Autor – P – Montse
Fueron llegando uno a uno, tal y como en su día Sir Aspec lo diseñó, como a intervalos fijos de 2 minutos, más o menos la cadencia del portón de entrada al edificio, cargados de maletines, notebooks y carpetas llenas de papeles, corriendo como posesos con destino a la sala de juntas. Había secretarias, bedeles, mensajeros, y un montón de gente más yendo y viniendo, como locos. Era una oficina más parecida a un manicomio que a otra cosa.
La locura había comenzado hacía 6 horas cuando Marcia, la íntima amiga de Montse, había llamado al bufete para comunicar que lo que tanto habían temido, había sucedido. Inmediatamente saltaron miles de alarmas internas que ponían en marcha un montón de órdenes, perfectamente elaboradas desde tiempo atrás. En todo este entramado, cada uno de ellos era una simple pieza de un inmenso puzle. Cada uno tenía algo qué hacer que automáticamente ensamblaría con la siguiente y así la cadena se pondría en marcha como un Patek Philippe, el reloj favorito de Sir Aspec.
Montse sabía que antes o después aquello sucedería. Se podían comer bocadillos de caviar, pero era un desperdicio y eso era ese matrimonio, una asquerosa bazofia, aunque los integrantes fueran canela en rama, y en este caso ninguno de los dos, ella también se incluía, lo eran. La diferencia era que al menos ella tenía una educación exquisita algo que en el caso de su esposo, brillaba por su ausencia, más aún, lo que llamaba la atención era su zafiedad, su paletez, su ruindad y cuanto más oropel se ponía, más se le notaba.
El tenía el dinero, y ella la clase, aunque el siempre le repitiera, con aquella educación de camionero: Don sin din, gilipollas en latín.
No tardó mucho en darse cuenta que su puesto dentro de la seguridad del Estado no era más que la perfecta tapadera para el mayor matón del país, así que intentó por todos los medios procurarse una salida para cuando llegara el momento, pero no era tarea fácil, para eso necesitaba alguien que hiciera de todo y además perfecto. Eso no existía.
Sir Aspec era una de esas joyas que atesoran las grandes familias y que, a cambio de sustanciosas y jugosas transferencias a la isla de Jersey, se encargaba, de forma magistral, de cualquier cosa que pueda enturbiar la paz de alguien, algo fuera del alcance de casi todo el mundo.
Ella le conoció en una kermés que organizó la asociación de las Damas Diplomáticas, para recaudar fondos, a la que acudió la Reina Sofía y donde se decía que iría la princesa Letizia, una de sus blancos favoritos. Blanco que la estaba granjeando pingües beneficios, grandes amigos y enemigos algo fanáticos. Fue el mismo quién se acercó, quién inició la conversación y quién, después de diez o doce palabras, la puso al corriente de lo que sucedía a su alrededor. En dos meses ella tenía tejida en torno a sí, tal red que si su marido o cualquier fanático incurría en un error, como así había sido, todo se pondría en funcionamiento sin que se diera ni tan siquiera una orden.
El siguiente paso, mientras todos estaban hablando como locos al teléfono, o enviando e-mails encriptados, o simplemente escaneando fotos que llegarían a sus legítimos destinatarios, era que un mensajero le entregara a Don Sito una nota con la confirmación del vaciado y consiguiente cierre de sus dos cajas de seguridad en Liechtenstein. No hay nada que le duela más a un asesino que le toquen su dinero, sobre todo cuando piensa que baila sobre el cadáver de su peor enemigo.
En el mismo momento que dijo: Abriremos un turno de preguntas, le pasaron la nota doblada y al abrirla estuvo a punto de sufrir una lipotimia. Pidiendo disculpas, se retiró ayudado por sus subordinados, entre una nueva lluvia de flashes, para que le atendiera un médico pero él cogió el móvil y ordenó a Vasili que averiguara quién estaba detrás de aquella nota, Le sugirió, entre ahogos y gritos, que hablara con sus contactos entre colombianos, marselleses, nigerianos y algún otro grupo. Nada más lejos de la realidad. La operación había sido diseñada por Sir Aspec, conocido por su famosísima cuadra de caballos imbatibles en Ascot y Dubai.
Don Sito nunca aprendería la lección de la diferencia entre la unión de la eficacia y la eficiencia frente a la fuerza bruta.
Mientras su mujer empezaba a tomar algo de líquido a través de una pajita en la U.C.I. de un gran hospital, se inició la caza y captura de aquel asesino, de aquel sanguinario que no entendía más que de sangre y vísceras. Seguro que habría esperado un matón que le hubiera pegado tres tiros, nunca lo que le esperaba. Para ello habría necesitado emplear alguna neurona pero eso era un esfuerzo sobrehumano que a estas alturas se antojaba imposible.
