Archivo diario: 14 febrero 2009

Se fue acomodando sillas

Como siempre se va, sin decir nada a nadie, sin reflejar ningún tipo de sentimiento en su mirada.

Recuerdo la primera vez que lo vi, en la calle, vendiendo palomitas de calidad sospechosa en el centro de Recife, cerca de la oficina de turismo. Al preguntar por su nombre me dijo «Eeeeemerson, tío, bem longo no início«. Lo que parecía divertido al principio me hizo reflexionar sobre la forma en la que escuchaba su nombre en su propia casa.

Eeeeemerson era un niño alegre, inocente y, gracias a Dios, ignorante. No sospechamos la crueldad de su ambiente familiar hasta que un par de años después empezó a cambiar su eterna sonrisa por una linea torcida y artificialmente diseñada.

Con mi antiguo optimismo llegué una noche a su lado para intentar encontrar el motivo de su tristeza. Lo que encontré fue la punta de un iceberg mayor de lo que cualquiera de nosotros, inocentes voluntarios, imaginaríamos nunca.

Su madre había acuchillado a su padre, al que hacía dos años que no veía. Su rostro representaba constantemente el miedo de un posible regreso del monstruo.

La sonrisa estúpida de la policía cayó como un jarro de agua fría, una expresión que dejaba bastante claro que la solución, en caso de existir, se podría encontrar en otro lado. Un caso tan común como ese no podía desconcentrar al cuerpo de policía de los asuntos «realmente importantes».

Después de la noticia de la muerte del canalla no solamente ha dejado de sonreír, ha dejado también de hablar, de bailar, de jugar… de vivir. Eeeeemerson nunca más ha repetido su «gracioso» nombre, ayuda en el proyecto como un voluntario más, sin establecer contacto directo con nadie, limpiando y preparando las actividades de cada lunes.

Una historia, por desgracia, real.

Turno para: M – Chapinita – Activo

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La envidia es el patrimonio nacional

Chelo agitaba el sobrecito de azúcar mientras hablaba y miraba distraídamente a la morocha de curvas infartantes que justo pasaba frente a la ventana del bar.

–La envidia es el patrimonio nacional, viejo. Y si no miralo a Abel. Me envidia, viejo, es evidente.

Señaló con el mentón a Abel, el escuálido mozo del bar «Asgard«. El Mocho (a quien en el bar llamaban así por su reducida estatura) lo miraba con expresión bovina sentado frente a él, mientras sorbía cortamente –valga la redundancia– su café.

–Me envidia por el dinero que tengo, por la suerte que tengo con las mujeres, por lo bien que me va en el trabajo. Y creo que también me envidia hasta por lo regordete que soy, fijate.

El Mocho miraba ahora a una rubia, más alta que la morocha anterior, con la que se había encontrado justo en la puerta de Asgard. Ambas mujeres parloteban animadamente, parecían dos amigas reencontrándose luego de meses de no verse.

–Además, no sé a quién puede gustarle ser mozo. Él dice que sí. Pero mirale los ojos: se nota clarito que tiene envidia. Y de mí. Cuando me mira me doy cuenta, yo tengo una sensibilidad especial para percibir esas cosas, nunca se me escapa. Por ejemplo, mirá a esa rubia: de un vistazo te puedo decir que no hace el amor desde hace meses.

El Mocho apartó por un instante su pocillo de la boca.

–¿Ah, sí? ¿Y cómo te das cuenta? Sigue leyendo

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