Sí, era realmente precioso. En textura, color, sabor, dimensiones… era lo que siempre habría definido (no me atrevía a decir soñado) como un pene perfecto. Pero tenía un ligero inconveniente: No había forma de que se pusiera en marcha. Aquella maravilla descansaba, suave y flácida, en mis manos, sin erguirse a la conquista de los territorios que yo le pensaba facilitar. Y desde luego en esa posición no iba a conquistar absolutamente nada.
Despacito, con dulzura, desplegando todas mis habilidades, recurrí a las artes que sabía, o mejor dicho recordaba, pues hacía mucho tiempo que no me veía en una igual… Sin ningún efecto. La tristeza seguía enseñoreándose del hermoso miembro y yo ya no sabía que hacer.
Miré a la cara a aquel guapísimo moreno. Esperaba escuchar algún tópico del estilo “es la primera vez que me pasa” “no sé que ha podido suceder” o excusas tradicionales echándole la culpa a las copas o el estrés. Sin embargo, me tropecé con su mirada algo socarrona, mientras continuaba con su dulce sonrisa:
– Y ahora ¿qué vas a hacer?
Me quedé parada y sin pretenderlo se me escapó:
– Yo?
– Sí cariño, sususurró con su acariciadora voz. Es un tema de los dos…
Me quedé confundida. Y me mosqueé ligeramente. Toda la magia del momento se había desvanecido. “Aquello” no funcionaba y ¡me preguntaba a mí qué iba a hacer yo! Sin embargo, por un momento, me pudo la inseguridad y le pregunté:
– Es que no te gusto? ¿No me deseas?
– Si, preciosa, claro que te deseo. Eres una mujer hermosa y estoy desenado hacer el amor contigo…
– Entonces…? indagué algo confundida.
Yo, a falta de experiencias prácticas en los últimos años, había leído concienzudamente todas las revistas que habían caído en mis manos durante este tiempo y me había informado. Sabía que ellos debían ser pacientes al principio, sin ir directamente al tema, y que tenían que encenderme poco a poco, a mi ritmo, como a mi me gustaba. Que ellos sabían que esos largos prolegómenos de caricias, besos, arrumacos y dulces palabras eran la mejor llave. Que debían conocer cómo investigar sobre la marcha qué caricias me gustaban y cuáles encontraba demasiado directas, agresivas o vulgares. Ellos tenían que adivinar en qué momento me apetecía continuar con esos amables lametones, cuando succionar, apretar, morder o cuando no, cuándo era doloroso y cuándo placentero. Debían reconocer cuándo estaba preparada y esperaba que se introdujesen en mí. Y si ese día me apetecía y necesitaba suavidad y lentitud o estaba preparada para algo más agresivo y salvaje. Yo sabía que ellos debían localizar ese punto G sobre cuya existencia los estudiosos no se ponían de acuerdo. Y encontrar la postura, y el ritmo que me apetecían y saber cuándo cambiarlo o no.
Todo eso lo debían saber ellos, porque sino, no serían buenos amantes, no estarían satisfaciendo mis necesidades como mujer. Lo decía el “Cosmo” y si lo decía era cierto.
Sin embargo también era verdad que yo, realmente, no tenía ni idea de cómo debía reaccionar para encender a un hombre. En el fondo, siempre había pensado que eran como autómatas. Que con que yo insinuara, mirara, o les permitiera vislumbrar la más pequeña parte de mi anatomía se podrían en marcha, burros como decía mi madre, y yo solo debería tenderme, relajarme, abrirme, y esperar a que me proporcionasen placer. Y si me apetecía moverme un poco pues mejor que mejor. O cambiar la postura según me gustara más.
Pero, y ahora lo pensaba, no sabía qué hacer en un caso así. Lo único que se me ocurría es que yo no le gustaba o que él fallaba. No conocía su sicología. Y también era verdad que si me tocase a mí ser más activa, estaba perdida. ¿Sabía utilizar la boca? Bueno, sí, de forma un poco automática y con muchas dudas, siempre igual, pero… sí. Y, cierto, no sabía usar mis músculos vaginales, ni como apretar o succionar con ellos. Nunca me había preocupado de aprender nada. ¡Ellos debían saber, no yo! Lo decían las revistas, la radio, los dominicales, los blogs… “Ya pasó la era de la mujer objeto en la cama” “Exige tus derechos al hacer el amor” Les tocaba a ellos ahora aprender ¿no? Es cierto que no sabía que movimientos podían gustarles más, ni… Pero, ¡que coño! ¡Era un gigoló! ¡Si no se le levantaba era su problema…! ¡Era yo la que había pagado por sexo!
P – Montserratita – Activo