Archivo mensual: septiembre 2009

Voy a contarles algo…

Dieciocho de marzo de 1993 son las 16:00 h (aprox.) en la ciudad de Sevilla, cuatro chicos de entre 15 y 16 años se reúnen como cualquier otro día para pasar la tarde juntos, entre risas y juegos, entre amigos. Jose, Pedro, Miguel Ángel y Benjamín podrían ser cuatro chicos cualquiera porque en esa época y por estas tierras la gente se reunía en la calle, no había móviles y si no salías a la calle nadie te llamaba, nadie se acordaba de ti. El día se había despertado gris y frió, el tiempo amenazaba lluvia desde por la mañana temprano, bueno, mas que lluvia tempestad y mirando hacia arriba el cielo gris tornaba a rojizo con el paso de las horas, daba la sensación que en breve este se caería sobre ellos. Así las cosas, el chico llamado Jose ofreció bajar a su “cuartillo”, una habitación medianita que tenia cada propietario en los sótanos del edificio, una habitación siniestra en una planta baja deshabitada por completo, y allí buscar algún entretenimiento. Fue comentar eso y escucharse un trueno como nunca antes habían escuchado, primero un estruendo brutal y después un flash inmenso, tanto como el cielo de Sevilla, y en medio un rayo directo desde…. quizás desde el infierno. No dio tiempo a caer la primera gota y los cuatro amigos ya marchaban, porque la tarde empezaba a ponerse fea, Miguel Ángel tomo la iniciativa y nadie tuvo mejor idea- Joder eso ha tenido que caer cerca, vamos abajo-. Una vez en el habitáculo todos se preguntaron a que demonios iban a jugar allí, tres o cuatro metros cuadrados libres y alrededor estanterías con libros viejos de su padre, un astrónomo famoso en el barrio pero con mala reputación en su casa, que desapareció en extrañas circunstancias o mejor dicho nadie supo nunca las circunstancias.

–Ya se a que podemos jugar tío, mira lo que tenía mi padre  aquí – dijo José para intentar pasar la tarde, sin mas.

– Eso es una güija “killo” déjate de rollo que eso es chungo, pudo decir Pedro perfectamente.

– ¿Chungo?, eso no vale para nada yo me rio de eso y de todos ustedes si jugáis a eso, exclamo Benjamín.  

– ¡Venga! pues entonces vamos a jugar y nos reímos, sentencio Miguel Ángel.

Y así fue, los cuatro chicos de rodillas en una habitación con suelo de…. bueno sin suelo, de rodillas en cemento puro, y húmedo, muy húmedo, tanto como el ambiente, casi irrespirable, algo así como el calabozo tetrico de una pelicula terrorifica de serie B . Cada dedo en un vaso, ¿allí había un vaso?, si señores allí había un vaso, inexplicable pero ya saben que la realidad supera siempre a la ficción je je. Primera pregunta. Jose toma la palabra y pregunta…. “¿Papa estas entre nosotros?”. Corazones paralizados, todos habían escuchado hablar de ese rollo pero la situación era totalmente propicia para que sucediera algo malo, muy malo. El vaso se movió y se situó encima de la casilla que contenía en su interior como respuesta “SI”, ya se les podía pinchar y no notaban nada, fríos como el hielo y al borde de gritar un “vasta”, pero nadie se atrevió. Siguieron así unos veinte minutos pero fue una vida entera para ellos, más preguntas y más respuestas, alguna no tenía sentido pero la mayoría tenían un sentido aterrador. Y ya imagínense, cada uno preguntando aquello que creía que podía ser definitivo para saber de verdad si había alguien más allí y alguien que por desgracia no era terrenal. Pero todo se trunco cuando……

– ¡Al carajo con tu padre!, Benjamín le pego un manotazo al tablero y el vaso salio despedido como si hubiera estado cargándose con energía cinética todo ese tiempo, para chocar contra la puerta de la habitación.

Todos sintieron que algo iba mal, que aquello no se había terminado de una manera normal y que ninguno estaba seguro allí. De repente suena la puerta de arriba, la que permite acceder a la planta baja por medio de unas escaleras, se abre y se cierra seguidamente. Los cuatro a la vez abren la puerta del zulo y se dirigen por un pasillo, sin ventanas, solo puertas, un corredor de la muerte, hacia las escaleras sin dirigirse la palabra, en el silencio más absoluto.

Jose iba el primero y de repente se detiene justo delante del primer escalón….

– ¡“Killo” esto no puede ser!, yo no puedo dejarle el marrón este a mi madre aquí esperarse un momento. A nadie le gusto la idea evidentemente pero el chico tenía razón.

