Archivo diario: 17 octubre 2009

La novia de Culiacán (leyenda urbana)

Apenas tenia veinte años, hermosa, con toda una vida por delante. Se había enamorado perdidamente de Jesús y él también de ella. Eran amigos de Ernesto, quien toda su vida la había amado.

 

Guadalupe Leyva Flores, se llamaba pero le decían “Lupita” de cariño. Aquel día, Jesús le pidió matrimonio. Ella encanta aceptó. Todo estaba perfecto, la felicidad no podía ser mayor. Ernesto no se enteró hasta que Jesús le pidió de favor que fuera su padrino de bodas. Éste, con la furia en la sangre fue a la casa de Lupita a reclamar, porque el sentía un amor muy grande por ella, desde que eran niños. Lupita, tiernamente, explicándole las cosas amablemente le dijo que ella lo quería como un hermano, que amaba a Jesús y que por favor lo entendiera.

 

Llegó el día de la boda, en la ciudad de Culiacán Sinaloa México. La catedral lucía esplendida, Jesús, llegó primero y esperaba con ansias a su hermosa novia. Su padrino lo acompañaba en aquel momento.

 

Cuando la vio llegar, sus ojos se le iluminaron, era tanta la felicidad que sentía que nada que pudiera pasar se la quitaría. La abrazó, la dio un beso en la frente.

 

Ernesto no podía soportar aquello, era como si se estuvieran burlando en frente de él. Sacó una pistola y le dio un balazo en la cabeza a Jesús. Todos estaban espantados, Lupita no lo podía creer, de hecho nunca lo creyó, lloró sobre su cuerpo, mientras que Ernesto se daba un tiro también cayendo muerto al instante.

 

Pasaron los días, los meses los años, Lupita jamás se quitó el vestido de novia, incluso se le veía hablar sola, ida, ilusionada, muchos dicen que veía a su novio muerto. Durante más de treinta años se le vio pasear por las calles de la ciudad, con su vestido desgarrado de novia, hasta que un día murió.

 

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Caso resuelto

Había pasado ya más de una semana y Tarragüell esperaba, cada vez más impaciente, la llegada del correo de manos de quien, a buen seguro, no podía equivocarse. Andrés, el cartero, llevaba destinado en el barrio mucho tiempo tanto que el Ayuntamiento había sustituido ya dos veces las farolas de alumbrado por otras que, aunque más modernas, no eran del total agrado de los vecinos. Hoy, martes y trece, consecuencia del dicho popular lo único que deseaba es que Andrés no tuviese a bien, como era su costumbre, llamar personalmente al timbre de su puerta para anunciarle la llegada del correo. Sin embargo, su premonición no se hizo realidad.

–          ¡Aquí está!, Luisito, la carta que esperabas.  Después de tantos años, Andrés seguía llamándole por el diminutivo de su nombre de pila, siempre de forma cariñosa.

–          ¡Hostias, hoy no!, exclamó Tarragüell sin que tal improperio llegase a los oídos de Andrés.

–          ¡Venga, ábrela!, o es que después de tantos años no voy a compartir este momento contigo.

–          Andrés, estoy muy nervioso, quizás no me hayan admitido.

A Tarragüell le temblaban tanto las manos que no era capaz de introducir ni uno solo de los dedos en la solapa del sobre para proceder a su apertura pero, al fin, lo logró. La misiva era elocuente: “Nos complace comunicarle su admisión en el Centro Superior de Investigaciones Científicas –Sección de Investigaciones Especiales-, dado el excelente expediente aportado”.

Más de ochenta complicados casos resultaron totalmente cerrados, por resueltos, en los dos años y medio en los que Tarragüell estuvo destinado, como inspector, en la Comisaría Central. Allí, también hay que decirlo, junto a un extraordinario equipo Tarragüell dejó en suspenso, pues los casos no resueltos siempre quedan en este apartado que nunca olvidados, tres carpetas marcadas con los nombres de las víctimas. Los cadáveres, a simple vista, no ofrecían peculiaridades externas llamativas. Sin embargo, las distintas autopsias mostraban diferentes órganos vitales extraordinariamente dañados por unas razones nunca acordes a la edad de las víctimas ni a compuestos hasta ahora conocidos. Los forenses, en sus dictámenes finales, no lograron concretar las consecuencias de tales daños y ese era uno de los motivos por el que los casos quedaban en suspenso.

Por ser uno de los últimos en llegar, Tarragüell no pudo elegir su periodo de vacaciones hasta el mes de Diciembre, máxime cuando él no contaba con hijos en edad escolar que le hubiese permitido disfrutar sus días de descanso en los meses veraniegos. La verdad es que no le importó mucho. Desde hacía bastante tiempo le venía rondando en la cabeza unas relajantes vacaciones en el Caribe. Deleitarse con la visión de un mar endiabladamente azul, en contraste con la blanca y fina arena de sus playas debía ser, según le habían comentado ya otros compañeros que disfrutaron de su viaje de novios, una delicia no solo para el cuerpo sino para la vista, en función de la agradable presencia femenina que pudiera encontrarse.  Así que, dicho y hecho, tan solo una semana después recibía la llamada de la agencia de viajes para que retirase los billetes de avión y toda la documentación del hotel de lujo en la República Dominicana.

