Archivo diario: 12 octubre 2009

El hombre del saco. (Una leyenda urbana)

romasanta

Era una noche oscura, típica de Galicia, con mucho viento, humedad y esa llovizna (poalla), que se te pega a la ropa.

Por el camino del bosque que se aleja del pueblo, apenas se veía a un palmo de distancia, y el caminar era pesado y lento.

Eulogio el médico, debía llegar cuanto antes a la casa de Mariño, el señor que vivía a cinco quilómetros del pueblo, y que había enfermado de unas extrañas fiebres que le hacían convulsionarse y vomitar sin parar, para intentar curarlo.

Por fin llegó y empujó la puerta. Entró en la casa y sintió un alivio muy grande. Pero la casa estaba fría, y no se pudo quitar la ropa.

Subió las escaleras de la galería que llevaba al dormitorio, y allí estaba Mariño, el herrero, impedido en la cama y con sudoraciones intensas.

_¡Dios mío!,¿Pero que te ha pasado?. Le preguntó Eulogio.

Mariño apenas podía articular palabra. Pero contestó:

_Mi buen doctor, gracias por venir.

Ayer volvía del trabajo, como siempre a última hora del día, y en el camino de casa me atacó algo que yo describiría como una especie de lobo, pero iba erguido y tenía manos.

Se me avalanzó hacia el cuello, y me mordió en la espalda porque lo pude esquivar. Corrí como alma en pena y conseguí llegar a casa, cerré la puerta y me escondí en la habitación.

Por la mañana cuando vino el panadero le dije que me encontraba mal y que avisara al doctor para que vieniera, porque yo no podía ni andar.

Romasanta!, exclamó Eulogio.

Hay que avisar a la guardia civil de que ese monstruo anda por estos alrededores.

De repente, Mariño empezó a echar espuma por la boca, y con las convulsiones se cayó de la cama quedando inmóvil en el suelo.

El médico le tomó el pulso y comprobó que había muerto. Lo subió a la cama y tapó su cuerpo con la sábana.

No quería tocarlo más por si se contagiaba de su mal.

Bajó de nuevo las escaleras con la intención de regresar al pueblo y dar parte de lo sucedido en el cuartelillo, pero tuvo miedo de salir y se fue directo a  la chimenea para encender un fuego. Había decidido que era mejor pasar la noche allí, y luego por la mañana volvería.

Ya estaba calentándose cuando escuchó un ruido en la parte de arriba de la casa. Creyó que podría ser una ventana mal cerrada que se golpeaba por el temporal, y no hizo caso.

Pero el ruido regresó al poco rato, alguien bajaba por las escaleras, ese sonido de los peldaños de madera crujiendo era inconfundible.

_Pero si Mariño vive solo.., ¿Habrá alguien más en la casa?. Pensó.

Se dio la vuelta y vio con pavor como el herrero se abalanzaba sobre él . No pudo reaccionar y acabó devorado.

Gorio

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El psicópata del campanario

Las leyendas urbanas son aquellas historias que se transmiten oralmente de generación en generación, basadas probablemente en algo que ocurrió una vez, pero que se han exagerado tanto que al final se convierten en leyendas por su escasa credibilidad.

Los de mi generación hemos crecido con la chica de la curva, el loco de la gasolinera, Ricky Martin, la nocilla, el perro, etc, en sus múltiples versiones. Todos conocíamos a alguien que conocía a alguien al que alguien al que le había pasado le contó la historia. Y compartíamos la información con nuestros amigos, para no pasar el miedo solos, y qué mejor escenario para ambientar la situación que sentados a media noche sobre una tumba en el cementerio.

Desde luego, nuestra imaginación daba mucho de sí y cuando intentábamos contactar con los espíritus por medio de la ouija, las nubes tapaban la luna llena, las puertas del cementerio se cerraban emitiendo un agudo quejido y una ráfaga de viento sacudía los árboles y nos provocaba escalofríos. Sin olvidarnos, por supuesto, de la omnipresencia de un desconocido gato negro.

Nuestras leyendas urbanas cobraban forma a la luz del día, en el patio de mi amiga Lydia, desde el que se divisaba el campanario de la iglesia. Y un día, una de las dos campanas no resplandecía bajo el sol. Una presencia humana se encontraba delante, impertérrita. Un hombre alto, moreno, de pelo largo y bigote, al que identificábamos como Alfred, el del ‘Quién es quién’, pero en moreno, miraba fijamente en nuestra dirección. A pesar de que nos encontrábamos fuera de su alcance, corrimos a escondernos.

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Hasta que un día lo vimos de cerca. En el patio de la iglesia, bajando por las escaleras de campanario, y en la mano llevaba un cuchillo jamonero. Con semejante panorama, ¿quién se atrevía a entrar en misa? Por supuesto, no volvimos a aparecer por allí, pero el misterioso hombre seguía en el campanario. Alguien nos habló en una ocasión (debía de ser el cura) de un personaje histórico, un tal Jesucristo, que había realizado milagros hacía casi 2.000 años. Los sorprendente era que su descripción física coincidía con el hombre que habíamos visto en el campanario. Hablaba de él como un héroe, como el fundador de una doctrina que se había extendido por todo el mundo, y en la que el cura basaba su vida. Lydia y yo nos miramos, preguntándonos con los ojos cómo le íbamos a decir a aquel hombre que su líder Jesucristo era en realidad un psicópata y que estaba en el campanario esperando para su golpe final.

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