 – ¡Y que coño quieres que hagamos, cojones!, dijo cualquiera de los tres.

– Os voy a decir lo que vamos a hacer, voy a por la güija y la voy a traer aquí, ¿veis ese extintor de esa pared?, pues tendrá un numero de serie seguro, vamos a ver si de verdad dejamos alguien aquí o no. Y como no, otra vez como en las películas también apareció un bolígrafo para apuntar el numero que supuestamente iba a contestar…. alguien.

 Bueno, lo de aquella habitación ustedes saben aquello del poder de la mente y todas esas cosas, que yo me las creo a pies juntillas, pero que cada un piense lo que quiera. En cada pregunta al menos uno sabia la respuesta y conscientemente o inconscientemente podía moverla o ayudar a moverla, nunca iban a estar seguros. Pero lo que había propuesto Jose era lo bastante definitivo para que tragaran saliva los cuatro a la vez y asintieran con la cabeza. Jose marcho por el tablón diabólico y lo trajo de nuevo antes ellos junto con el vaso, ese horrible recuerdo volvía ante sus ojos. Se arrodillaron y Jose tomo la palabra.

– Papa, si estas aquí, muéstranos por favor el número de serie de ese extintor.

El vaso se movió bruscamente hacia el 0, después hacia el 1, cada vez mas rápido, prácticamente no daba tiempo ni a apuntarlo, tenían que acordarse entre todos del que había dicho antes, al fin se detuvo y todos se quedaron en silencio mirando el numero, como memorizando, eran muchos números, pero ¿quién iba a comprobarlo?. Decidieron ir todos juntos y fue darle la vuelta al extintor y ……bueno el final pensaba contároslo la siguiente semana que venia muy bien al tema, pero la verdad solo pensar tener en la cabeza ese recuerdo una semana miedo me da.

Imagínense, una pegatina mas grande de lo esperado les sorprendió con un numero exactamente igual que al que habían escrito, patadas en el culo y codazos en la cara para subir el primero por la escalera, no eran personas eran fieras subiendo por una montaña. Y claro como no, la puerta tenia truco y no se abría, hasta que consiguio llegar Jose hasta ella y ….una vez fuera, bueno.. un sol esplendido recibio a los cuatro chavales que incredulos miraban el cielo azul, y una vez mas sin hablarse.

Para terminar dejar claro, por si alguien no se había dado cuenta, que este relato se parece en algo más a una película, de los cuatro chicos tres nombres son reales pero Pedro, ese chico en realidad no se llamaba así….Y desde entonces os puedo jurar algo, yo no creo en dráculas ni hombres lobo ni nada por el estilo, pero en que hay algo mas ahí fuera… eso es seguro.

 

Lino

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Muchos miedos

Tengo miedos, muchos miedos.

Tengo miedo a la mala suerte, que no existe, pero a pesar de ello se ceba en mí.

Tengo miedo a la enfermedad y al dolor físico y moral, que te aniquila, borra el resto del mundo de tus miras y termina por existir únicamente él.

Tengo miedo a la injusticia cuando va acompaña de la impotencia para remediarla y que desemboca en rabia, en una rabia de puños cerrados, dientes apretados y lágrimas en los ojos,  que no sirven para nada.

Tengo miedo a la vejez, a la degeneración física y mental que conlleva. Aquella que provoca que  al mirar una foto de esa persona, ya no se la reconozca. Que ocasiona que la mente ya no sea rápida y ágil  y se bañe con frecuencia en el olvido, hasta  que finalmente  arrastra a una nueva niñez en la que la experiencia, las largas vivencias, el bagaje de toda una vida no valen para nada  y  la propia opinión ya no es tenida en cuenta.

Tengo miedo a las dictaduras, a las tiranías y a las guerras.

Tengo miedo a la turba enfurecida, a la multitud enloquecida, al grupo que se deshumaniza y actúa, al unísono, como un animal salvaje y sanguinario.

Tengo miedo al loco borracho que conduce  y acaba con la felicidad de los demás. Al ladrón, al asesino, que te quitan lo que más amas.

Tengo miedo a los desastres, individuales o colectivos, que te golpean inmisericordes reduciendo tu vida a la nada.
Tengo miedo. ¡Tengo tantos miedos…!

Quizá todos estos temores, pánicos, horrores se puedan resumir diciendo que temo lo que no puedo controlar. Cuando la acción, la decisión, la omisión vienen de fuera y son independientes de tu voluntad. Cuando debes afrontar, acatar y seguir  adelante con la decisión que otros, dioses, naturaleza, hombres…, han tomado por ti.

