Archivo diario: 21 marzo 2009

…Quería ser libre.

Me llamo John Garret. No soy deportista, filósofo ni presentador de TV en horario estelar. Soy un hombre arropado por el anonimato de quién vive solo durante más de dos décadas. Vivo en Upper East Side, Manhattan, New York (NY). Viajo todos los dias en la línea C del tren suburbano por eso puedo contar esta historia. Mejor dicho narrarles lo que viví durante tres dias del mes pasado. Ustedes disculpen si para hacerlo utilizo la primera persona del singular. Osea el yo. No soy narcisista.

–La verdad siempre que sueño. Sueño con peces, con mares y acantilados.

Siempre salgo de mi departamento una hora antes de la entrada a mi trabajo. Ese día como es mi costumbre bajé de mi departamento en la calle 59 st. para tomar hacia la estación de Columbus circle. Camino cerca de tres bloques. En ese trayecto la matinal sonata de NY me acompaña: autobuses, claxones y taxis sonoros, en una ciudad trepidante. Cientos de autos aglomeran las avenidas y las aceras repletas de personas presurosas a sus centros de trabajo. Es casi imposible caminar sin entrar en contacto con hombros, culos, brazos y caderas. Yo me tomo mi tiempo, tengo previsto 15 minutos de reserva para hacer ese trayecto antes de abordar la culebra metálica del sistema metropolitano de transporte.

–Yo no lo sé de cierto: Quería ser antrópologo. Quería viajar. Quería ser libre.

Una más de mis costumbres es viajar en el último vagón. Ese día decidí tomar la última fila abrí la revista de caballeros que leo desde hace 20 años. Fuí de sus primeros suscriptores, incluso me mandaron ya mi carnet de lector distinguido. En qué estaba?. No sé porqué me confundo?. Fácilmente me distraigo sin querer. Bueno, pasé las avenidas 155, 145, 116, 81, 72 etcétera hasta llegar a la estación de transferencia para tomar la línea 1 y llegar al Lincoln Center que es dónde trabajo. Al bajar junto a mi una ancianita dormía plácidamente. Nos habíamos hecho compañía desde el inicio del viaje.

–Una mujer y un hombre un día se quieren. Solos se penetran. Se van muriendo el uno y el otro.

–Soy piscis, no lo he dicho.

Para un viejo como yo, resulta inquietante el que la memoria sea capaz de recuperar pasajes de la vida con tanta nitidez y convocar de manera vívida al hada de los recuerdos: 30 años en la ciudad de NY nunca son suficientes para entender la vida cosmoplita de nosotros los neoyorquinos. El glamour se respira por todos lados, es un estilo de vida. Yo, sin embargo, me he dedicado a hacer lo mío: bien hecho, aunque algunos piensen que no ha válido la pena. Gano 6 dólares por hora. No es suficiente?. Para mi sí. Vivo bien y como bien. Me encargo desde hace 28 años de una de las series de cristales interiores del piso 4 del edificio B en el ala norte.

No es cosa fácil mantener impecables 8 cristales panorámicos. Tuvé oportunidad de pertenecer al equipo de limpieza exterior. Ni pensarlo, nunca me gustó la idea de volar a 45 metros de altura sujeto a una plataforma de madera. He de ser honesto se gana bien. 24 dólares la hora. Pero prefiero mi vida sencilla y sin sobresaltos de la cara interior.

 

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Mi vida puede parecerles rutinaria. No lo es. Desde que inicia Central Park yo ya siento una gran emoción porque uno de los días más felices de mi vida fue cuando por fin pudé conocer el Museo de Historia Natural. Así que el sólo pasar por esa avenida me trae gratos recuerdos, me hace feliz, a mi manera, humildemente feliz. A esa altura yo ya pienso, como relojito suizo, programar dejar mi asiento con antelación para ser de los primeros en bajar el cabuz. Hoy como ayer, la ancianita duerme angelicalmente. Cómo me recuerda a mi abuela mexicana. Sí, mexicana, me llamo en realidad Juan Garrido, pues con la nacionalidad adopte el John Garret, suena mejor y me parece mucho más elegante inscrito en el carnet del seguro de desempleo.

