Archivo diario: 20 febrero 2009

Hay un día en que vamos a ser enterrados.

Hace diez años enterré bajo una vieja higuera una caja de metal con los pocos objetos que tenía de mi novio. Ayer me dirigí al mismo lugar y escarbando la recuperé. Ya en casa, la abrí, y empecé a llorar desconsoladamente. Sus fotos, era tan guapo.  Nuestras fotos, estábamos tan enamorados. Su anillo de plata, su cassette de música preferido y un regalo que me había hecho.

Yo le amaba con locura, vivía por él, estaba enamorada hasta el último poro de su piel. Andrés padecía una depresión desde hacía un tiempo. Y decidió poner fin a su vida una noche tirándose desde las rocas al mar. Su familia preocupada viendo que Andrés no llegaba y por la mañana me llamaron. Me había estado toda la noche estudiando para un examen que tenía. Fuí corriendo a su casa para ver que pasaba. Al mediodía encontraron su cuerpo sin vida. La autopsia rebeló que había muerto por el golpe en la cabeza contra una roca.

Estuve con mi «suegra» en todo momento, le daba la mano, la acariciaba y la pobre mujer estaba destrozada. Todo el mundo se preocupó de mí, y yo desconsolada no oía ni lo que la gente me decía y todo el mundo tenía miedo de que yo no cometiera alguna locura también.

Como he dicho al principio, con la caja metálica entre las manos, recordé la última tarde con Andrés. Quería hablar conmigo. Me llevó a las rocas para estar a solas, allí me dijo que no quería continuar la relación, que yo era demasiado celosa, no le daba libertad y se sentía agobiado. Él quería continuar siendo amigos, pero nada más. Yo empecé a llorar pero Andrés se mostraba impasible. Como ví que las lágrimas no le inmutaban empecé a calentarme y a gritarle. Él me decía que me calmara que al día siguiente si yo quería nos veríamos otra vez y volveríamos a hablar. Pero yo fuera de mí empecé a insultarle, a decirle que sin él me moriría, que no me dejara.

Se puso de pie, se iba a ir, cuando yo fuí corriendo por detrás y le empujé hacia el mar.

Lo demás ya lo sabéis. Sí, nadie sospechó nada. Nadie sabía que Andrés me quería dejar. Todos sabían que le estaba tratando un psicólogo. Y preferí vivir sin él, antes que me abandonara.

Cogeré la caja metálica y volveré a enterrarla en el mismo lugar. Con mi secreto en su interior. Sí, la pobre novia desconsolada! Eso es lo que pensaron. He vivido con la rabia de que me quisiera abandonar todos estos años, con el corazón helado.

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Que sirva de enlace o señuelo

– Carlos, ¡Carlos! Te estoy hablando y no me haces caso… -repitió Lucy por tercera vez-. Pero muchacho, ¿tú estás sordo o qué? ¡Que te pongas la camisa a ver si te sirve!

– ¿Qué? ¿Qué camisa? -Carlos se había olvidado de que estaba con Lucy en una mal surtida tienda, de las prohibidas, y de que una de las empleadas había salido y regresado con varias camisas para proponérselas. Prefería camisas de color entero y aquellas más tonos cromáticos no podían tener, pero no estaba como para ponerse a escoger. Si Lucy finalmente le iba a comprar una, eso era cosa de ella y, las que estaban frente a él, tampoco estaban como para botarlas-. No, no, deja la probadera. Esa misma, Lucy, esa misma. Yo sé que me queda bien -y se alejó hacia la puerta, molesto con las secreciones en su pantalón, a las que también había olvidado.

Lucy intercambió algunas palabras con las vendedoras y sacó el monedero de la cartera. Temió que no tuviesen cambio para un billete de a 100 pero se equivocó: las negociantes estaban apertrechadas. Una de ellas se despidió minutos más tarde con esperanzas de asegurar una visita futura de sus nuevos clientes:

– Bueno, ya ustedes saben dónde me tienen. Cualquier cosa que quieran, de cualquier tipo, fíjense, no duden en pasar por aquí. Yo busco a alquien que sirva de enlace o señuelo y me pongo en contacto enseguida con mis proveedores. Lo que ustedes necesiten lo van a encontrar segurito segurito.

Las mujeres se despidieron y Lucy salió de la tienda para reunirse con Carlos, que ya estaba en la acera. Y se despidió también de él.

– Carlos, me voy para mi casa. Otro día nos vemos… No me pongas esa cara… Ay, chico, es que estoy cansada y quiero dormir algo -y con la misma le dió un beso en la mejilla derecha y le puso en las manos una bolsa con la camisa que acababa de comprar-. Yo voy por tu casa.

Carlos vió alejarse a Lucy, perplejo, y prefirió darse la vuelta para no verla desaparecer otra vez. Otra vez. Pensó unos segundos y decidió caminar rumbo al Malecón. Unos doscientos metros más adelante cruzó la ancha calle que separaba a la serpentina de concreto de la injusta ciudad. Se sentó en el muro y se reconoció en las insistentes aguas, perdidas de amor por una roca que no se inmutaba ni al ser acariciada.

Malecón

Se quedó un rato escrutando el horizonte. Ante la belleza del paisaje iba a tararear un bolero pero fue una sentencia lo que le salío de los labios: Lucy, tu indiferencia me recuerda que hay un día en que vamos a ser enterrados.

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