Cuando tu vida, tu presente y tu futuro, está en manos de los demás, cuando hagas lo que hagas, eres un invitado de piedra a tu destino. Cuando lo que quieres, deseas, amas o prefieres, no cuenta pues las decisiones se han tomado por ti pero sin ti. Cuando en aras de un supuesto bien superior, de una mejora colectiva, de un egoísmo personal, o de una sinrazón disfrazada de humanidad, eres sacrificado, sin remordimientos, en un altar ficticio y te encuentras con las manos esposadas, la boca tapada y los pies firmemente atados, y ni la protesta, siquiera, es una salida.

Cuando el mundo se te viene encima, es cuando tengo miedo. Miedo de lo personal, con la vida y el bienestar de los míos en primer lugar; de lo material, cuando aquello por lo que tanto has luchado es arrasado, desaparecido, expropiado, robado o destruido; de lo espiritual,  cuando principios, amores , deseos e ilusiones son obligados a desaparecer y su mero recuerdo ya resulta doloroso.

Tengo muchos miedos. Unos se han cumplido y otros se harán patentes con el tiempo. Espero, ruego y confío en que algunos jamás aparezcan por mi vida.

Aspective

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Indecisión

Comenzó hace tres meses, durante el pasado verano. Me llamo Carlos, tengo 39 años y soy un hombre divorciado -desde hace dos años-,  sin hijos y sin nueva pareja, y a quienes todos sus amigos se han empeñado en buscar compañía. No me siento sólo  y me hacía gracia el empeño de todos mis amigos y sobre todo,  de todas mis amigas, en buscarme una nueva novia. Múltiples cenas, reuniones, discotecas, barbacoas… ¡que empeño en emparejarme de nuevo, dios mío! Sin embargo y a pesar de que no creo llevar ningún bagaje residual de mi matrimonio, ni mucho menos trauma alguno, no me encontraba con ganas de meterme de nuevo en líos. Nuestro divorcio, quizás una excepción, fue amistoso y acordado. Nos casamos muy jóvenes y simplemente, se acabó. El tiempo nos llevó a cada uno por un camino diferente  y afortunadamente,  ambos nos dimos cuenta a la vez. Por eso no hay resquemores ni rencillas pendientes. De hecho, volvemos a ser los buenos amigos que alguna vez fuimos. Ahora yo estaba muy centrado en mi trabajo y a la vez, disfrutaba de esta recién recuperada sensación de soltería. Ninguna prisa por encontrar a esa media naranja que los demás buscaban con ahínco para mí. No sé el porqué pero mis amigas casadas se tomaban como una afrenta, o como un peligro para sus parejas, el que yo estuviese libre de nuevo.

En una de las múltiples “citas a ciegas” que mi cargante entorno propiciaba,  siempre con ellos mismos como carabinas para comprobar si existía “química”, me presentaron a Raquel. Fue en una de las indigestas barbacoas que Sofía y Alex preparaban en su chalé de la sierra los sábados por la noche, durante las vacaciones. Aquel día, a pesar de que indudablemente la habían invitado para que fuera mi pareja oficial, no reparé mucho en ella. Era mona, sí, pero muy callada e introvertida y no destacó por nada especial. Ni la sangría, ni el frio albariño lograron sacarla de un mutismo que la hacía difuminarse entre la animación general del amplio grupo de amigos. Creí entender que era una antigua compañera de colegio de Sofía y que había regresado a Madrid recientemente, después de residir en el extranjero con su marido, un diplomático de carrera, del que también se había divorciado no hacía mucho. El atavío, en pantalones cortos y camiseta, como todos nosotros, pues el calor obligaba al uniforme, tampoco llamaba la atención. La velada, animada y divertida como siempre, acabó con algo de baile, momento  que aproveché para despedirme, por esa noche, de la concurrencia. Prácticamente no habíamos cruzado palabra.

Nos fuimos encontrando, es un decir, pues las invitaciones iban totalmente intencionadas, a lo largo del verano en muchas de las reuniones del grupo de amigos. Y gradualmente comenzamos a hablar. Casi por casualidad, te fijas un día en algo que ella comenta y te hace gracia. Das pie a un nuevo comentario y te sorprende con una gran agilidad mental y un excelente sentido del humor, algo sarcástico, y totalmente corrosivo. No la conocía realmente, pero el interés se fue despertando gradualmente en mí y al tiempo me encontré esperando con impaciencia la siguiente reunión. Poco a poco las conversaciones entre nosotros se fueron haciendo más personales, casi íntimas y excluyentes con el resto del grupo, que nos miraba con un cierto retintín. Especialmente Sofía, que cada vez que nos observaba sonreía, supongo que satisfecha del éxito de su labor como celestina.