Hoy ha sido un día tremendamente díficil. A la hora del «break» dos jóvenes asistentes han reñido por falta de café descafeinado en la cocina y se han precipitado lanzándose el poco que han podido obtener; y éste a ido a parar el vidrio número 6. Me dieron ganas de matarles!!!. Tres horas he invertido en poner las cosas en orden. He llegado exhausto a casa y sin ganas del ritual de la cena y el posterior de leer mi revista y «pasar por agua» la noche. Llamar a Manuelita.

He amanecido con mucho entusiasmo. Hoy es inicio de fin de semana. Friday en inglés, el cuál domino a la perfección, sin acentos ni clichés. Bajo el tren como siempre, y como hace tres días «mi abuelita» duerme felizmente. Las lineas ABCDE y 1 conectan con Brooklyn. Bueno, no estoy seguro. Es tan complejo el sistema de trenes que no alcanzaron las letras del bloggercedario para nombrarlas. De la A a la Z estan completas y continúa con los números de la 1 a la línea 10, creo. Es un prodigio de tecnología, puntualidad y sincronía y uno de los mayores orgullos de la ciudad de NY. Por la tarde me entero que una ancianita ha vagado por tres días en el último vagón de la línea C: Muerta. Nadie se ha percatado de su deceso.

Esta aldea global nos ha vuelto insensibles. Existen instantes mágicos como cuándo Korda inmortalizó al Che con áquella foto…

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De ese dolor de no poder volver atrás.

De ese dolor que como un puño se instaló en el estómago de ella. Sabía que por su culpa la familia quedaba rota para siempre, que sus hijos no tendrían ya la familia que habían presumido ser durante años. Sí, ella se sentía culpable, pero no podía dominar los sentimientos que en su interior habían aflorado de un tiempo a esta parte. Su marido no entendía nada. ¿Qué le había pasado? Ni ella lo sabía.

¿Cuándo fue la última vez que besó a su marido con pasión? Se le escapó una sonrisa… ya ni se acordaba.

El inmenso amor que sentía por su marido se le había esfumado. Como si su amor hubiera tenido fecha de caducidad llegó un día en que se sintió fría, sintió que ya no estaba enamorada, que no lo deseaba. Ahora sólo quería empezar de nuevo con sus hijos y volver a sentirse viva.

¿Cómo comenzó esta espiral que la había llevado a acabar con tantos años de matrimonio? El día que pidió hablar con el director de su banco.

Estaba indignada por un trámite a su cargo que ella no estaba dispuesta a pagar y que mes a mes le iban cobrando y pese a hablar con la cajera no se solucionaba. Así que pidió hablar con el director y la cajera le dijo que en un segundo la atendería. Cuando entró se quedó helada. El director era su novio de la adolescencia. Nunca más lo había visto, pero allí estaba él guapísimo. Un poco trastornada empezó a explicar su situación, mientras su cabeza daba vueltas:

– No me reconoce. Me ha de reconocer. Yo no he cambiado tanto. Por qué no me dice nada? Tan poco importante fuí que ni se acuerda de mí. Y a mí tanto que me costó olvidarte…

El director fríamente le dijo que no tenía razón. Y ella traicionada por sus propios pensamientos empezó a gritarle, a intentar defender su versión, o acaso haciéndose ver? pero él se mostraba inalterable tratando de explicarse. Así que ella fuera de sí, se levantó gritando que los iba a demandar, se fue hacia la puerta, la abrió dispuesta a irse dando un buen portazo. Cuando la palma de la mano del director empujó la puerta cerrándola y muy seriamente la miró.

Ella pudo ver sus ojos verdes. Sentir su aliento. Y sin darse cuenta estaba entregada a un beso apasionado, a unos abrazos que recorrían todo la espalda de él, y notaba las manos de él en su culo presionándolo con fuerza. Y allí mismo, en el suelo como dos animales hicieron el amor y se revolcaron uno encima del otro, cada uno intentando dominar al otro.

No hubieron palabras, no hubo una otra vez, incluso se ignoraron siempre que se encontraron de nuevo en la oficina o en cualquier otro lugar. Como si no se conocieran de nada. Pero esta situación la había hecho reaccionar de que quería vivir con más pasión, que su vida perfecta había llegado a aburrirla, que quería ser libre.

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Sacarle la sonrisa con coqueterías de macho en celo

Sacarle la sonrisa con coqueterías de macho en celo.

Pero ¿Qué pasa cuando el “celo” pasa?.. Por ejemplo, y no te asustes, pueden aparecerte sueños como este:

Buscábamos, atábamos, empacábamos.