Graziela no paraba de hacerle arrumacos sin que le importasen las miradas ajenas. Su imponente cuerpo y su elegante andar obligaban, por mucho que molestase a las recientes novias, hacer girar la cabeza a los también recientes maridos. Tarragüel, ávido de nuevas sensaciones, había entablado relación con Graziela tan solo pasados dos días de su llegada. Era una chica, a la vez que bella, humilde y con una gran sensibilidad. Se conocieron en la playa, en su día de descanso, pues Graziela trabajaba en el hotel contiguo a dónde se hospedaba Tarragüel. Y, aunque ella no se lo puso nada fácil, habían disfrutado ya de momentos íntimos al igual que la mayoría de las parejas que allí se hospedaban.

La noche de Navidad, Graziela quiso invitar a Tarragüell a cenar en casa de su familia. A pesar de las primeras reticencias, Tarragüell aceptó denotando una extrema alegría en Graziela. Los familiares le recibieron como a un hijo más y Graziela no paraba de tener detalles cariñosos con él, tan propios como los de cualquier pareja. Avanzada la noche, y después de dar buena cuenta de los manjares de la cena, comenzó la fiesta caribeña dónde el ron y todo tipo de bebidas fluían por doquier. Tarragüell, al igual que muchos, bebió más de lo necesario o, lo suficiente para que su boca no pudiera quedar cerrada, pues solo sabía hablar y hablar. Fue en una de esas incomprensibles frases, producto ya de su avanzado estado, cuando delante de toda la familia se abalanzó sobre Graziela y, levantándola en sus brazos, le solicitó que se casase con él a lo que el resto de la familia aplaudió fervorosamente. Graziela le otorgó el sí antes de besarle ardientemente.

El día antes de su regreso a España, establecido para el 29 de Diciembre, Graziela y Tarragüell mantuvieron una fuerte discusión. Ella quería que hiciesen el viaje de regreso juntos y Tarragüell se negaba. Graziela se sentía, más que disgustada, ofendida pues cuando le recordaba a Tarragüell su compromiso éste le contestaba que eso lo había dicho por el efecto de la bebida, aún cuando los días pasados juntos habían sido inolvidables. De regreso a su casa, y una vez que la abuela de Graziela tuvo conocimiento de las intenciones de Tarragüell, no se efectuó ningún comentario más por parte de la familia pues todos habían observado que la abuela, después de decirle al oído de Graziela unas frases, depositaba en su mano un pequeño objeto.

Pasadas las fiestas de los Reyes, Tarragüell se incorporó a su puesto de trabajo si bien se disculpó con sus jefes dado que, desde hacía días, soportaba unos inmensos dolores de cabeza a la vez que sentía dolores agudos en su brazo izquierdo. Por insistencia de sus compañeros al final dio su conformidad para que el doctor del centro le realizase un examen, sin que éste llegase a su final pues lo que estaba sufriendo era un fuerte ataque al corazón por lo que, rápidamente, fue trasladado al hospital. Tras más de una semana de hospitalización en la que su vida pendió de un hilo, los médicos le dieron el alta no para trabajar sino para continuar con el reposo en su domicilio.

Como todos los jueves de cada semana la asistenta hizo entrada en el apartamento de Tarragüell. Solo necesitó un vistazo para darse cuenta que tenía más trabajo del acostumbrado. Las maletas del viaje todavía se encontraban sin deshacer y, tras preguntar a Taragüell como se encontraba, se predispuso a introducir la ropa sucia en la lavadora. Al desplegar, para plancharla, la única americana que se había llevado de viaje, pues Tarragüell no se fiaba en demasía de las lavanderías, notó que la plancha efectuaba un pequeño tropezón a la altura del bolsillo superior. Introdujo sus dedos y sacó un objeto que, por cuyo gesto, no era de su agrado. Una vez que se lo enseñó a Tarragüell sintió como, de nuevo. el dolor de cabeza y de brazo aumentaba de intensidad creyendo entender ya no solo su por qué sino el de algunos otros.

No perdieron tiempo con los saludos. Ramírez y Ortuño, inspectores de la Comisaría Central, se presentaron en casa de Tarragüell con los expedientes que éste les había solicitado. Tarragüell, abriendo todas y cada una de las carpetas, fue directo a la información que le interesaba. Todas las víctimas contaban con un nexo común: un viaje, días previos a su muerte, a la república Dominicana. Tan sólo faltaba el remate final y es por eso por lo que les urgió que regresasen de nuevo a comisaría para coger todas las bolsas que contenían las pruebas de la investigación de los tres casos. Pasados pocos minutos, el contenido de las bolsas estaba a la vista de los tres inspectores.

– ¿Lo veis?, inquirió Tarragüell.

Fue Ortuño el primero que reaccionó, aunque por los gestos Ramírez también coincidía con su compañero.

–          ¡No me jodas!, Tarragüell. Eso no se lo cree nadie. Me parece increíble que tú, ahora y a estas alturas, creas en estas leyendas urbanas.

Tarragüell, con sumo cuidado, tomó en su mano los cuatro objetos incluido el suyo. Fue en ese momento cuando sintió un gran pinchazo en su corazón al igual que si fuese atravesado por una lanza, cayendo desplomado al suelo.

–          ¡ Ortuño!, avisa a una ambulancia. Déjalo, no hay nada que hacer. Está muerto.

–          Pero, ¿cómo puede ser esto?, si se encontraba más o menos bien, respondió Ortuño.

–          ¡Y yo que sé!, pero ni se te ocurra tocar esos jodidos muñequitos que, encima, tienen atravesados alfileres por todo el cuerpo.

JOSE MANUEL BELTRAN.

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