Vencí mis reticencias iniciales y la invité a salir una tarde. Aceptó. Fue realmente agradable aunque no tengo un recuerdo muy claro de dónde estuvimos  o lo que hicimos pero sí que estuve totalmente absorto por ella. Su conversación, su risa, su saber estar, sus movimientos, me encandilaron. Sin embargo, recuerdo perfectamente la duda que me asaltó al llegar el momento de despedirnos junto a nuestros respectivos coches. Deseaba besarla. Sí, de esto estoy seguro, lo deseaba, pero sentía, a la vez, un freno importante en mi interior. ¿Quería realmente comenzar una nueva relación? Supongo que ganó el no, porque el momento pasó, nos despedimos muy formalmente, como amigos y cada uno marchó por su lado.

No volví a llamar y me las apañé para no asistir a las siguientes barbacoas, cumpleaños, o lo que fuese que estuviera programado. Ella tampoco llamó. Supongo que la formalidad de la despedida o el hecho de no telefonear,  fue interpretado por Raquel como un rechazo.  Pero no es cierto. Ansío volver a verla. Me gusta estar con ella. Disfruto de su conversación, su risa me pone mariposas en el estómago y es cierto que cada día que pasaba la encontraba más guapa, más atractiva… Hay un tópico según el cual el hombre que acaba de terminar una relación con una mujer, busca rápidamente otra pues no sabe apañárselas, no sabe estar sin una mujer a su lado. Quizá. Pero no era mi caso. Tal vez es que no tengo vocación de casado, o que estaba próximo a la crisis de los cuarenta y preferiría comprarme un deportivo. La verdad es que no lo sé. Pero quería conversar mi independencia, mi sensación de libertad, de no tener que justificarme por nada, de ir o volver sin tener que ponerme de acuerdo con nadie. De dedicarme a mis tontos hobbies sin que nadie me pidiese explicaciones sobre la forma estúpida de perder mi tiempo.

Pero me gusta Raquel. Me gusta mucho y quisiera volver a verla. Y reconozco que me encantaría abrazarla y hacer el amor con ella. Pero no sé cómo compatibilizar ambas cosas. Me da miedo perder mi independencia. Y me da miedo perder lo que puede ser una hermosa historia con Raquel. No sé decidirme. El tiempo pasa, cada día transcurre con la duda y sé que algo voy a perder.

Aspective

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Disculpas por el abuso de confianza:

Por Aspective

De entrada os pido disculpas por el abuso. Había escrito dos textos para este título y finalmente he sido incapaz de decidirme por uno, pues ninguno me satisface enteramente. Os voy a machacar con los dos y que la fuerza me acompañe… con un paraguas, pues entre lo que cae del cielo, y los tomates del público, lo voy a necesitar.

El primero se llama «Indecisión» y el segundo «Muchos miedos». No seaís muy duros conmigo y de nuevo, perdonad el abuso:

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Promoción…

Hola a todos,

Creo que esto está funcionando. El mantenimiento que requiere el nuevo formato se reduce a hacer un pequeño cambio los Domingos por la noche (el tema), y a añadir a los nuevos usuarios. Algo que puedo hacer yo sin problema ninguno aunque en cualquier momento cualquiera de vosotros también puede encargarse si lo necesito. Así que la parte de mantenimiento solucionada.

En cuanto a la parte rítimica y de motivación, los que estamos participando estamos muy activos y noto mucho entusiasmo, así que, qué más se puede pedir. En mi opinión esto funciona, y no tengo más que verme a mi mismo que he recuperado, por fin, el gusto por leeros y comentaros, así como de escribir, que se me había difuminado estos últimos meses.

Dicho esto, voy a pediros una cosilla. Con el fin de conseguir más aportaciones, más usuarios y ampliar esta maravillosa comunidad, creo que sería bueno participar en los premios bitácoras, para darnos a conocer. Por lo tanto, los que seáis usuarios de bitácoras podéis votar a nuestro Blogguercedario desde este enlace:

http://bitacoras.com/premios09/votar (apartado de Mejor blog cultural)

Y los que no seáis usuarios, si tenéis facebook, podéis logaros en http://bitacoras.com con vuestro usuario de facebook y votar.

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Antifaces

He hecho de mí lo que no sabía,
y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
El disfraz que me puse estaba equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.

Fernando Pessoa, Tabaquería.