En varios países del mundo, empezaron a moverse capitales con destinos complejos. Unos se ingresaban en cuentas de empresas dedicadas a multitud de cosas. Se habían vaciado dos cajas que tenían bonos de renta fija de la bolsa de Nueva York que, en estos momentos, estarían vendiéndose para pasar a comprar valores de Nasdaq a nombre de una nueva empresa que, a la vez, perdería todos sus activos y tendría que ser salvada por otra de las empresas de Don Sito y así hasta que no le quedara a ese desgraciado ni para una cajetilla de Winston. El engranaje estaba funcionando con una perfección impecable e implacable.
La primera noticia que puso en fuga a Sir Aspec no fue la paliza a la mujer de Don Sito. Los guardaespaldas de Sir Aspec fueron capaces de avisarle a tiempo del descuido de haberse dejado fotografiar y ahora había decidido irse con su amigo, uno de sus más íntimos y estrechos amigos, Hamad Bin Khalifa, emir de Qatar, que le enseñó entre otras muchas cosas, el arte de la cetrería.
A través de la mujer de Don Sito conoció a Son, aquella excéntrica pintora y a Gorio. Gorio había estado a punto de romper todo su milimetrado mundo, menos mal que todo aquello que dejó al albur, cuidaron los que había a su alrededor. Seis hombres escogidos entre los mejores del mundo. Dos de ellos habían pertenecido al MI6, otro fue reclutado al Mossad, un cuarto en el CNI español y los dos últimos, encargados directos de la seguridad del presidente Bashar al Assad.
Gorio. Gorio. Nunca imaginó que aquel hombre le volviera loco, tanto que era capaz de compartir cama con dos mujeres con tal de estar con él. Ellas se excitaban viéndoles juntos y ellos las complacían. Si Gorio supiera que habría matado a aquellas dos arpías para quedarse solo con él.
Aún podría hacerlo, sin embargo tenía que terminar el trabajo y dejar que las cosas se calmaran antes de dar cualquier paso. Seguro que Hamad tendría en el desierto algún palacio que dejarle y llevarse a Gorio para disfrutarlo a todas horas sin descanso, hasta aprender cada milímetro de su cuerpo.
Le enseñaría a montar a pelo en su mejor pura sangre «Feeling Blue», desnudos, trabados, para que conociera otro placer nuevo. Pensarlo le excitaba tanto que iba a pedirle a Hamad algún sirviente que le sirviera para desahogarse mientras planeaba el secuestro de Gorio. Tal vez Gorio se prestara gustoso. Sólo imaginarle sumiso le hacía relamerse, y algo más. Tanto que el sirviente se retiró, una vez que le lavó perfectamente, visto que su labor había terminado. Ese Gorio iba a darle mucho placer.
Y al otro lado del mundo, en aquel país consternado por aquella mujer ingresada, debatiéndose entre la vida y la muerte, aquel músico que había sido encontrado en una cuneta malherido, la famosa y excéntrica pintora que se había cruzado con un brutal violador, y un comisario muy conocido por su persecución contra las mafias de la droga que estaba sufriendo en carnes propias el amor por su mujer, ya que al leer lo que se suponía, algún informe de la situación de la misma, ante todos los periodistas, sufrió un desvanecimiento y tuvo que ser ingresado aunque no en el mismo hospital, todos pensaban en que hay días negros llenos de casualidades que, aunque no tuvieran nexo de unión, lo parecía.
Y, en el último escenario, aquel bufete en ebullición, cuando todas aquellas personas acabaron de mover sus piezas en aquel complicado juego de ajedrez, recogieron los papeles, maletines, portátiles, etcétera y abandonaron aquel inmueble. Al salir, en los cristales, volvió a figurar el cartel de una famosa inmobiliaria como arrendadora del mismo, incluso el mismo polvo en las ventanas de no haber estado habitado en meses.
Cada uno recibió su salario y Sir Aspec, desde Qatar, dio por terminada la operación. Don Sito no tenía nada más que su mísero sueldo como policía. Ni tan siquiera su piso era ya su piso, y ahora habría otras personas, en otros países del mundo, que le buscarían para, en un máximo de 6 horas, desmantelar una vida en justa compensación a la brutalidad de un descerebrado o al calentón de 4 que se revolcaron en una cama con la ventana abierta.
Un auténtico guión de Almodóvar.
Próximo turno: Q – Sara – Activo
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