No me importa lo que miren las mujeres en los hombres, no me importa lo que Lucy mire en los hombres, ni lo que mire o no mire en mí: sólo quiero disfrutar este momento. No vayas a cantar un bolero, Carlos, aguántate… No espantes ahora a esta mujer que te abraza así. No espantes este momento de luz en tu vida gris, en tu vida amorosa gris, gris como este suelo que pisas y como las miradas de todas las otras mujeres que te han dicho «vengo luego» y que no han aparecido más, nunca más. No sueltes a Lucy, Carlos, no la sueltes, deja que tus brazos la sostengan por segundos, por minutos, por horas si esta bendita mujer quiere, si esta bendita mujer quiere quedarse así, tan pegada a ti como no cabe una hoja de álamo entre los dos. Huele su pelo, huele su cuello, huele sus lágrimas que suelta en tu hombro y que mojan tu camisa, la misma que te quitaras ahora junto con todo tú si ella te lo pidiese. No te asustes si el tiempo pasa y no le importa que están en un bar, en tu bar de siempre sin ella pero con ella ahora, toda tuya. No te asustes si te haces mayor de repente y oyes de sus labios, esos que tanto besaste una vez, decirte que la vida no tiene sentido si no la acompañas a casa, a donde ella diga, al fin del mundo a hacerle el amor hasta curarte una por una las veces que quisiste llorar por ella y no lo hiciste por macho insensible, por macho herido que no debe ni puede llorar por una mujer. No la dejes ir, Carlos: ahora es tu ahora.
Carlos ya no sabía qué más decirse a sí mismo. Su respiración era atropellada y entrecortada, la misma que se le escapó cuando bailó con Lucy aquel bolero innombrable que le sugirió que esa era la mujer de su vida, en la primera fiestecita a la que fueron siendo aún unos chiquillos. ¿Por qué rayos había que decirles a las mujeres tanto si sus ojos ya hablaban demasiado? ¿Es que Lucy nunca se fijó en ellos? Qué cobarde, Carlos, ¿por qué guardar tanto tiempo el aluvión de amor que sientes por ella?
– Lucy… no quiero que te me vayas… ven conmigo… vámonos de aquí -se decidió al fin.
– Ay, sí, Carlos, que ya la música está llenando esto… -contestó Lucy bajito, sin separarse de él.
Ya Carlos le iba a preguntar de qué música se trataba pero no, pudo contestarse a sí mismo. Mientras él cavilaba amoríos, el combo que venía a tocar al bar todos los viernes se había instalado, empezado a afinar los instrumentos y acumulado en la puerta de la calle a toda suerte de curiosos y curiosas que movían sus cuerpos y sonrisas pidiendo el ritmo deseado, sin que Carlos lo hubiera notado siquiera.

Dejó un billete de diez pesos encima de la barra, agarró la mano izquierda de Lucy y se encaminó a la puerta del bar sorteando las mesas sin orden alguno, pensando «No me sueltes, Lucy, que te quiero hacer el amor«.
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