San Dimitri era un pueblo más bien pequeño y tranquilo, de esos tapizados de adoquines y de siestas, en donde abundaba la gente de edad avanzada, y los escasos jóvenes se dedicaban a esperar impacientemente a tener edad suficiente para largarse muy, muy lejos, tal cual atletas esperando el disparo de salida al borde de la línea. Durante casi todo el año, la brisa era de los ruidos más altos que lograban escucharse en San Dimitri. No habían autos, porque todo quedaba al alcance de la mano, y resultaban inútiles y entorpecedores. Tampoco habían robos ni crímenes importantes: era demasiado riesgoso, conociéndose tan bien entre todos. Nunca faltaba trabajo, ni agua ni alimento. La economía del pueblo era morbosamente llevada adelante por un constante y utópico trabajo en equipo. Los más jóvenes y fuertes eran los encargados de la cosecha; los adultos se dividían entre los trabajos de fuerza y los intelectuales, como el comercio y las cuentas; los viejos, cuidaban a los más pequeños, contaban historias, preparaban la comida, adobaban la carne, pelaban las chauchas, ese tipo de cosas.
Así se desarrollaba la vida en San Dimitri de marzo a enero. Pero había una excepción: febrero. El mes de la magia. El mes del Carnaval.
En el Sur, era costumbre, durante el verano y particularmente en febrero, festejar algo que no quedaba bien claro qué era, pero que igual se festejaba en grande. En sus orígenes, se había tratado de un encuentro entre los negros esclavos, que a pesar de estar todos confinados entre los altísimos muros de la ciudad, siempre tenían ánimos para la música. Hoy, todo el pueblo se reunía en la calle principal, en las plazas, en el parque, para bailar desquiciadamente, mojarse y emborracharse. Venía gente de afuera en oleadas a la correctamente llamada “Capital del Carnaval” por las agencias turísticas y los programas de televisión, a disfrutar y reírse como nunca. En estas fechas, era costumbre disfrazarse, y eso hacía de la ocasión una todavía más inolvidable. Uno hacía lo que quería: arrojaba huevos a las casas de los profesores, le tocaba el trasero al alcalde, le robaba un beso a una chica enmascarada, se subía desnudo a bailar en el techo del ayuntamiento, y nadie sabía de quién se trataba. Al mes, todo se olvidaba y volvía ese sopor lleno de recuerdos agradables que mantenía a los pobladores vivos por once meses más.
Sin embargo, había en el pueblo un anciano de mirada oscura que odiaba el Carnaval. Trabajaba como todos los demás, contaba historias a los niños, sonreía, pelaba chauchas y adobaba la carne, pero en febrero se encerraba herméticamente en su choza a hacer quién sabía qué. Solamente le contó el por qué de su odio a una niña llamada Isabela. Después de aquel día, Isabela, una preciosa castaña de diez años, comenzó a hacer preguntas sobre los antifaces del Carnaval.
—Papá—dijo un día durante la cena, algo insegura—, ¿es verdad que si usas demasiado tiempo un antifaz se te pega para siempre a la cara?
Su padre y su madre y sus hermanos rieron, y le aseguraron que eso era una tontería. Pero Isabela no quedó convencida.
Mientras fue creciendo, todos los carnavales los vivió como los demás: bailando desquiciadamente, mojándose y emborrachándose, pero siempre sin antifaz.
Una fría noche de julio, ella y sus amigos se encontraban en un sucio galpón tomando cerveza, y jugando a un juego que acababan de inventar: “Me da miedo”. Cerrando una ronda, cada chico decía en voz alta lo que más le daba miedo; si los demás lo compartían, bebían de su botella. Si por el contrario era un miedo tan infundado y ridículo que el confesor se hallaba solo, él tenía que beber.
—Me dan miedo las arañas—dijo una chica de cabello rubio platinado y rasgos delicados. La mitad de los presentes bebieron, y ella sonrió.
— ¡Me dan miedo los payasos!—exclamó quien le seguía en la ronda, y todos rieron escandalosamente y le obligaron a beber. Así fue pasando la ronda, entre confesiones como “Me da miedo estar solo”, “Me da miedo perder a mi familia”, o “Me da miedo nadar” (más risas burlonas). Cuando llegó el turno de Isabela, ella se sonrojó un poco, pero declaró:
—A mi me dan miedo los antifaces.
Sus amigos la miraron extrañados, y entonces recordaron su extraña costumbre de no vestir disfraz en Carnaval.
— ¿Por qué?
Isabela se rascó una oreja, y dijo simplemente:
—Porque temo no poder sacármelo.
Algunos rieron; otros, intercambiaron miradas de asombro.
—Vamos, Isa, habla en serio. Todos confesamos nuestros verdaderos miedos…
— ¡Pero es verdad! ¿Recuerdan al viejo Sal? Aquel que nunca salía en Carnaval… Bueno, una vez me contó su historia…—La chica se aclaró la garganta. Le había prometido a Sal que no repetiría sus palabras a no ser que estuviera segura de que quien la escucharía lo entendería, como había hecho él. Decidió confiar en sus amigos. —Me dijo que cuando era joven había pasado un año entero fabricando el mejor antifaz que San Dimitri había visto jamás. Resultó ser tan real que cuando lo usó, todos pensaron que era un extranjero sin disfraz.
»El tema fue que entre la fiesta y las borracheras, olvidó sacárselo. Cuando llegó marzo, se miró al espejo, y vio aquella cara a la que ya se había acostumbrado. Había sido feliz en esa cara; los pueblerinos se habían enamorado de él, de ese extranjero simpático y atractivo. Decidió dejárselo puesto algún tiempo, para engañar a sus amigos y pasarla bien un rato más. Pero después de eso, no pudo quitárselo. Pasó un tiempo y quiso hacerlo, pero le dio vergüenza haber engañado a todos durante tanto tiempo. No se atrevió…
— ¿Estás diciendo que la cara del viejo Sal no era de verdad?
Isabela dudó.
—Eso fue lo que me dijo.
—No te lo creo.
—Piensa lo que quieras. Yo le creí entonces y todavía lo hago. Él era inmensamente infeliz, porque no era él mismo. No se había atrevido a serlo. Siguió el camino fácil: fingir. Luego, llegó el día en el que se olvidó de quién era y el antifaz se le pegó a la cara. Por eso les tengo miedo y no los uso. Prefiero no caer en la tentación.
Los demás ya no reían, sino que sus rostros se mostraban sinceramente confusos, casi respetuosos.
—A eso le tengo miedo—remató Isabela, con la voz temblorosa, pero segura de lo que decía. —A olvidar quién soy y quién quiero ser. A no poder sacarme el antifaz.
Y empinó la cerveza. Sin embargo, cuando la bajó, no pudo sino sorprenderse de que todos sus amigos estaban bebiendo con ella.