Cada cajón abierto se tornaba una caja de Pandora. Cosas olvidadas o que creímos perder en un descuido. Así de pronto las desaparecidas aparecían, sorprendiéndonos  con ese poder de re-descubrirlas.

Cuando comenzamos la tarea sabíamos que no sería cosa fácil.

Es que no se trataba sólo de guardar lo guardado.

Años de desorden se pagan a un alto precio.

Los cajones repletos, empachados de ropa revuelta, cansada de ser arrojada con descuido sin haber pasado por el poder aplastante de una plancha, ni siquiera de vez en cuando. Los zapatos, desparramados por doquier y la alunada luna que anunciaba, una vez más, el final del primer día del trabajo de armar lo desarmado, para poder partir.

Una pausa breve se impuso y la aprovechamos para tomar unos mates con galletitas saladas. Lo único que estaba quedando por ahí luego del empaque.

En una época solíamos sentirnos almas gemelas. No faltaban las charlas ni la costumbre de acariciarnos debajo de la mesa con los pies mientras conversábamos. Dejábamos correr el tiempo, sin que el tiempo nos corra. Pero como el río, que fluye impotente y torrentoso hacia su destino teniendo ineludiblemente que desembocar, la amplitud del mar nos llegó. Le llegó antes a él; yo simplemente lo acepté.

Y es así. 

Es que cuando te das cuenta de que la profundidad del otro te asusta, que llegó a un sitio que te perturba; la sangre del alma se bifurca… ¿Qué hacer para no enfrentar a la bestia de la soledad? ¿Ahogarse siguiendo al entrañable extraño por el abrupto abismo de su vida, que ya había dejado de ser “nuestra  vida”, o tomar el otro rumbo, el otro camino… el  desconocido? Entonces, hay que elegir: ahogarte siguiéndolo, o tomar otra ruta. 

Y eso es lo que hicimos. Él y yo. Él, yo y nuestros niños. (Debí aclarar).

Al retomar las labores, recordé que teníamos mascotas. Tres gatas. Ni más ni menos. Es que solíamos ser descuidados también en eso, y de tener a la madre gata pasamos a quedarnos con su primera y luego con su segunda hija. Más una que ya existía desde antes. Ellas sí que nunca se perdían. Su estómago parecía tener un gran reloj que reclamaba comida.

Él se ocupó de alimentarlas, como hacía siempre y como lo haría por última vez. (No decidimos quién se las quedaría, pero no las imagino más allá del océano que nos iba a separar). Mientras tanto, decidí arremangarme para despejar los dormitorios de nuestros hijos. 

Él seguía ahí, como despidiéndose de ellas, (y de todo, intuí) por lo tanto seguí sola en la tarea.

Nuestros pequeños fueron la luz de la casa. Solíamos reírnos con sus espectáculos de títeres y sus disfraces cuando eran asííí  de niños.

El tiempo, ese hacedor de ruinas, los absolvió o no pudo con la incorruptible infancia o la breve eternidad de la juventud. Ellos no sufrieron y por esas cosas de la vida estaban en su sitio, haciendo lo que buscaban, lo que deseaban.

El baúl de cuando eran pequeñuelos pesaba demasiado. Lo tomé como pude,  pero él pudo conmigo. Es que llevaba más que ositos de peluche, muñecas y autitos. Tenía todos los recuerdos amontonados de cuando esos pedazos de grandulones eran unos niños.

¿Cómo no recordarlos en sus travesuras? En sus juegos compartidos con mamá. Con amigos. Y hasta con él, algunas veces.

Me pesó tanto ese baúl que al tomarlo cayó indolentemente y, como un trueno, se partió, se despedazó, se deshizo, como rehusándose a éstas: mis manos de tiempos lejanos.

(Él no pareció sentirlo, es que ya ningún estruendo podría con sus oídos ensordecidos y  por eso ni se acercó, intuyo).

Los recuerdos salieron a flote como de un barco que se hunde.

Payasos, muñecos armables, muñecas flacas y altas, un par de antiparras de cuando teníamos la pileta en casa, unos patines, rompecabezas, la pelota… y los amados peluches. Muchos, de todos los colores y formas: perritos, conejitos, pepinitos, ositos…; muchos, demasiados, tantos que invadieron la pieza casi vacía.

Él no volvía y yo, rodeada, seguía mirándolos y tratando de recordar el nombre de cada uno de esos juguetes que poblaron la infancia de mis niños.

