cada día en el instituto y durante las interminables clases nos mandábamos notas de deseo y miradas lascivas que no hacían más que alimentar el fuego que nos ardia por dentro. En clase de Latín combatíamos el sopor que la voz del profesor declinando nos producía escribiéndonos deseos en trozos de papel que arrugados pasaban de unas manos a otras hasta llegar a su destino..Y el rosa rosa rosae se transformaba en un » No soporto la espera…» o un » Te deseo tanto…» que escondíamos, yo en mi plumier de mariposas, y él en el bolsillo de su camisa.
Cada sábado a la hora acordada y donde siempre apagábamos con toda la fuerza de los diecialgo nuestras ganas contenidas durante toda una semana escondiéndonos en el cine. Nuestros padres, convencidos de que el cine no podría hacernos daño y supongo que admitiendo asolapadamente nuestras necesidades de compartir un rato a solas nos daban cada sábado el permiso y la paga para escaparnos a ver algún estreno…Nunca vimos ninguno.
Palomitas y cola para dos y para hacerlo más creíble a los ojos de todos…La película menos atractiva, la sala más vacía..Última fila. Un ritual que repetíamos entregados de principio a fin como el mejor guión de cine perfectamente estudiado y ejecutado. Tan pronto como las luces se apagaban nosotros nos encendíamos y nos olvidábamos del mundo por hora y media amándonos todo lo que las butacas y el lugar nos permitian.
Han pasado muchos años desde aquello y sin embargo aun nos nace una sonrisa cuando alguno de nuestros hijos nos pide dinero para ir al cine y se cruzan nuestras miradas en la cocina.