DANIELA

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Me da miedo. . . mamá

–              ¡¡¡¡¡¡¡¡Ahora escóndete que pasa un avión!!!!!!!!  ¡¡¡¡¡¡¡¡Venga cerda!!!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡¡Muévete!!!!!!!

–          Ya voy. Es que me duelen las piernas.

–          Es que me duelen las piernas –se mofó de ella, imitando su tono de voz lastimero.

Se cubrió con una manta como mejor pudo y se quedó quieta mientras aquel avión pasaba por encima de su cabeza.

–          ¡¡¡¡¡¡¡¡Quieta!!!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡¡ No respires!!!!!!!!

–          Ya no respiro, te lo prometo

Cerró la boca fuerte como los ojos, que le dolían a rabiar por la fuerza que imprimía a dicha acción.

La postura era difícil pero lo fundamental era adquirir la invisibilidad ansiada que le aportaría algo de tranquilidad y sosiego.

–          Ya pasó, pero eso no significa nada. Ahora debes vestirte.

–          Ya estoy vestid…

–          ¡¡¡¡¡¡¡¡Cállate zorra!!!!!!!! Si te digo que te vistas, te vistes y te callas.       Odio esa voz asquerosa.

–          Ahhh  – suspiró con medio hilo de voz aterrorizada-

Se dispuso a abrir el armario y sacó lo primero que apareció ante sus ojos, arrancándolo de las perchas. A continuación, se vistió, sin desprenderse del camisón manchado y roto que llevaba puesto

–          Ponte un cinturón.

–          ¿Para qué?

–          ¿¿¿¿Quién te ha dicho que puedes hacer preguntas???? ¡¡¡¡Obedece!!!!

Rebuscó en el armario, en los cajones y no encontró nada hasta que por fin lo vio. Estaba colgado al lado de la ventana –ignoraba quién lo habría puesto ahí- y sirviéndose de unas tijeras, consiguió ponérselo tal cual él le había ordenado.

–          Ahora, siéntate en aquella esquina y pon la nariz entre las dos rodillas, y cuenta del uno al ciento cincuenta y uno, sin parar. Si te equivocas, vuelves a empezar. ¡¡¡¡Adelante!!!!

