La carta reposaba plácidamente sobre el alféizar de la ventana. No fue necesario extenderse mucho en su lectura pues, después de una necesaria pero breve introducción, lo descrito era absolutamente elocuente. En el fondo era conocedor de la intención de la misma, ya que muchas habían sido las jornadas sobre el mismo tema de conversación, pero aún así el sentimiento de rabia era superior al de la tristeza. De todas formas Julio avisó inmediatamente al notario, en cumplimiento del pacto acordado, y dio gracias a que el descubrimiento de la misiva lo hiciese conjuntamente con la enfermera jefe, pues ambos habían entrado a la habitación al mismo tiempo. A él, consecuencia de las secuelas del accidente, le era imposible realizarlo solo.
Faltaban pocos meses para que se cumpliesen diez años del accidente. Poco recordaba del mismo, dado el alto grado de alcohol que su cuerpo transportaba, salvo que lo fue a la vuelta de la celebración de su fiesta de graduación. La llamada al domicilio familiar, ya una vez en el hospital, tuvo una nueva respuesta trágica. Sus padres, asustados por la noticia, no dieron ninguna importancia al parte meteorológico y emprendieron una marcha, tan rauda como imprudente, hacia el origen de la llamada. Sus cuerpos y parte de su mente llegaron al mismo hospital horas más tarde.
En todos esos diez años, ambos ocuparon la misma habitación. Por su expreso deseo, salvo cuando era necesario para las labores de higiene u otras asistenciales, las camas se encontraban unidas como si del lecho conyugal se tratase. Las lesiones en el cerebro habían cercenado toda comunicación con el exterior, salvo la de emitir lágrimas por sus ya envejecidos ojos así como el movimiento lento y parsimonioso de dos de los dedos de una de las manos, en el caso de él, y solo uno, el meñique, en el de su esposa. Pero los médicos habían comprobado, en ambos casos, que eran capaces de escuchar y comprender todo lo que se les proponía. En consecuencia, eran lúcidos.
Por medio de un sofisticado sistema de pantallas los dedos hábiles manejaban una especie de “ratón” de ordenador por el que se comunicaban con Julio y los doctores. Julio pacientemente, y no por culpa del sistema, aguardaba el tiempo necesario para que los dedos de sus padres completasen las frases que daban paso a su única preocupación. Querían que su hijo, a pesar de las graves secuelas que seguían siendo evidentes para su visión, pudiese rehacer su vida sin que ellos fueran impedimento alguno. Para ello, con la disconformidad total de los doctores y las, al principio y durante mucho tiempo serias dudas de su hijo, era necesaria la aceptación de sus deseos. Todos los informes, incluso los de los galenos especialistas provenientes del extranjero, eran concordantes: la situación de ambos cónyuges era irreversible.
Los padres de Julio se preguntaban ¿por qué esperar más?. ¿Qué clase de vida era la que disfrutaban? Ellos se sentían muertos y querían romper con esa hipócrita mortalidad en vida. ¿Cuándo estaremos más muertos que ahora? Ahora, podemos hablar de la muerte en vida y nosotros, no ustedes doctores, -les suplicaban a ellos, en su continua alocución diaria- ustedes, si eso es posible, podrán hablar de la vida una vez muertos. Si acaso tienen alguna duda de que esto último, por irracional, sea posible, dejen que seamos nosotros los que lo experimentemos .¡Déjennos morir, por favor!.
El notario llegó y, junto a Julio y la enfermera jefe, corroboró la muerte de la pareja así como el contenido de la carta. La policía y el juez instructor no consiguieron pruebas definitivas de cómo se había llegado a ese último extremo. Julio, siempre acompañado de una silla de ruedas y otras asistencias complementarias, rehizo su vida. Nunca podrá expulsar de su corazón el ingrato recuerdo de su graduación pero, todos y cada uno de los días, en la misma pantalla y con el mismo “ratón” de ordenador que ellos usaron, tomándose el mismo tiempo que ellos se tomaban…….. entabla una íntima conversación con sus padres.
JOSE MANUEL BELTRAN