… Y agitó la linterna intentando conseguir que la condenada volviera a funcionar. Nada. Todo inútil. La oscuridad era total. No le gustaba la negrura que le envolvía. No tenía miedo, no era eso. Sencillamente no estaba a gusto en la oscuridad. Parecía que los ruidos se intensificaban cuando no podía ver. Los crujidos de la casa, “ruidos de asentamiento” los llamaban, sonaban como truenos en la negrura de las habitaciones. Truenos. Tormenta allá, en la lejanía. Lo que le faltaba. La velada cada vez se estaba pareciendo más a la ambientación de una película de terror de serie B.
Estaba sola en casa. El resto de la familia se había marchado de vacaciones. A la playa. ¡Maldita sea! El trabajo de última hora, interesante, bien remunerado, había hecho que renunciara a las vacaciones familiares. No estaban los tiempos para rechazar trabajos así. Pero los echaba de menos. Le habían dejado a Thor, el gato negro, para que le hiciese compañía. Menuda compañía. Desaparecía cuando quería y cuando volvía era para dormir en su rincón, ajeno al resto del mundo.
Esa maldita luz… Tendría que ir a la cocina a por unas velas. Si en lugar de camiseta y vaqueros llevara un largo camisón blanco seguro que se le aparecería un fantasma. La casa era antigua, bien restaurada, grande, espaciosa y estaba bien, y el jardín, con piscina, era maravilloso para sus hijos y sus juegos, muy sano. Pero a ella le hubiera gustado más vivir en un piso, con vecinos y calles y tiendas… La arboleda alrededor de la casa no era muy extensa pero le aislaba totalmente de las casas vecinas. Y se sentía sola.
Fffsssssssshhhhhh!! El ruido surgió de la oscuridad y retumbó en sus oídos en perfecta sincronía con su propio grito. Saltó de lado sorprendida. Mientras, Thor cruzada por delante de ella erizado y aún bufando. ¡Maldito gato! Le había pisado el rabo. No se veía nada. Una vez en la cocina decidió coger todas las velas que encontró. Ya bastaba de tonterías. Se iba a dar un baño, tibio, espumoso, relajante e iluminaría con velas todo el aseo. Como en las escasas noches eróticas en las que habían podido prescindir de los niños.
Terminó de llenar la bañera. Se había formado una abundante espuma gracias a las sales que había vertido. La estancia estaba profusamente iluminada con no menos de dos docenas de velas de todos los colores y aromas, que derramaban una luz suave, indirecta, acariciadora, que ahuyentaba todos los fantasmas y malas ideas. Colocó a Chopin en el reproductor del dormitorio adjunto y dejó que sus Polonesas rompieran el silencio y se sobrepusieran a los truenos lejanos. La Heroica era su favorita. Se desnudó lentamente, y se contempló en el empañado espejo que le devolvió una imagen borrosa, desenfocada, de un cuerpo que valoró como todavía muy apetecible. Se contempló de perfil y la línea recta de su estómago le satisfizo. No estaba nada mal para haber tenido dos hijos. Se sopesó los senos con las manos y sonrió. Aún estaban plenos, rotundos y en su sitio. Nada de operaciones. Al menos todavía.
La voluptuosidad del calor húmedo del baño, la espuma aromática y relajante, la suave luz, la melodía del CD, le indujeron un sopor que poco a podo se fue adueñando de ella con su consentimiento. El día había sido muy agitado y conducir hasta el trabajo, casi 100 Km. de ida y otros tantos de vuelta, habían conseguido agotarla. Estaba pensando en su marido. Quince años de casados y aún le quería. Quizá habían acabado las locuras de los primeros años, pero sí, definitivamente sí, aún estaba enamorada de él y segura de ser correspondida.
Prácticamente el sopor había dejado paso al sueño. Totalmente relajada su mente vagaba en un estado de semiinconsciencia por parajes alegres, verdes y soleados en donde… ¿Qué había sido eso? Un ruido. Sí, estaba segura. Abajo había sonado un ruido. Quizás… Parecía el cerrojo de la cerradura. La puerta. ¡Se abría! Escuchó con atención ya totalmente despierta. ¡Pasos, se acercaban pasos! ¡Subían la escalera! Al mismo tiempo, un silbido comenzaba a flotar tenuemente por debajo de Chopin. Salió rápidamente de la bañera y buscó apresuradamente la bata detrás de la puerta del baño. Ciñéndosela, abandonó el aseo y dudó. No sabía que hacer. Los pasos se acercaban y en breve estarían en la alcoba. El silbido sonaba con más intensidad y ya era claramente distinguible la melodía que entonaba. Se decidió. ¡La cama! Sí, sería el mejor sitio… Se dirigió rápidamente hacia el lecho, cuando el silbido sonó definitivamente a su lado.
– ¡Hola cariño! Pude, finalmente, dejar a los niños unos días con mis padres. ¿Qué ha pasado con la luz?
Ella, que esperaba tendida en la cama, la bata abierta en provocativa postura, y en semipenumbra, iluminada únicamente por la claridad de las velas que escapaban del baño contiguo, le tendió los brazos diciendo “Ven aquí, amor mío. No sabes lo que te he echado de menos”.
Próximo turno: Q – Sara – Activo