Archivo diario: 19 abril 2009

Interesante intercambio

Había pasado el día a velocidad de vértigo porque era jueves, y los jueves eran días sagrados. Era el día de la semana en que nos juntábamos a jugar a la canasta, a despellejar a cualquiera que se nos ocurriera, daba igual famoso que familiar, y nos poníamos al día de nuestras historias.

Llegué a casa con el tiempo justo para darme una ducha, ponerme unos vaqueros, una camisa y calzado cómodo. Cada jueves el «encuentro» era en casa de una, y esta vez era en casa de Clara. Clara, que en su juventud, necesitaba el campo para poder respirar -palabras de la interesada- ahora estaba harta de vivir tan lejos, algo que nos incomodaba un poco a todas ya que las salidas de Madrid, a esas horas, solían ser terribles.

Después de un calentón enorme por el atasco que me tragué, llegué a aquella casa, en medio de aquel encinar, donde no se veían luces cercanas. Clara aseguraba que había vecinos pero siempre pensé que era como para auto-consolarse, porque mil veces había ido y mil veces no vi ni una tienda de campaña, y mucho menos una casa.

Era la última porque los coches de todas estaban allí aparcados. Entré corriendo porque me daba algo de miedo la oscuridad que rodeaba «El Encinar de Clara», que era el nombre, un poco cursi para mí, que le había puesto la propia Clara, sin embargo ahora era conocido entre nosotras, como el Convento de Clara, ya que pasaba el tiempo allí encerrada, casi en clausura.

El tapete verde en la mesa, las barajas listas, y después de besarlas a todas y ponerme mi copa de vino blanco, me senté en mi sitio. Y digo mi sitio porque desde que empezamos a jugar a la canasta, todas conservábamos la posición en la mesa, fuera en la casa que fuera.

Clara nos dijo que su marido estaba en casa, trabajando arriba con alguien de su oficina y los críos estaban ya en sus habitaciones, así que podíamos ponernos a «tirar de la oreja a Jorge», forma coloquial y privada, que utilizábamos para referirnos a jugar a las cartas.

La noche discurrió, como siempre, entre risas, algunos improperios a la compañera por no  haber hecho la jugada perfecta o el regodeo ante las contrarias por haberlas «entallado el rabo», frase que habíamos patentado para expresar que habíamos «burreado» a las contrarias.

Sobre las doce de la noche, decidimos hacer un alto en el camino, para cenar algo. Cada una había traído «mignardises» para tomar. Era el día que el régimen estaba prohibido.

Al acabar, subí al piso de arriba a lavarme los dientes. Teníamos que dividirnos las cuatro para poder usar los baños.

Clara venía detrás de mí y según llegábamos al piso superior, empezamos a oír esos sonidos que a una, si es la esposa del «ruidoso», se le ponen los pelos de gallina, y ni que contar a mí, como amiga de la esposa del «ruidoso», la cara que se me puso y la ebullición cerebral, porque estaba claro que allí se estaba mascando la tragedia.

Clara, poniendo su índice derecho sobre la boca, me indicó que no hiciera ruido. Nos descalzamos y, cogiéndome la mano, me llevó hasta la puerta de su habitación.

La abrió despacio, con una habilidad que me dejó impactada. Mi conciencia me impelía a echar a correr pero la mano de Clara estaba agarrotada en torno a mi muñeca, así que intenté que mis latidos no se oyeran a 2 kilómetros a la redonda.

Con toda la tranquilidad del mundo, una vez entreabierta la puerta, Clara, en voz normal y sin un ápice de mal humor me dijo:

–          Montse, ¿disparas tú o yo?

No me salía ni la voz, parecía que era yo la pillada en aquel renuncio. Dejó de sujetarme la mano para irse a por ellos, pero entonces la que la sujetó fuertemente fui yo.

–          Arturo ¿esto qué es?, escupió Clara.

Arturo, balbuceando, empezó a decir todas las frases típicas: «esto no es lo que parece», «esto tiene explicación», etcétera, en fin, aquello yo creo que enervó a Clara y le espetó

–          Arturo, por lo que yo veo, esto es un interesante intercambio de fluidos en mi propia cama. Ni se te ocurra abrir la boca para decir nada más.

–          Voy a bajar con Montse a seguir con nuestra partida y, cuando la acabemos, quiero que ni ella ni tú, ni tus cosas, estéis en esta casa. Del resto se ocupará otra de mis compañeras de canasta, conocida por ser una abogada dura de pelar para estos asuntos.

Me sentía como un pelele arrastrada por Clara que, mientras bajábamos, me dijo que yo no había visto nada, que hablaría con Sonsoles para arreglar el tema, pero me pedía como amiga que olvidara aquello que había visto y oído.

De madrugada, mientras volvíamos a casa, aprovechando que iba sola en el coche, me iba contando en voz alta, la historia que había vivido, ya que no podía compartirlo con nadie más.

Me impactaba aquella frase que les dijo sobre el interesante intercambio de fluidos, y me entró la risa floja. Aquello había sido casi un «docu-drama» vivido en directo.

Llegué a casa, me cambié, me metí en la cama y se despertó él. Se dio la vuelta y me besó y sólo se me ocurrió decirle que aquello era un «interesante intercambio de fluidos» y ya no pude parar de reír.

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