Alguno, desconocido para mí, maulló. Y en seguida, otro a la par, hizo lo mismo. Con sus tres patas uno de los misteriosos se adueñó de mi cuello. Primero me abrazó como sin querer despegarse. El otro, con mirada implacable, arañó mi cara. Ambos parecían querer vengarse de mí. Uno, con mimos exagerados que me ahogaban; el otro, con fuertes cortes en mi cara que no se detuvieron hasta hacerme sangrar.

Pero, ¿De dónde salieron? ¿Quién los puso allí? Me arde, me duele, me hacen daño.

Nunca supe cuánto tiempo pasó. Ni lo sabré…

Él volvió y la encontró derramada en el piso impecable.

No había baúl, ni muñecos, ni perritos, ni conejos, ni ositos de peluche. Sólo ella, tendida y llena de desgarraduras ya secas, como si hubiesen pasado días sin verla. Pero la pudo ver, al fin. Mustia, cubierta de las heridas fatales que suele dar la memoria.  Heridas del tiempo de no reclamar, de no ordenar la vida diaria. Heridas de irse…, heridas de no quedarse, o simplemente heridas de la muerte. Heridas de esas que jamás forense alguno podrá explicar, sencillamente porque la ciencia no alcanza algunas dolencias que son, para ella, insondables.

En su autopsia figura: heridas múltiples causadas por una fiera desconocida.

En su alma hay una inscripción: herida del dolor de no poder, de ese dolor de no poder volver atrás.

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Las desgracias me persiguen

– Falta algo, Mary, y cuando falta algo entonces falta todo, porque amor no hay, no hay gozo pleno, no hay entrega total cuando falta algo. Pero soy bruta, no sé lo que es… No sé lo que le falta a Carlos -le confió Lucy a su eterna amiga con la que siempre iba a desahogarse cuando de amores se trataba.

– Sí sabes, Lucy. No te gusta y ya. Punto.

– Pero es que el gallego que me dejó por el gordo no era un Antonio Banderas ni nada que se le pareciera y sin embargo me atraía, Mary. Es más, ese derroche de zetas y eses al hablar me dejaban bobita… Ay, qué lindo, qué lindo que te hablen con zetas… Suena tan… no sé, tan… tan español, vaya.

– Lucy, habrase visto, ¿pero ahora me vas a decir que te enamoraste del gallego por la lengua?

Lucy suspiró y siguió balancéandose en el sillón veige del portal de la casa de Mary, intentando responder para sí la pregunta de su amiga. En eso pasó por la calle un viejo autobús repleto de gente, loma arriba, vomitando humos negros y dejando en todo el barrio un ruido ensordecedor de vetustos motores de quitar y botar para siempre. Lucy se levantó para despedirse de su amiga y ya en la rejita del pequeño jardín, donde solía ser la despedida más larga que la visita toda, le dijo:

– Las desgracias me persiguen, Mary. El hombre que se derrite a mis pies no es el que me mueve el alma y la vida siento que se me escapa alocada sin mirar atrás. Se me va, o la dejo ir… Yo quiero irme con ella, mi amiga. Quiero irme, no aguanto más. ¿Qué hago, Mary, qué hago?

– Mira, véte a casa de Carlos y sáquense la espina esa que tienen atravesada. Es más, viólalo, chica, o dale amor hasta que llores. Y después dile que esa es tu despedida, que sabes lo que sufre cuando te ve y que no te gusta que espere por ti cuando ya tú elegiste otro camino. ¿Qué va a pasar que ya no conozcan? Ustedes estuvieron juntos un tiempo y ya se conocen de memoria la geografía de sus lunares. Si no sabes bien cuál es el algo ese que tú dices, pues ve y averígualo de una vez.

Las amigas se dieron un beso y Lucy se alejó camino a su casa. Vivía cerca de allí. No estaba muy convencida de que la solución de Mary fuera la que terminara de una vez con sus penas de amores. Siguió cavilando unos metros más pero la interrumpieron los golosos chiflidos de unos hombres que conversaban alegres en una esquina. Uno de ellos gritó, entre risas de sus amigos:

treshombres

– ¡Maaaaaami! El sol es mejor que ni salga más: yo con tu luz me conformo!

Eso, «eso» era lo que le faltaba al bueno de Carlos, su sentido del humor y saber sacarle la sonrisa con coqueterías de macho en celo.

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