Se arrastró hasta la esquina de aquella habitación, sorteando toda clase de objetos que estaban esparcidos por el suelo y comenzó la cuenta, una vez colocada según las instrucciones recibidas. Al abrir la boca para contar, notó como le entraban las lágrimas que caían a raudales por sus mejillas, incapaz de pararlas ni con los ojos cerrados

Sus ojos que aún permanecían cerrados. Apretados por miedo a abrirlos y encontrar su cara. Debía ser terrorífica y ella no estaba preparada.

–          ¡¡¡¡Cuenta más deprisa, majadera!!!!  ¡¡¡¡No sirves para nada!!!!  ¡¡¡¡Voy a tener que prescindir de ti!!!! ¡¡¡¡Eres una mierda!!!!

–          ¡¡No, te lo pido por favor!!

–          ¿¿¿¿AHORA LLORIQUEOS???? ¡¡¡¡Cállate subnormal!!!

En el salón de aquella casa, se encontraban reunidas cinco personas. Se miraban cautelosas y la tensión era palmaria.

–          ¿No tarda demasiado la ambulancia?

–          Tranquila, cielo. Enseguida llegarán y se harán cargo de tu madre –apostilló uno de los adultos presentes en aquella sala.

–          Es que verla ahí de esa manera. Arrastrada, llorando, hablando sola, me está matando.

–          ¿Y piensas que a nosotros no nos duele?  -acotó otro de los hijos- La última vez que me he asomado, ha cortado la cinta de la persiana y se la ha puesto a modo de cinturón.

–          Me da miedo, Rodrigo, me da mucho miedo que mamá no vuelva ser nunca la misma. Teníamos que haberla llevado antes, cuando dejó de dormir bien.

–          Tranquila Belén –intervino Raquel- No podías imaginar que dormir mal iba a acabar así. Es un brote psicótico. Nos puede pasar a cualquiera y ahora lo mejor es ingresarla. Ya verás como en unos días esto no será más que un mal sueño.

–          Está claro que se ha producido por los días que lleva sin dormir. En cuanto pueda conciliar el sueño………

–          ¿¿¿¿Los oyes???? Están ahí. Te están vigilando. ¿¿¿¿Te convences ahora???? Por eso no quería que durmieras. Tenías que estar alerta. ¡¡¡¡Eres idiota!!!! ¡¡¡¡No te enteras de nada, cretina !!!!

–          ¿Quiénes son?

–          Quiénes son… quiénes son … quiénes son –siguió burlándose con aquel soniquete que le dolía en las entrañas como si se las estuvieran arrancando de cuajo.

Oyeron la sirena de la ambulancia y mientras en el salón todos se pusieron de pie, en aquella habitación, aquella mujer se retorció en el suelo como si la estuvieran matando.

Corrieron a socorrerla, al oír los aullidos de dolor, absolutamente asustados. Se agacharon para recogerla e intentar calmarla.

Mientras le limpiaban las lágrimas y le retiraban el pelo de aquella cara irreconocible, entraron por la puerta aquellos profesionales, provistos de una camilla, que les urgieron a salir de la habitación, y, uno de ellos, presumiblemente el médico, de un maletín.

Permanecieron todos en el pasillo, tras la puerta cerrada, mientras los minutos se les hacían horas.

Cuando por fin se abrió, ella estaba en la camilla, relajada, dormida y con un gotero en su brazo izquierdo.

Tras ellos,  en aquella habitación que parecía haber sufrido un auténtico terremoto, el médico les pidió que el responsable firmara el ingreso, aprovechando para explicarles en qué iba a consistir el tratamiento y cuando podrían ir a verla, si todo transcurría según lo previsto.

Tres semanas más tarde, cuando su hija fue a recogerla para ir a casa, aquella historia parecía un mal sueño.

Sus hijos, sus amigos y familiares, habían estado constantemente a su lado, desde el mismo momento que se autorizaron las visitas. La respuesta al tratamiento había sido estupenda sin embargo aquella laguna en torno al día que la ingresaron,  la creaba un desasosiego que ni el psiquiatra ni la psicóloga pudieron calmar. La aconsejaron que diera tiempo al tiempo, que no se obsesionara con  esas horas.

Llegaron a casa y en su habitación no quedaba resto de aquel infausto día. Ella optó, como le habían aconsejado, por acostarse. Todavía la medicación la mantenía bastante aplacada y le costaba estar de pie mucho tiempo.

Su hija tumbada junto a ella, la vio adormecerse y la beso en la frente.

–          ¿Sabes lo que me da miedo Belén? Que no recuerdo como empezó y así no voy a poder reconocer si se repite –con esta frase se quedó dormida.

