No recuerdo cuántas veces hemos entrelazado los dedos de nuestros manos, aunque sí es cierto que cuán los años van pasando y a pesar de haber perdido la innata frescura de nuestra piel, el sentimiento de fortaleza y acogimiento con el que disfruto ahora no tiene punto de comparación.
Rememoro, ¡y de que manera!, cada una de tus sonrisas cuando, llegado el sábado a la hora ya previamente determinada, nos encontrábamos para envidia de algunas de tus amigas. Nuestras charlas, entrecortadas en muchas ocasiones con una mirada cómplice que daba paso a un tierno beso, máxime si eran otros extraños los que nos observaban, se fueron convirtiendo en algo más que palabras. Disfrutamos de una parte de nuestra juventud apoyándonos uno al otro, consintiéndonos y aceptando –si bien es cierto que algunas veces no con demasiado agrado- la opinión del otro. Nuestro mutuo respeto, y sobre todo el respeto que tú merecías en ese momento, me fortalecía pues siempre he sido sabedor de tus grandes dotes de paciencia así como de tu inmensa sabiduría; algo de lo que yo, seguro que por cabezota, no sabía reconocer al primer instante.
Las circunstancias han provocado que nuestra vida en común haya tenido altibajos, de la misma forma que las gotas de agua suben hasta la cresta de la ola para posteriormente descender. Pero nosotros, como gotas individuales, hemos encontrado el remanso de paz una vez que, como ocurre con todas las olas, plácidamente nos depositábamos en la arena de la playa. Estando perdido nunca he necesitado ningún faro para encontrarte pues tú, mi sirena, has alumbrado mi alma cuando ésta se empeñaba en buscar la oscuridad.
Dentro de tu vientre has engendrado tres maravillosas obras de arte y que, con grandes esfuerzos y sacrificios, hemos ido moldeando para solaz disfrute de nuestra existencia. En cada uno de esos momentos, ahora tan lejanos, he disfrutado con tu belleza pues, al igual que ahora, sabes que no existe nada más bonito en este mundo que visualizar a una mujer en tan feliz estado.
Lágrimas y risas; dolor y éxtasis; preocupaciones y felicidad; desconsuelo y abrazos; dudas y fortaleza; rabia y amor y tantas y tantas sensaciones compartidas durante todos estos años que, hoy, cumplidos ya treinta y cinco años desde que decidimos plasmar en un papel lo que los leguleyos consideran acta de compromiso, hoy repito, solo nos queda un único reto y que, a buen seguro, cumpliremos los dos.
Quiero estar contigo siempre. Mi corazón no podría soportar que eso no fuera así pues yo sin ti no soy nada. Quiero que nuestros dedos sigan entrelazados al pasear por la playa; quiero deslizar mi brazo por tu hombro estrechándote hacia mí con suavidad; quiero disfrutar con la misma pasión, aunque quizás con menor intensidad, de tu cuerpo desnudo; quiero que tus lágrimas encuentren cobijo en mi pecho; quiero ver tu sonrisa cuando a la mañana temprano me despierte; quiero reír; quiero llorar; quiero amarte. Y todo esto, así de simple, es mi reto. Te invito a compartirlo, a sabiendas que lo aceptarás de buen grado, pues ya cerca estamos de esa cifra mágica que nos anuncia nuestras bodas de oro. Te quiero, amor.
JOSE MANUEL BELTRAN