¿Tendré que divorciarme si se entera? Pues realmente no lo sé pero el tiempo lo dirá, y muy pronto, porque hay cosas que corren como bólidos aunque preferiría que fueran a paso de tortuga.
Llevábamos mucho tiempo casados y, que nuestros hijos no se parecieran a él, tampoco fue algo que le extrañara. El era tirando a horrible y los chicos eran preciosos, así que mirando fotos antiguas, no me costó trabajo convencerle que un tatarabuelo suyo era un «Rodolfo Valentino» en potencia y esencia, por lo tanto, qué mejor que los chicos hubieran heredado aquel gen familiar.
En carácter, tampoco se parecían ni dormidos. El era algo taciturno y bastante previsible, pero por encima de todo, vivía por y para nosotros. Nunca hubo nada grave que me hiciera replantearme nuestro matrimonio. Los chicos, además de guapos y buenas personas, eran auténticos «cascabeles» que habían colmado de alegría nuestro hogar.
Pero aquel hogar tenía un componente más aunque no estuviera «fijo» en plantilla. En nuestro matrimonio faltaba emoción y no me costó encontrarla. Era un desahogo ocasional y no me exigió unas medidas extremas para camuflarlo. Algo tan sencillo como unas clases de yoga alejadas de casa, y a las que asistía «oficialmente» después de mi trabajo, fueron la tapadera perfecta.
Habíamos estado mucho tiempo esperando tener críos pero se resistían y en una ausencia por motivos de trabajo, ocurrió el milagro. Carlos, que así se llamaba «el otro», consiguió en una semana lo que Javier había intentado algunos años.
Ni qué decir tiene que fue tal la alegría que jamás se puso a «echar cuentas» y nuestra vida discurrió con absoluta normalidad. El con su trabajo y sus viajes, yo con el mío y mis «posturas de yoga». San Google me ayudó enormemente con las asanas (posturas de yoga) ya que algo tenía que contar, aunque no creo que me prestara mucha atención. Su único interés era que no me bebiera ninguna tisana en las clases, no me fueran a drogar para que firmara un cheque en blanco. Y así lo hice, jamás me bebí una tisana. Me comí a un hombre por los pies pero a «palo seco».

Me compré «La Biblia del Yoga» de Christina Brown y conseguí hacer bastantes asanas sin descoyuntarme y creedme que no fue sencillo. Pasaba del «vulgar» pero archiconocido «a cuatro patas» a la postura del perro. Es más, llegué a ponerlas en práctica con Carlos para llevarlas a casa ya «aprendidas».

Todos estos años mi vida fue un carrusel divertido de sensaciones. A uno le quería y del otro estaba pillada. Sin embargo en ningún momento sentí que aquello se me fuera de las manos.
Tuvimos los tres, otros dos hijos más. Y, cuando digo los tres, es porque uno me los fabricaba y el otro me los reconocía. Un arreglo del que ninguno era consciente y que yo manejaba perfectamente ante ambos. Carlos siempre pensó que tenía un punto de morbo enorme, tener una aventura con una mujer que se embarazaba de su marido pero practicaba el «partner yoga» con él. Bueno, y no sólo el partner yoga, también estuvimos a punto de doctorarnos en contorsionismo pero eso pertenece al «secreto de sumario».
Hará poco más de cuatro meses, Javier, para evitar que un mal cálculo (siempre fue un acérrimo seguidor de Ogino) me dejara embarazada de nuevo, optó por pasar por un urólogo que le practicó una vasectomía. Si él hubiera sabido que sus «bichitos» no servían ni para practicar el tiro al blanco con ellos, se hubiera ahorrado el agobio de pensar en la posibilidad de perder uno de sus bienes más preciados. Estaba convencido que la belleza de sus espermatozoides era inversamente proporcional a la suya. No tenía sentido contarle que si alguno de ellos hubiera servido, habría habido que aplicarle cualquier mecanismo a «aire comprimido», por ejemplo, para que tomara posesión de mi óvulo. Pero estos pequeños detalles no me parecieron esenciales para nuestra armonía conyugal, así que preferí que fuera feliz pensando que era un semental de categoría extra.
El mes pasado, Javier lo pasó en Arabia Saudí, en el campo petrolífero de Ghawar, por su trabajo para una petrolera nacional, y se fue tan encantado por poder participar en nuevas perforaciones en el campo más grande del planeta, que estuvo prácticamente «perdido» en el desierto lo que me proporcionó tiempo extra para mis «paseos por el filo de la navaja». Y nunca mejor dicho, porque quedarme de nuevo embarazada, ha resultado un desastre de tal dimensión que me encuentro en una disyuntiva peliaguda.
No me va a resultar fácil abortar sin que Javier, que ha conseguido gracias a su buen hacer en Arabia tres meses de vacaciones, se entere de todo este barullo. Y ni me planteo tenerlo porque convencerle de la reproducción por esporas se me antoja tarea harto complicada. Es algo elemental en algunas cosas pero nunca ha sido rematadamente estúpido, así que esta segunda opción queda descartada.
Cabría la posibilidad de convencerle, o al menos intentarlo, que la intervención no fue efectiva pero con lo mirado que es para el dinero, seguro que iría a protestar al urólogo y ni pensar quiero en las consecuencias que derivarían de todo ello. No ansío ser protagonista de una noticia en la página de sucesos.
He tenido todo tipo de ideas peregrinas: ataque de gases, embarazo psicológico, obesidad mórbida localizada, pero acabar dentro de ocho meses con un bebé en los brazos, desbarataría todo lo anterior.
Entonces ¿qué hago con el «bombo»?
Q – Sara – Activo
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