No le diría que ella recordaba perfectamente el inicio y estaría a su lado si volvía a notar cambios de humor en su madre. En cuanto volviera a decir que alguien la seguía. O la escuchara caminar toda la noche en vez de dormir, o no quisiera hablar por teléfono por miedo a que la escucharan otras personas.

Apagó la lámpara del techo, dejando la de la mesilla encendida. Salió despacio para no despertarla y entornó la puerta, mientras en su cabeza desfilaban aquellas imágenes que esperaba no volver a ver más.

MONTSE

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Me da miedo

Me da miedo perderte. Despertarme y no contemplar tus ojos mirándome. Estirar mi brazo para comprobar que tus manos no están, que tu cuerpo no está, que tú no estás.

Me da miedo perderte. No volver a sentirte, ni que nuestras almas se unan en una sola.

Me da miedo perderte. Que la pasión que nos envuelve haya desaparecido. Que ese mundo maravilloso y feliz se desvanezca en el tiempo.

Me da miedo perderte. No sentir tus labios en mi boca besándome. No sentir tus manos recorriendo todo mi cuerpo.

Me da miedo perderte. Que dejes de amarme y notar la indiferencia en el silencio. Sentir ese dolor que llega a desgarrar.

Me da miedo perderte. No escucahr como me deseas, como me quieres. No oir tu voz llamándome para que te abrace y te proteja.

Me da miedo perderte. Sufrir tu ausencia y ese vacio eterno que jamás podría cubrir ni en mil años.

Me da miedo perderte mi cielo amor, me da miedo perderte.

Gorio

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¿Dónde está el paraíso?

No había nada que le causara miedo. No temía al riesgo, ni a las alturas, a las agujas, al dolor, ni siquiera a la muerte. Vivía cada día al límite, pisando el acelerador hasta el fondo. Su trabajo como monitor multiaventura le permitía descargar una buena dosis de adrenalina diaria.

Su casa estaba intacta, apenas la utilizaba para ir a dormir, y en ocasiones ni siquiera eso. En su cara, siempre una sonrisa, rezumaba actividad, diversión y confianza por todo su ser. Dedicaba todo su tiempo a su familia y a sus amigos, de esos de verdad, de los que hubieran dado la vida por él. Su pasión, las motos, mezcladas con esa peligrosa ausencia del miedo, resultaron un cóctel explosivo ese día en el que no se puso el casco.

Él dio su vida por proteger la mía y quedó allí, sin sentir miedo, apurando el riesgo y la velocidad hasta el último momento. Nunca creyó en el más allá, pero si le hubieran dado a elegir el camino de su propio paraíso habría subido en una montaña rusa sin fin. No está hecha para él la calma del cielo.

Nunca tuvo miedo, vivió sin límites y todo se precipitó. Yo sí tengo miedo. Un temor que se acrecienta cada vez que un palo me arrebata alguien que forma parte de mí. Miedo a que las cosas cambien, a que las personas desaparezcan, a no tener dónde agarrarme y caer. Porque yo no tengo muy claro dónde está el paraíso.

A Mario.

Por: Sara

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Por qué escribo en un blog

Bueno es una forma de definirlo cuando en realidad escribo, más o menos regularmente en cuatro.

¿Por qué? Desde luego no por los rendimientos económicos, que no llegan aún a cincuenta euros al mes… y eso en los que tienen publicidad, que son la mitad de ellos.

En el resto simplemente porque me apetece.

Esa es la sensación por la que empecé: porque sentía que tenía algo que decir, algo que contar a la sociedad…. Y lo hice, primero en algunos foros y luego en un blog de una cadena de televisión, hoy día abandonado por las pocas herramientas de edición y seguimiento que daba.

Luego abrí mi blog personal en WordPress y, más o menos por esas fechas, alguien me invitó a redactores. Y para finalizar allí conocí a Sito y por él me uní a este experimento literario.

La verdad es que, pese al poco rendimiento, y que me hace dejar medio abandonando mi blog personal medio abandonado, la experiencia merece la pena… tanto que me ha hecho volver a retomar tres novelas, una acabada pero pendiente de revisar y las otras dos no, y empezar algunas nuevas que tratare de publicar… hasta ese punto me ha llegado a picar la droga de la literatura.

Sé que no podre vivir de la literatura y que esto no puede pasar de un pasatiempo y no sé cuanto durara pero disfruto de ello y rememoro mis años jóvenes en los que escribía por el placer de escribir, sin saber si alguien, algún día, llegaría a leer lo escrito.

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